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Cuando se rompe el silencio

1 de marzo de 2022 22:57 h

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Las ironías de la vida han querido que en este inicio de guerra en Ucrania yo esté al pie de la fosa donde fue sepultado mi bisabuelo, Santos Francisco, tras su asesinato y desaparición en 1936. Una guerra comienza en Europa mientras un proceso de reparación se aborda en un pueblo de León, Villadangos del Páramo, donde al menos 85 personas fueron asesinadas entre septiembre y noviembre del 36. Las secuelas de la violencia se extienden durante generaciones y este escenario es prueba de ello.

Impulsamos esta exhumación conscientes de la dificultad de la misma. Como escribí en este espacio hace una semana, las familias de los allí desaparecidos elegimos un lema: “aunque no encontremos nada”, porque a pesar de las escasas posibilidades, de las reticencias encontradas y de quienes nos decían que lo dejáramos estar, sentíamos que el intento de buscarlos es en sí una forma de reparación, de romper el silencio, de visibilizarlos.

El pasado jueves, mientras Rusia bombardeaba Ucrania, en este pueblecito de León -en el que el alcalde, el primer teniente de alcalde y el presidente de la Junta vecinal se empeñaron el pasado verano en llevar a votación nuestro derecho a exhumar- la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) horadaba una tierra muda para extraer de ella las palabras selladas. Cuando Carlos, Serxio, Nuria, Malena, Ana, Marco, y tantos otros voluntarios y arqueólogos de la ARMH abren el suelo en busca de los restos de los desaparecidos se produce una gran metáfora, saludable, democrática, porque con la ruptura de la tierra se rompe también el silencio. Se extrae la verdad negada aún hoy en tantos sitios, en el propio pueblo.

A las seis de la tarde del jueves, mientras repicaban las campanas de la iglesia de Villadangos y una cigüeña observaba la fosa desde la altura de su nido, el arqueólogo Serxio Castro, sentado en la zanja, habló: “Hemos encontrado dos cuerpos, ladeados. Hay restos de una suela de zapato. Hay un mechero, un gemelo, una mina de lápiz, un peine, un espejo. No hay restos de madera: eso indica que no hubo caja”. No hubo ataúd. Miradas entre las familias en torno a la fosa y al fin un susurro de alguien: “Lo hemos conseguido; teníamos razón”. Pensé en mi abuelo Antonio, atravesado por el asesinato de su padre, por la represión que él mismo sufrió. Vi sus ojos negros, intensos, y quise imaginarle allí, al pie de fosa, escuchando aquellas hermosas palabras: “Hemos hallado…”.

Muchas familias viajamos a Villadangos desde varios puntos de España para seguir de cerca la excavación. En torno a la fosa han surgido conversaciones y afectos, palabras y nuevos datos. Nos han acompañado amigos y extraños que querían mostrar su apoyo, historiadores, organizaciones de derechos humanos, periodistas, actores y músicos que han participado en dos actos de homenaje organizados con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.

En los días siguientes el equipo de la ARMH ha ido encontrando más restos. En total, diez cuerpos de las 71 víctimas allí enterradas. La fosa continúa por debajo de tumbas construidas en los años noventa, por lo que es imposible acceder a esa parte. Esas obras se ejecutaron a pesar de que varias familias de los desaparecidos llevaban años yendo a Villadangos para colocar flores y manifestar su interés por la ubicación de la fosa.

La antropóloga forense Laura González estudia ahora en su laboratorio de la Universidad de León si es posible extraer muestras de ADN. En todo caso, los más de 50 familiares implicados en este proceso sentimos que esos diez cuerpos representan a todos nuestros tíos, padres y abuelos. Frente a quienes nos decían que allí no había nada, he aquí la realidad. Esos indicios, entre los que hay un cráneo con orificio de bala y un trozo de proyectil, son una constatación más de aquellos crímenes documentados por escrito en 1936 y relatados por testigos.

Los restos de los otros 61 asesinados permanecen bajo las nuevas tumbas. Pero a pesar de todo, diez cuerpos es más de lo que esperábamos. Decía Juan Diego Botto en su obra Un trozo invisible de este mundo, a través de un personaje que habla de la represión, la dictadura argentina, y la necesidad de reparación que “diez no está tan lejos de infinito como dos. Si me dan un tres, quiero mi tres. Y si me dan un diez quiero mi diez, porque así se reconstruye nuestra identidad, paso a paso”.

Queremos nuestro diez y lo hemos conseguido, a través de mucha buena gente en contacto con la realidad, con el dolor, con la tierra, alejada de burbujas donde los seres humanos son vistos como meros números. Ha sido un proceso por la memoria para recuperar a quienes el terror quiso borrar del mapa, negándonos hasta el recuerdo de sus nombres y de sus ideas.

En el libro de visitas que la ARMH colocó junto a la fosa decenas de personas han dejado mensajes de afecto. En uno de ellos una niña de doce años ha escrito: “Querido bisabuelo, sé quién eres”.