La sanidad de los pobres

1 de febrero de 2021 22:04 h

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Hace unos años tuve que ir a urgencias en un gran hospital de Madrid. El personal sanitario no daba abasto, la espera de los pacientes era larga y la falta de espacio, evidente. Nos apelotonábamos en los pasillos. Quienes podíamos, permanecíamos de pie; algunos se sentaban o se tumbaban en el suelo.

Me asignaron una cama para pasar la noche, en una habitación con otros siete pacientes más. Había escasez de mantas y algunos tiritaban. El personal sanitario hacía lo que podía: “Fulanita, voy a mirar en la otra planta, tenemos que conseguir más mantas como sea”. Iban, venían, apurados, esforzándose, con la sensación de un quiero y no puedo.

A mi lado una mujer mayor yacía en su cama. Se quejaba con un hilo de voz, la respiración entrecortada. “Ay, ay”, decía: “Duele”. “¿Habéis localizado ya a algún familiar?”, preguntaba algún sanitario de vez en cuando. La respuesta era negativa.

La tarde fue larga, y la noche, más. Las expresiones de dolor de la mujer crecieron. De madrugada me asomé al pasillo para pedir que alguien la atendiera, pero había urgencias mayores. La queja de la enferma derivó en una especie de agonía. Volví a levantarme para buscar a alguien. Grité. Vino una enfermera, la observó, la arropó y volvió a irse. Corrí tras ella: “No podemos hacer nada. Necesita una operación de urgencia, pero hay lista de espera”.

La mujer tenía una pierna inflamada como un botijo, apenas le llegaba la sangre. Mascullaba entre débiles sollozos. Empujé mi cama para acercarla a la suya, me recosté y busqué su mano. Apreté mis dedos con los suyos. Al cabo de un rato dejó de gemir. Me pregunté si seguía viva.

Amaneció con un sol de otoño, de película antigua, de infancia, que me recordó a la luz milenaria de Roma o al naranja desteñido del sol egipcio. Se colaron algunos rayos por la ventana de la habitación, visibilizando las motas de polvo que se movían a cámara lenta. La estancia se llenó de una textura granulosa, con una luz difuminada, semejante a la atmósfera de las aulas de las escuelas del postfranquismo. Es probable que mi fiebre distorsionara la percepción ambiental. Al fin llegó alguien para supervisar a mi vecina de cama. Seguía respirando, pero estaba muy grave. “Hemos localizado al hijo, está viniendo para aquí”, les oí decir con alivio. 

El hijo, un hombre de unos 50 años, llegó a primera hora de la mañana. De su conversación con los médicos deduje que llevaban tiempo intentando acceder al tratamiento que su madre necesitaba, esperando una operación quirúrgica, demandando atención. El personal sanitario asentía cuando él hablaba. “Hacemos lo que podemos”, dijeron varios antes de tener que salir corriendo a atender a otros.

Aunque era de día seguía haciendo frío. “Mamá”, murmuró el hombre, sin sentirse observado por la de la cama de al lado, que era yo. “Esta es la sanidad que nos han dejado a los pobres”, susurró. La madre acertó a gemir de nuevo. Alguien trajo al fin una manta para ella.

El desmantelamiento de la sanidad pública madrileña, su abandono, es un proceso que viene de lejos. El saqueo y la desposesión de un servicio público esencial se inició con un claro objetivo: derivar recursos públicos a la sanidad privada, ahuyentar a los pacientes de la pública, convertir un derecho esencial en un negocio para enriquecimiento de algunas oligarquías que sostienen a los políticos privatizadores.

Desde entonces, el sálvese quien pueda ha ido a más. Madrid, Comunitat Valenciana, Catalunya, Navarra, Murcia, Andalucía, La Rioja, País Vasco y Baleares están derivando dinero público a la sanidad privada, con la excusa de que la pública no puede. Es la pescadilla que se muerde la cola. Si se ha gobernado durante años para privilegiar a la privada en detrimento de la pública, ésta última no tendrá la capacidad necesaria, escenario perfecto para justificar que de nuevo se desvíen recursos económicos a la privada.

Andalucía abonará 170 euros por paciente en planta de un centro privado, y 700 por paciente en UCI. La Comunidad de Ayuso, Madrid, supera esas cifras: 700 euros por paciente en planta, 2000 por paciente en UCI, como desvelaba este diario hace unos días.

La privada se beneficia así del dinero público, mientras la pública habrá quedado aún más esquelética cuando todo esto pase, si nada cambia. El sistema neoliberal facilita estas dinámicas. Los mercados se erigen por encima de los Estados, lo que permite que algunas farmacéuticas, como antes hicieran varios fabricantes de mascarillas o respiradores -parando incluso aviones en el último momento si surgía un mejor postor- busquen más beneficio económico a costa del chantaje.

La pregunta es cuántas personas tienen que morir en una sala de urgencias por no recibir la atención precisa, como aquella mujer sin nombre llorada por su hijo. La cuestión es cuánto tiempo estarán nuestros gobiernos europeos normalizando la voracidad de un sistema antes de anteponer los intereses de la mayoría social creando industria y fabricación propia y limitando los privilegios de los que más tienen. O se apuesta por una política impositiva más proporcional o la calidad del escudo social seguirá disminuyendo. Usando el lema de algunas manifestaciones estadounidenses recientes, Tax the rich.

De fondo, Europa tiene que decidir si está al servicio de los intereses de las grandes multinacionales, dejándose usar, manipular y abusar por ellas -como el asunto de las vacunas está mostrando- o si quiere, por el contrario, abandonar la subordinación a las transnacionales, poniendo límites a las leyes de la jungla del mercado, priorizando los intereses de la población. En el fondo es sencillo: ¿Queremos estar en la era al servicio del capital, o al servicio de la humanidad?