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Siéntanse libres para insultarme

Alfonso Guerra, en 'El Hormiguero'.
25 de noviembre de 2023 22:35 h

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Los responsables de la revista Mongolia están siendo juzgados por el presunto delito de blasfemia. Bueno, ya no se llama así. Desde 1988, el artículo 525 del Código Penal español permite multar, por escarnio, a quien ofenda los sentimientos de los miembros (o de un miembro) de una comunidad religiosa. En un rasgo de lo que podríamos llamar sarcasmo legislativo, también puede sufrir una multa quien se burle de los ateos.

El artículo 525 es un vestigio del pasado. Si se excavara en el texto, creo que podríamos llegar a Fernando VII. Carece de sentido incluir la ofensa entre los delitos penales. Y me refiero a cualquier ofensa. Tanto la infligida a los sentimientos religiosos como a cualquier otro sentimiento. Sí, las palabras y las imágenes pueden herir. Pero, me parece, sólo deben ser punibles cuando se enmarcan en uno de los llamados “crímenes contra la libertad”, como el acoso laboral, sexual o de cualquier otro tipo. Como la violencia psicológica en pareja: es acoso, no ofensa.

En el Reino Unido se lanzó hace unos años una campaña bajo el lema “Feel free to insult me”, es decir, “Siéntase libre para insultarme”. El actor Rowan Atkinson fue uno de sus portavoces. El objetivo consistía en acabar con la sección quinta de la Ley de Orden Público, aprobada en 1986, que permitía sancionar los insultos. Por ejemplo, era punible insultar a un agente antidisturbios mientras éste disparaba o aporreaba al insultador. Cosas de cuando Margaret Thatcher. La campaña logró sus objetivos.

Existen insultos y ofensas de todo tipo. Hay ofensas ingeniosas, graciosas, extemporáneas y estúpidas. Las peores son las estúpidas. Para intentar explicarme me remito a la intervención de Alfonso Guerra, ese gran estadista al que por razones misteriosas nadie hace puñetero caso, en el programa 'El hormiguero'. Dijo, y el presentador Pablo Motos pareció muy de acuerdo, que le daban “pena los humoristas” porque los pobrecillos ya no podían usar aquellos chistes tan graciosos de mariquitas y gangosos. El hombre se habrá dado cuenta de que, como dice Vox, vivimos en una dictadura.

Lo de Guerra me pareció una ofensa estúpida, es decir, un insulto a la inteligencia. Pero la libertad es la libertad. En defensa de mis principios, estoy dispuesto a aceptar que a Guerra le den un programa en horario de máxima audiencia para que cuente chistes de mariquitas. O para que se carcajee de mis orejas, faltaría más.

Tan preocupante como la supervivencia del viejo delito de blasfemia es la propensión de ciertos grupos, o subgrupos, a sentirse ofendidos. Se trata de un fenómeno creciente, vinculado a lo que solemos llamar corrección política. En mi opinión, hay quien quiere convertir cualquier insulto a un determinado colectivo en un nuevo delito de blasfemia. Y no me parece buena idea. Como no me parece razonable la “cancelación”: ahora, cuando en Estados Unidos intentan “cancelar” a Susan Sarandon por expresar unas opiniones sensatas sobre Israel y Palestina, es posible que se me entienda mejor.

Es absurdo castigar el racismo, el machismo o la homofobia, por poner algunos ejemplos. Tan absurdo como castigar la estupidez. Son cosas que existen y cualquiera ha de tener derecho a proclamarse racista, machista, homófobo o estúpido (todo viene a ser lo mismo). Y a contar chistes que den grima, de esos que hacen reír a Alfonso Guerra. Si no suelen triunfar ciertas bromas que antes sí lo hacían es porque ya no hacen gracia. Como aquel número de 'Mi marido me pega' de Martes y 13.

Discriminar a alguien por su raza o su orientación sexual sí es delito. Los insultos y las ofensas entran en el ámbito de la libertad de expresión, de la psicología, de los buenos modales o de la hipersensibilidad. Nada que ver con la ley. Mucho que ver con la educación y la civilización.

No se me ofendan por esto. Y, por supuesto, siéntanse libres para insultarme.

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