En una de las múltiples cenas navideñas del mes de diciembre, esas que siguen haciendo cola en nuestro colesterol para entrar, me fui a un bar de copas de Madrid en el que me cobraron por un gin-tonic quince euros. Tras recibir el precio en boca del camarero, le apunté que se había equivocado, que yo me había pedido un gin-tonic, no dos; y él, a continuación, hizo un gesto con la cabeza como de “ya estamos” y me respondió con un “ya, ya, si te he cobrado una copa”. Total, que me fui cabizbaja protegiendo el gin-tonic con las dos manos. No sabía si beberlo, meterlo en el banco o asegurarlo. Al final opté por ingerirlo, pero en sorbos minúsculos para amortizar el atraco.
Esta semana me acordé de mi gin-tonic de quince euros (también estuve a punto de bautizarlo) al leer en la prensa el caso de la rave de La Peza. Supongo que estaréis al tanto pero, por si acaso, resumo. Desde el 30 de diciembre hasta el 4 de enero, unas 5.000 personas se reunieron en una localidad a las afueras de Granada, en una fiesta al aire libre que no estaba autorizada por la Guardia Civil.
Al principio, los vecinos recibieron con temor y malestar la noticia de sus nuevos visitantes, que habían dispuesto un laberinto de tiendas de campaña, caravanas y escenarios, pero con el paso de las horas terminaron alabando la buena organización, conducta y educación de los ravers. Algunos, incluso, se unieron a la fiesta, que en estas cosas siempre es mejor probar que mirar. “Muchas veces, en el pueblo, veinte personas hacen un botellón y lo dejan todo mucho peor”, dijo un vecino. Otra apuntó que “hay un ambiente maravilloso”. Incluso el alcalde de La Peza terminó por asegurar que la rave había servido para promocionar el pueblo y que “francamente estuvo magníficamente organizado”.
Sin embargo, en algunos programas televisivos el tema en cuestión se había tratado con el alarmismo propio de tales programas (que ya denuncié en mi última columna). La cobertura mediática de las raves ha sido siempre así de tóxica: “Drogas y desfase non stop: malestar en La Peza por una rave ilegal”. Algunos vecinos de la zona debieron de enterarse de que estaban molestos con la fiesta por la televisión y no por ellos mismos.
Una rave es, en tiempos de gintonics a quince euros, de espacio público copado por terrazas, patrocinios y tenderetes reservados a marcas, algo revolucionario. Porque hoy en día salir, cenar, beber, tomar algo, todo se reduce a consumo y más consumo. Una rave, sin embargo, no busca el beneficio económico de nadie, solo el anímico. La experiencia terapéutica proviene de estar en unidad y comunidad con los demás: un grupo de personas que no se conocen entre sí compartiendo una experiencia puramente hedonista.
Así que en esta era de soledad y consumismo, las raves, que no tienen nada de nuevo y novedoso, sí parecen algo revolucionario, incluso contracultural. Pero cuidado, no nos confiemos. La rave de La Peza estuvo tan bien gestionada que corremos el riesgo de que un promotor llame a los organizadores y les ofrezca una millonada por repetir el año que viene la experiencia bajo el nombre de ‘La Peza Rave Cool Festival Party’, con entrada a 150 euros, una noria gigante en el terraplén, varios foodtrucks repartidos por la explanada, tokens (o ravens) con los que adquirir cerveza a 10 euros y bandas punteras por confirmar.