Recuperar la memoria, derribar la humillación
El arco todavía existe. Está en Moncloa, en una de las entradas desde el norte a la ciudad de Madrid, sobre suelo universitario. El arco clasicista ejecutado en 1956 por los arquitectos Modesto López Otero y Pascual Bravo, adornado por los escultores Ramón Arregui, José Ortells y Moisés Huertas, se dedicó a la victoria de los sublevados contra la República tras la Guerra Civil que provocaron. La idea original era colocar delante del arco, en avanzadilla hacia la Ciudad Universitaria, una escultura ecuestre de Francisco Franco, realizada por José Capuz a partir de los moldes de la figura que ya había hecho para colocar en Valencia y como la que hizo para instalar en Santander. Tras la derrota de Alemania e Italia contra el resto del mundo, el dictador español prefirió rebajar la carga bélica y triunfalista y mandó retirar la estatua.
La coyuntura política internacional pedía más mesura en sus gestos dictatoriales y la Universidad Complutense donó la estatua al Ministerio de la Vivienda, que la transfirió a la plaza de San Juan de la Cruz, donde fue descubierta, como no podía ser de otra manera, el 18 de julio de 1959. Allí se mantuvo el burro i l’haca madrileño hasta 2005, cuando se mandó a los almacenes ante un centenar de testigos. Los franquistas tuvieron que buscar un nuevo punto de peregrinar cada 20 de noviembre. Pero el arco de la victoria cruzó los años, la memoria, los gobiernos y las leyes en el mismo sitio.
El control de los símbolos era una tarea que Franco no desatendía, consciente del mensaje que quería. Usaba el arte a su antojo político, como una máquina simbólica capaz de actuar sobre la opinión pública a la que sometía. Pero también sobre las sociedades del futuro, porque los monumentos aspiran a la inmortalidad. Pero de la misma manera que se imponen con violencia y sin pedir permiso, como el legionario de José Luis Martínez-Almeida, se retiran a la fuerza del imperio de las leyes. El arco de Moncloa es un cuerpo insoportable para una vida democrática.
Quizás era necesario acudir a las palabras de los artistas que hicieron lo que el régimen esperaba de ellos para aclarar que el origen y el objetivo de estas monumentalidades fue la propaganda y el culto a la personalidad del líder. El escultor aragonés y miembro de la Falange Juan Antonio Bueno Bueno (1913-1991) escribió en 1944 estas palabras para presentar a un concurso en Zaragoza una estatua ecuestre dedicada a Franco: “El Caudillo, en efecto, es un símbolo para nosotros y aún lo será más para las generaciones futuras que disfruten en toda la plenitud de posesión de la patria grande cuyo resurgimiento él ha dirigido, cuya restauración católica él ha hecho posible”.
Entregado al régimen, a la figura del dictador y a la posibilidad de reconocimiento que se presentaba, Bueno Bueno continuó con su alabanza y explicó cuáles eran las pretensiones creativas que ayudarían a difundir las virtudes del líder sublevado: “El Caudillo de España, escogido por Dios para ser su brazo y guiar sus ejércitos, ha ejercido y ejerce un imperio con la sencillez paternal y la tranquila serenidad de quien detenta el poder por voluntad de Dios. Tal es el tema cuya expresión plástica hemos acometido”. A pesar de su entrega total, Bueno Bueno no ganó el concurso. Siempre hay alguien más entregado.
Venció el escultor madrileño Moisés Huerta (1881-1962), que trabajó en el arco de la victoria y que presentó así su estatua franquista: “Dos características principales encarnan en mi boceto y son: la Cruz y la Espada, principales potencias dominadoras por medio de nuestro Caudillo, que a fuer de católico en forma elevada de religiosidad con el Pueblo venció en nuestra Cruzada con verdadero triunfo, como antes digo por la Cruz y por la Espada para los nuevos y libres destinos de la Patria con la extensa grandeza de su Historia. El Caudillo, erguido sobre la silla de su caballo, con sus estribos a punto de romperse, lanza su mirada al horizonte abrazando la Cruz, que sobre el arzón de la silla arranca y destaca junto al pecho, empuñando con su diestra la Espada como símbolo de Paz Armada”. El alcalde de Zaragoza le pagó 258.075 pesetas en 1946 por la estatua, que fue retirada del patio principal de la Academia General Militar en 2006.
Huerta demostró su afinidad al régimen en la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, cuando llamó a los artistas a poner su creatividad al servicio del régimen: “España, no lo olvidemos, ha descubierto la unidad física y moral del planeta, y pues es así, ayudémosle nosotros, artistas de la pluma, de la paleta, de la arquitectura y escultura a ensanchar las perspectivas morales del mundo. Ahora que nuestra querida Patria resurge a la grandeza, seamos dignos del orden nuevo y de la espada luminosa que lo ha hecho posible”.
Estos testimonios son pruebas impúdicas de cómo el arte se doblega al poder y se retuerce ante sus apetencias, hasta convertirse en comparsa caduca. El arte sin libertad creó para el franquismo el repertorio de fantasías históricas con las que sueña la mentira (cuando se imagina disfrazada de verdad). Este es el motivo por el que monumentos como el arco de Moncloa no escriben la historia. De hecho, apenas ilustran los intereses de una parte de los que pasaron por ella. La de quienes pudieron pagarla o imponerla.
Mientras que la historia asume que la última palabra de los hechos históricos nunca está dicha, la propaganda monumental procura que después de su palabra no haya ni una más. La historia busca la verdad, los monumentos la destruyen. No son más que recreaciones de hazañas cuyo objetivo es imponerse a las generaciones que los hereden y esa es la razón por la que son tan débiles e indefendibles ante las democracias radicales. Ese es el motivo por el que una parte de los defensores de este arco del triunfo fascista procuran disfrazarlo de histórico y patrimonio artístico.
Como 'cromos' de un momento histórico pueden pasar a mejor vida en un museo, contextualizados y neutralizados por la ciencia. Este arco es la ilustración de una deriva totalitaria que la población padeció durante más de cuatro décadas, que viola el recuerdo de las más de 200.000 personas asesinadas por la represión franquista, que homenajea el exterminio de la parte de la población que votó a favor de la República y se opuso al fascismo. Este es el arco que convierte Moncloa en un hito de la humillación, no en un monumento de la memoria. Lo explica perfectamente el documentalista y fotógrafo Clemente Bernad en su ensayo Do you Remember Franco: los lugares de humillación deben desaparecer y preservar los de memoria. En esta última categoría entran, por ejemplo, los campos de exterminio nazi y una parte del Valle de los Caídos. El arco de Moncloa, derribo.
Este arco, como monumento propagandístico político, es incapaz de representar más allá de los intereses del homenajeado. Son perfectas máquinas de exclusión que deben ser abocadas a la extinción. La calle es un espacio libre y diverso, que aspira a la concordia y en el que no cabe la celebración de quienes amenazan los ideales democráticos. Hay quien ha comparado la destrucción del arco de Moncloa con el bombardeo de los Budas de Bamiyan por los talibanes, en 2001, y es un parangón recurrente pero sin recorrido: los yihadistas no tenían tanto interés en la destrucción como en que fuera grabada y difundida, porque la explosión era la propaganda. A la primera detonación le siguieron hasta tres explosiones diarias durante casi un mes. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) reclama a la Universidad Complutense de Madrid la demolición del hito de Moncloa para levantar sobre él otro dedicado a las personas que combatieron el fascismo en el campus universitario.
Mientras la ARMH se alza para acabar con la posteridad de ideales que lesionan la justicia y la memoria, los talibanes actuaron contra un pasado que no fuera cómplice del orden más remoto que trataban de imponer. Unos piden la retirada como liberación y progreso, los otros destruyeron como un avance hacia la opresión. Unos propiciaron el derribo para invisibilizar y los otros, para la convivencia pacífica. Los talibanes atacaron el patrimonio para hacer propaganda, la ARMH quiere defenderse de la propaganda. Unos construyen una amenaza, los otros acaban con ella. Por si hubiera pocas diferencias, los budas estaban reconocidos por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
El pasado no condiciona el compromiso de sus herederos con los monumentos. Son las comunidades del presente las que deciden qué se queda y qué desaparece, apoyándose en el debate y en el consenso para definir qué ciudades desean construir. Cada vez que se derriba o se retira uno de estos monumentos, participamos de la consolidación y refuerzo del Estado. Como señala el filósofo Reyes Mate en el ensayo Las víctimas como precio necesario, las víctimas nunca son sujetos de compasión. No lo fueron en Auschwitz y tampoco lo fueron en el sur de Estados Unidos, con el Ku Klux Klan, ni lo fueron ante la masacre franquista.
El arte al servicio del poder hace de la historia un anacronismo en el que su cliente, con las manos manchadas de sangre, está libre de víctimas. Y las víctimas no pueden pagarse sus monumentos para defenderse.
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