Un rey sin genitales

Los reyes cazan elefantes, seducen campesinas y cortesanas, inventan estrellas con el nombre de sus bajofondos, poseen territorios y pernadas, cuentas negras, mirlos blancos y yates sin pasado, los reyes gozan derechos únicos y transferibles solo por vía genital. Ay, qué insondable misterio, qué alegría de cúpulas, los genitales reales. ¿Qué es un rey, en dos palabras? Sus genitales. ¿Qué es sino un alarde de genitalidad, sus propios testículos transcendiendo, hechos historia? Un rey es sucesión, y solo sucesión, porque si no sería un simple mortal, jefe de estado o sea.

Pero ahora que aspiramos todos a la transparencia, a la boba nitidez de lo puro, queremos tener un rey sin genitales, una corona sin cetro, un reino sin paquidermos. La princesa está triste, ¿qué tendrá el elefante? De repente nos hemos vuelto locos y nos molesta que haya un rey con su genitalidad, sus hijas, los consortes, sus corinas alemanas y sus coros con cabra, su generalísimo y su cállate-tú... Pero no porque no queramos un rey, sino porque queremos un rey sin todo eso.

Los españoles queremos tener un rey pero que no parezca un rey. Los españoles solíamos salir a jalear al monarca como si fuera Marifé de Triana entronizada, porque a los españoles nos hace falta un padre, ahora más que nunca, pero ya se sabe que al padre hay que matarlo, es ley de vida. Y también ley de muerte. Aunque qué pena, ¿no?

Por eso la princesa está triste, porque no entiende nada, nuestra infanta anda fanta perdida por los pasillos de su Pedralbes preguntándose por qué el acoso, sin comprender que todo lo que le sucede se encuentra alojado en los testículos de su padre, Su padre, que gracias a los testículos de su abuelo Juan, se sienta en el trono más alto de un país en el que todos éramos iguales hasta que nos hemos dado cuenta de que algunos, más iguales que otros, nos estaban pasando la mano por la cara. Y para celebrar ese descubrimiento rutilante, hemos decidido inventar la figura de un rey sin bárbaros ni bárbaras, transparente como un palacio sin pardo.

Instalados en la idiotez de la incoherencia, acabaremos queriendo cortar al rey sus reales genitales, para volver a sentarlo en su trono, donde nos gustará volver a oírle pedir perdón. Para que no parezca un rey.