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Por si no existe nuestra época

La escritora francesa Céline Curiol.

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Hacía falta retratar nuestra época para asegurarnos de que existe. Incluso los que vivimos aquí y ahora albergamos dudas razonables de que bajo el desorden, el ruido y la fragmentación, haya algo con suficiente forma como para llamarlo “nuestro tiempo”. Muchos días parece que bajo la amenaza distópica, el saqueo de los recursos, el narcisismo inducido y el descaro de los ricos, no hay forma de darle consistencia a la realidad. Desde luego andan deshilachados los discursos compartidos, pero aunque se vea mucho menos también las vidas pequeñas  parecen disolverse hasta perder la forma.

En su novela Las leyes de la ascensión, es como si Céline Curiol recogiera las astillas de las ramas de todos esos bosques en los que andamos perdidos y los recompusiera para demostrar que sí, que nuestra época existe y hasta tiene una forma que solo podía ser literaria, que la vida es algo más que los fogonazos intermitentes de las pantallas. La autora francesa narra nuestros tiempos a través de seis personajes cuyas peripecias y puntos de vista se van entretejiendo con paciencia y minuciosidad propias de una gran cronista de las vidas pequeñas. 

Son vidas urbanas, claro, que se van sucediendo a trompicones en el barrio parisino de Belleville, aunque podría ser cualquier barrio de cualquier gran ciudad, como deja claro Curiol desde las primeras frases. Son seis vidas solitarias, que se van entrecruzando de forma orgánica, como nos cruzamos cada día unos con otros. 

Una periodista elabora informaciones y no termina de tener claro si siguen siendo noticias, pues en ellas prevalece “lo escandaloso sobre lo ordinario para producir un efecto de novedad constante” porque el consumidor de contenidos, que ya no es lector, ni oyente ni espectador, “debe saber, pero antes que todo indignarse”. Una operaria de un almacén logístico nos lleva a uno de esos lugares ultratecnológicos y ultrainnovadores donde se desloman los humanos como se deslomaron construyendo las pirámides de Egipto. A través de un psiquiatra, la autora pone luz en los recovecos oscuros de la salud mental de todos nosotros, sometidos al vaivén de escuchar que podemos cumplir nuestros sueños y satisfacer nuestros deseos, mientras la mayoría siente una impotencia absoluta para definir su vida. La novela está repleta de frases sabias e inquietantes como esta: “Y ella lo sabe porque la ha rozado, la locura no es pérdida, sino intensificación de sentido”. No podía faltar el asunto de las migraciones, reflejado en un personaje de origen africano, con su acarreo de desarraigo y racismo. Hay también un radical islamista, la violencia irracional y aleatoria; y una profesora de ciencias medio ambientales con la que se narra la angustia de la crisis climática. 

El enorme talento de Curiol consiste en dejar que los personajes vayan contándonos cómo viven sus penurias íntimas mientras va conectando a cada uno con lo social, con los otros, con el contexto. Con la época. 

Son seis personajes que no entienden lo que hacen, que por uno u otro motivo reflejan el malestar de no ser capaces de darle sentido a la experiencia. Y como el poder no comparece en la novela, esta consigue plasmar a la perfección la sensación extendida de que, en algún lugar se toman grandes decisiones estructurales que conforman las existencias sin que nadie sepa cómo pedir cuentas.

La soledad sobrevuela a todos, y la intentan paliar con la torpeza en la que todos somos maestros. A veces hay encuentros, a veces desencuentros, pero late en el fondo de la narración una profunda empatía hacia esas personas que hacen lo que pueden con su vida. A todos nosotros. 

Curiol ha querido narrar nuestra época para certificar que existe algo con suficiente consistencia como para llamarlo así. Intuyo que también para comprender (y ayudarnos a comprender) la dificultad de vivir estos tiempos, esa sensación de que nadie sabe muy bien a dónde vamos, pero hay que ir a toda prisa. 

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