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¿Por qué en Portugal sí y aquí no?

El primer ministro portugués, Pedro Passos Coelho. / Efe

Gerardo Pisarello

Mucha gente intuye que los recortes sociales que se están produciendo en Europa no solo son injustos sino que contradicen constituciones y tratados de derechos humanos. No obstante, a menudo se pregunta por qué los tribunales constitucionales no denuncian esta contradicción. Por qué no constatan la ilegalidad de las políticas de austeridad. En Portugal ha ocurrido. El tribunal constitucional ha cuestionado la retirada de la paga extra a funcionarios y pensionistas y las rebajas en el subsidio de desempleo y de enfermedad consignadas en el presupuesto general de 2013 del país. Y ha invocado, para ello, argumentos jurídicos que son también de sentido común: la desigual imposición de los sacrificios, la desproporcionalidad de las restricciones.

Contemplada desde el escenario español, la decisión mueve a la reflexión. A diferencia del Tribunal Constitucional portugués, el español no se ha destacado por la defensa de unas líneas rojas en materia social que ninguna política de austeridad debería traspasar. Hace dos años, un juez de Sabadell le preguntó si la normativa sobre ejecución hipotecaria no vulneraba el derecho a la tutela judicial efectiva y a la vivienda.

El Tribunal Constitucional ni siquiera admitió a trámite la cuestión. Más bien reprendió al juez que lo consultó. Sostuvo que sus dudas eran “notoriamente infundadas”. Y que aquello no tenía nada que ver con el derecho a una vivienda digna. Que la ley hipotecaria aprobada décadas atrás era la que era y que su cambio dependía en exclusiva del gobierno. Consciente de la escasa sensibilidad garantista de la respuesta, un magistrado moderado, Eugeni Gay, emitió un voto particular. Señaló que la resolución dejaba de lado elementos de gran “trascendencia social y constitucional”, como el cambio en las circunstancias económicas y financieras.

Dos años después, otro juez de Barcelona decidió consultar al Tribunal de la Unión Europea. Y este, tan poco social en otras cuestiones, enmendó la timorata actitud del alto tribunal español. Señaló que la legislación española desamparaba a las personas como usuarias y consumidoras, dejándolas a merced de los abusos de las entidades financieras.

Las explicaciones de estas diferencias de actitud son complejas. Y no se reducen, desde luego, a lo acontecido con la legislación hipotecaria. Pero vale la pena apuntar algunas de fondo. De entrada, la Constitución portuguesa de 1976 tiene una carga social y democrática de la que la española carece. Es hija de una ruptura con la dictadura militar. La española, en cambio, de un proceso constituyente fuertemente tutelado por sectores vinculados al franquismo.

La Constitución portuguesa incorporó un compromiso fuerte con los derechos sociales. En el caso español, ese compromiso nació debilitado. Para corregir sus pecados originales y adaptarlo a los nuevos vientos neoliberales, el texto luso tuvo que ser modificado en varias ocasiones. Pero no perdió su marca de origen. En 2010, cuando todavía era jefe de la oposición, el actual primer ministro, Pedro Passos Coelho, planteó la necesidad de una reforma que persiguiera dos objetivos. De un lado, eliminar las menciones al carácter “tendencialmente gratuito” del sistema de salud y de la educación. Y de otro, convertir la cláusula de prohibición de despidos “sin justa causa” por otra que los permitiera si hubiera “razones atendibles”. No lo consiguió.

Más tarde, cuando el PP y el PSOE pactaron una reforma furtiva de la Constitución de 1978 para otorgar prioridad absoluta al pago de la deuda, Passos Coelho prometió emularlos. Una vez más, se estalló contra una cultura jurídica, política y social que no le permitió imponer sus propósitos. Portugal se comprometió con la troika por vía legislativa, pero no consiguió dar a esa cesión carta constitucional.

Las culturas constitucionales, ciertamente, no lo explican todo. Pero tienen su peso. En Portugal, la Constitución fue un símbolo de progreso, de ruptura democrática con un régimen dictatorial. Y hoy es un elemento de resistencia frente a las políticas de austeridad y el protectorado de la troika. La Constitución española no puede cumplir ese papel. Porque ya nació, a pesar de algunos aspectos positivos, con límites evidentes. Y porque las interpretaciones y cambios a los que ha estado sometida la han ido despojando, de forma acaso irreversible, de todo potencial transformador.

En un momento en que la austeridad se presenta como una venganza contra la Revolución de los Claveles, la defensa de la Constitución y la Grândola cantada por millones en las calles, forman en Portugal parte de una misma lucha. La sentencia del Tribunal Constitucional no es la panacea ni recoge todos sus reclamos. Pero les da un espaldarazo.

En España, los movimientos ciudadanos no pueden esperar ni del Tribunal Constitucional ni de las principales instituciones del Estado –comenzando por la monarquía– un apoyo similar. Por eso, el régimen constitucional aparece como un régimen agotado. Y por eso también, las consignas de cambio aparecen cada vez más vinculadas no al inmovilismo o a una reforma constitucional de mínimos, sino a la apertura, desde abajo, de un nuevo proceso constituyente democrático.

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