En España no terminamos de dar crédito a los hechos que van saliendo a la luz sobre los escándalos que han rodeado la vida del hoy rey emérito. Quizá algún día podamos conocer los detalles más ocultos a través de una serie de televisión que aún está por hacer. En todo el mundo anglosajón, se ha desencadenado una intensa discusión pública que tiene como centro una ficción y no una realidad. Se trata del debate surgido tras el lanzamiento de la cuarta temporada de la serie The Crown, en Netflix. El éxito mundial de esta espectacular producción, una de las más caras de la historia de la televisión, ha disparado todo tipo de comentarios sobre las licencias creativas que el guionista, Peter Morgan, se ha permitido a la hora de recrear acontecimientos de gran valor histórico.
Hasta ahora, los operadores televisivos en nuestro país han sido muy reacios a abordar proyectos de ficción basados en acontecimientos reales relacionados con la política. En un país donde la polarización ha provocado un creciente aumento de la confrontación social, las cadenas temen que aprobar un proyecto de este tipo les provoque problemas con los partidos o con las empresas de publicidad que no quieran verse afectadas por controversias. España es la única democracia avanzada que prácticamente no tiene producciones de ficción que retraten nuestra realidad política reciente.
El éxito de La Línea Invisible y Patria
En este contexto, tienen especial valor algunas iniciativas como la exitosa La Línea Invisible, creada por Mariano Barroso, que pudo ver la luz gracias a Movistar. Sabían que podían verse sometidos a duras críticas, pero aun así decidieron llevar adelante una impecable serie que intenta explicar con el máximo rigor posible cómo el terrorismo aparece en el País Vasco. Llama la atención el hecho de que se trata de la serie más vista de todo el catálogo de Movistar y que, además, ha contado con un extendido reconocimiento de la crítica especializada y de la prensa conocedora del fenómeno. Únicamente desde los sectores más radicales se la ha minusvalorado.
En paralelo, ha sido una empresa norteamericana como HBO la que se decidió a convertir en producción televisiva el best-seller escrito por Fernando Aramburu, Patria. Simplemente, la promoción del lanzamiento de la miniserie ya abrió severos reproches particularmente desde la prensa conservadora. De nuevo, esta adaptación televisiva, firmada por Aitor Gabilondo, ha conseguido un amplio reconocimiento de crítica y público. Una vez más, se ha podido comprobar que la audiencia tiene un enorme interés por conocer a través de la ficción hechos reales que forman parte de nuestra historia reciente.
The Crown contra el príncipe Carlos
La polémica en relación con The Crown ha sido especialmente inusual. En la prensa británica ha ocupado un lugar muy destacado en mitad de la emergencia sanitaria y en plena negociación del Brexit. Hasta el ministro de Cultura británico, Oliver Dowden, exigió públicamente a Netflix que avisara a los espectadores de que se trataba de una ficción que no reflejaba la realidad de los hechos que recreaba. Netflix respondió que se negaba a tomar semejante medida: “Siempre hemos presentado The Crown como una serie dramática y ââtenemos plena confianza en que nuestros abonados entienden que es una obra de ficción que se basa en acontecimientos históricos”.
La cuestión tiene mucha mayor trascendencia que una simple polémica puntual. El problema central radica en determinar el grado de fiabilidad que los espectadores dan a estas producciones. La principal preocupación de los historiadores es establecer hasta qué punto la televisión está sustituyendo su papel. Los índices de lectura sobre asuntos relacionados con la historia son ínfimos relacionados con las millonarias audiencias que este tipo de producciones pueden llegar a congregar.
Historiadores y políticos
Hugo Vickers es un historiador que, curiosamente, ahora escribe sobre la serie de Netflix en lugar de hacerlo sobre la historia real. Es el autor de The Crown Dissected. En una reciente entrevista en CNN se mostraba preocupado al entender que “la audiencia realmente se cree lo que ve en la serie, porque está bien rodada, con una extraordinaria producción y con un elevado nivel de actores”. En el caso concreto de The Crown, la polémica surge desde el momento en el que el creador de la serie, Peter Morgan, parece haber apostado decididamente por un tratamiento en el que Diana de Gales es la única que sale bien parada dentro de una familia disfuncional, egocéntrica y anacrónica. El propio Vickers considera que se trata de “una visión extremadamente parcial y unilateral que castiga especialmente la figura del príncipe Carlos”.
Para Jaume Aurell, historiador y profesor de la Universidad de Navarra, “toda la polémica con The Crown es exagerada porque se sabe, es obvio, que es una serie es ficción. El aviso está implícito, no hace falta explicitarlo. Una vez más el problema surge cuando los políticos intervienen en áreas creativas o de conocimiento”. En la misma línea, Concepción Cascajosa, directora del máster de Guion de la Universidad Carlos III, mantiene que “realmente, ha sido una polémica que se ha originado más por una cuestión política. Molesta porque habla del presente ya que al tratar de acontecimientos tan recientes puede cambiar la manera de pensar de los británicos sobre el príncipe Carlos y perjudicar su imagen actual”.
Una polémica clásica
En 1976, la cadena norteamericana ABC estrenó una miniserie legendaria titulada Raíces (Roots). Estaba basada en un best seller de Alex Haley que abordaba un tema tabú en la televisión hasta ese momento: la esclavitud. La cuestión racial pasó a convertirse en tema nacional en los Estados Unidos y en casi todo el mundo. Llegó a ocupar la portada de la revista Time. El último episodio, el octavo, aún figura como el tercero más visto de toda la historia. Fue seguido en directo por el 51,1% de la población estadounidense. Para toda una generación, la serie supuso asumir una realidad histórica de extraordinaria trascendencia gracias a una ficción televisiva. Según defiende Concepción Cascajosa, “la ficción puede ayudar a visibilizar. Sirve muchas veces para que se inicie una conversación, poner algo en discusión, como con la serie Raíces, ya que nunca antes se había representado de manera explícita la esclavitud”.
Este gran éxito, animó a la CBS a repetir la fórmula con la emisión de otra miniserie: Holocausto. De nuevo, un asunto de una enorme relevancia histórica, en este caso, el nazismo, se transformaba en un evento televisivo global. El éxito mundial de la producción abrió encendidas polémicas respecto a las tramas literarias que se ambientaban en uno de los períodos más negros de la historia contemporánea. El escritor Elie Wisel, superviviente de los campos de exterminio nazis y una de las figuras más respetadas de la época respecto a esta cuestión, publicó un famoso artículo en The New York Times en el que bramaba contra la serie: “Falsa, ofensiva, barata. Es un insulto a los que perecieron y a los que sobrevivieron”. Y añadía un argumento que hoy en día sigue abierto: “Tanto en el cine como en la literatura, todo es cuestión de credibilidad. Si la película fuera una obra pura de ficción o un documental puro, lograría más. La mezcla de los dos géneros genera confusión”.
Basado en hechos reales
En los años 90, a raíz del estallido de la reality TV, se pusieron muy de moda las producciones televisivas basadas en acontecimientos reales. Casi siempre se iniciaban con esa expresión que hoy es tan conocida de todos: “Basada en hechos reales”. Hubo incluso alguna cadena en España que llegaba a poner la frase por delante de TV movies que eran pura ficción para ganar el interés de la audiencia. La polémica, sin embargo, se ha amplificado en los últimos tiempos en la medida en que cada vez es más común que las series aborden asuntos muy cercanos sobre los que resulta muy difícil establecer una versión única basada en el rigor histórico.
Concepción Cascajosa explica cómo “en España, la normativa es muy restrictiva y puede ocurrir que de pronto se haga una serie sobre un acontecimiento relativamente reciente y no llegue a término por miedo a represalias judiciales. Por ejemplo, lo que ocurrió con Fariña, en la que Laureano Oubiña puso una denuncia a la productora por una escena de sexo o la serie sobre Isabel Pantoja que se retiró por este mismo tema”. Pablo Simón, politólogo y profesor de la Universidad Carlos III, plantea una interesante cuestión: “Cuando decimos que algo está basado en hechos reales, ¿qué son los hechos reales y qué no? Es complicado. ¿Hay que renunciar a realizar este tipo de productos porque los personajes estén vivos? La ficción siempre tiene un componente de interpretación y ahí no se tiene que establecer ningún tipo de requisito”.
Identificar los géneros
Seguramente, el problema al que se enfrenta el espectador es la dificultad para identificar los géneros y poder determinar qué tipo de contenido está viendo. Los planteamientos, las obligaciones y las responsabilidades no son los mismos para el periodismo, el documental o la ficción. Todo se complica cuando se abordan géneros híbridos como los docudramas, en los que nunca queda claro qué parte es cierta y cual es pura invención. Como argumenta Concepción Cascajosa, “un documental cuenta los hechos probados, pero los mecanismos dramáticos de la ficción necesitan de la manipulación de la verdad y explorar la relación que hay con la realidad para hacerla interesante”.
¿Qué ocurre cuando la combinación entre verosimilitud e interés no combinan bien? Según Pablo Simón, “el periodismo se preocupa por la verdad, y la ficción por la verosimilitud. La ficción lo que quiere es entretener. Así modela nuestras percepciones y da una determinada visión del mundo. Esto no es algo novedoso, ya lo hacía Galdós en los Episodios Nacionales”. Por su parte, Jaume Aurell cree que la búsqueda de la verdad es imprescindible en cualquier ficción: “El guionista puede inventarse lo que quiera, pero en la historia tiene que haber un mínimo de verosimilitud. Tienen que responder éticamente a unas coordenadas de verdad, aunque luego el tiempo, los personajes, los diálogos y las circunstancias sean inventadas”.
El boom de las series
En la última década, el estallido de las plataformas de streaming ha amplificado el fenómeno. El aumento descontrolado del número de series ha facilitado la explotación extrema de los géneros con mayor penetración en el mercado global. Sin duda, aquellos títulos basados en acontecimientos que han sido noticia a nivel mundial son especialmente codiciados. Cuentan a favor con que la campaña de marketing está hecha de antemano y, además, con que suelen contar con un amplio interés entre la audiencia. A lo largo de los últimos años, muchos espectadores hemos creído conocer importantes sucesos reales a través de las adaptaciones televisivas.
El nivel de las producciones no deja de subir y las inversiones económicas son cada vez mayores. Resulta complicado determinar cuánto considera un espectador medio que es creíble y qué no lo es después de ver una buena serie. Gran parte de la audiencia estará segura de que conoce la vida de Pablo Escobar después de haber visto Narcos. También creerá que sabe con detalle lo que ocurrió en el famoso juicio de O.J. Simpson después de haber visto The people vs. OJ Simpson. Es inevitable pensar que casi has vivido el nacimiento del feminismo en Estados Unidos si has seguido Mrs. América. Y, sin embargo, no es así. Hemos accedido a versiones noveladas y manipuladas de hechos reales que resulta muy complicado de separar en nuestro cerebro de los hechos reales. Nuestra memoria electrónica, que reúne todos los conocimientos adquiridos a través de los medios, corre siempre el peligro de padecer una especie de síndrome de Diógenes que acumula datos sin el menor criterio.
La política como utensilio para la ficción
Posiblemente, en un futuro no muy lejano, será muy difícil estudiar la sociedad actual sin tener en cuenta el peso de la ficción televisiva. En realidad, las series reflejan con bastante claridad la realidad social en la que se crearon. Según Pablo Simón, “la ficción es representativa de un momento histórico determinado, captura determinados climas de opinión y cambia o altera la percepción que la gente tiene de la política en sí misma”.
En este último año, significativas figuras de Hollywood plantearon la producción de obras destinadas a que la población estadounidense se concienciara de lo que significaba el régimen político impuesto por Trump. Una película como El juicio de los 7 de Chicago, escrita y dirigida por el aclamado Aaron Sorkin, se distribuyó a través de Netflix justamente durante la última campaña presidencial. El propio Sorkin ha aprovechado toda la promoción del film para promover el voto anti-Trump.
La ficción como utensilio para la política
La otra incógnita pendiente tiene que ver con la manera en la que desde la política empiezan a copiarse cada vez más los recursos de la ficción. La narrativa televisiva se ha convertido en dominante y para los estrategas políticos utilizar ese mismo lenguaje para difundir sus mensajes puede ser una herramienta de gran eficacia. Pablo Simón mantiene que “ahora mismo, la política tiene la narrativa y los componentes de un producto de entretenimiento. Los políticos están compitiendo por nuestra atención ante una enorme cantidad de ofertas de entretenimiento e intentan tener a la gente pegada al siguiente capítulo de la trama”.
Toda la campaña orquestada por Donald Trump como respuesta a su derrota electoral es uno de los mayores ejercicios de ficción que jamás se hayan conocido en la historia de la política. Por fortuna, el choque de la ficción con la realidad parece que puede impedir que consiga que el sistema democrático se acomode a sus exigencias. Por el contrario, la narración parece haber cautivado a buena parte de sus electores que se han convencido de que su fantasioso y disparatado relato sobre el supuesto amaño de las elecciones es tan real como la última serie de Netflix que hayan podido ver.