Entre tanto frenesí periodístico, de Cataluña a París, casi se me pasa felicitar al rey emérito, Juan Carlos, que este fin de semana celebra cuarenta años de la primera vez que se colocó la corona. Tal día como hoy de 1975 murió “el anterior jefe de Estado”, se activaron las “previsiones sucesorias”, y 48 horas después el nuevo rey juró ante las Cortes franquistas.
Pocas ganas veo de celebrar la efeméride. Para empezar, porque aquel no fue el primer acto de la democracia, sino uno de los últimos de la dictadura. Pero es que además el ex rey no está hoy para fiestas. O más bien, no lo estamos sus ex súbditos. ¿Queda algún “juancarlista” en la sala?
En una democracia más sólida que la española, algún juez estaría investigando las muchas sombras del rey. En los últimos tiempos, a medida que se resquebrajaba el blindaje informativo que lo protegía, hemos oído hablar de cuentas suizas, millones suizos, testaferros suizos, dúplex suizos, estafas suizas y paraísos fiscales (no solo suizos). Como no se puede investigar, ahí queda. Y muchos tenemos la pegajosa sensación de que eso es solo la puntita, y circulan todo tipo de “secretos a voces” que apuntan al enriquecimiento del rey.
La versión de los ex juancarlistas es que el rey se echó a perder. Que era un gran rey, un hombre entregado a su país, pero en los últimos años se estropeó, se arrugó, se descompuso. Y por eso lo cambiamos por un rey nuevo, que es lo bueno de la monarquía: te caduca uno, y tienes otro nuevo de recambio. Y a seguir tirando.
La duda es si el rey se estropeó, o fue siempre así. Si lo de sus últimos años es solo que el blindaje aflojó. Si ya en 1975, en 1981 o en 1990 era así, tenía también esas amistades, amantes y negocios, y simplemente no se publicaba. Si como repite Gregorio Morán, el rey ha sido el mayor comisionista de España. Si eso que todos hemos oído alguna vez sobre los barriles de petróleo árabes a porcentaje es cierto o leyenda urbana. En el país de los “secretos a voces”, durante cuatro décadas en las que no se publicaba nada, la manera que algunos periodistas tenían de demostrar que estaban en la pomada era contando en voz baja cosas del rey. Y ninguna buena.
Para responder a esas preguntas, les recomiendo ir al teatro. No se me ocurre mejor manera de “celebrar” estos cuarenta años que con la genial obra de Alberto San Juan, El rey, en el Teatro del Barrio. En hora y media vemos pasar la historia reciente de España, encarnada en la vida del rey, desde su infancia.
Y lo mejor es que la obra se detiene en los ochenta, pasando por alto lo más reciente, Corinna, Botsuana, Urdangarin y demás. Todo eso ya lo sabemos, y San Juan ha entendido que la linterna hay que dirigirla a los años anteriores: sus relaciones con la dictadura, su papel en la Transición y ya en democracia. Y sobre el escenario no hay inviolabilidad que valga.
No se pierdan El rey. Aparte de la inteligente puesta en escena y el trabajo asombroso de Luis Bermejo, Guillermo Toledo y el propio San Juan, les garantizo que se reirán. Mucho. A carcajadas. Pero no es una risa liberadora, sino más bien siniestra, chunga, de esas que, sin poder parar de reír, te hacen preguntarte de qué coño te estás riendo: ¿del rey, o de nosotros que lo quisimos tanto?
A la salida del teatro, todavía con las últimas risillas, yo me preguntaba si el actual rey es el que vemos, o tendremos que esperar a que dentro de cuarenta años un autor teatral nos lo cuente.