¿Cuántas veces le habías puesto la mano encima?... ¿Fue ayer la primera vez?... ¿O ya no te acuerdas de cuántas veces se te había ido la mano antes?... ¿Y qué conseguiste con eso?... ¿Más control?... ¿Que no te llevase la contraria?... ¿Que te tuviese miedo?... ¿Y eso qué tiene que ver con el amor?... ¿Te gustaba eso, notar que te tenía miedo?... ¿O te creías que su silencio era respeto?... Ah, que ella te provocaba... ¿Cómo?... Que entraba y salía, y que iba y venía, y que trabajaba con demasiados tíos, y que tú no eras ya el centro de su vida como al principio cuando... Ya... Y que no te cogió el móvil a la primera... Que le tenías dicho que te tenía que contestar a la primera... Ah... Que esta vez sólo fue un empujón... Que tampoco había sido para tanto, como aquel día que vuestro hijo la llevó a urgencias cuando ella se quiso separar... Que la mala suerte esta vez fue que, con el empujón, se cayó y se dio en mal sitio, y que se quedó ahí sin moverse, como dormida... Y enseguida vinieron los vecinos... Y tu hijo salió llorando de su habitación... Y llegó la policía... Y la ambulancia... Que se te cruzaron los cables... Los putos cables... Que ella no tenía que haberte hablado así, con esa falta de respeto, sabiendo cómo eres tú, que te enciendes con una chispita de nada... Que ya se lo habías dicho muchas veces... No me provoques, no me provoques, que me encuentras, que un día me encuentras... Que te arranco la cabeza, Irene... Estaba allí, como dormida... Estaba allí... Quieta... Irene.
No le habías puesto la mano encima... Tú no te permitirías algo así... ¿Verdad?... El golpe, el empujón, la patada, el labio roto, la huella morada de tus dedos en su cuello... Eso, tú, no... Tú prefieres la prepotencia, la humillación, la manipulación, la soberbia que ella tanto te reprochaba... Y la perversión del lenguaje, ese lenguaje sofisticado que la carrera y la posición te han dado... Tú sabes que las palabras pueden lacerar como puñales, por eso las elegías como quien elige los diamantes que cortarán luego el cristal... Y se las ibas regalando, las malas palabras, las vejaciones... No demasiadas, por si se notaba el boquete en la autoestima y reaccionaba... Las suficientes para que la horadasen hoy aquí y mañana allá de manera sistemática, hasta barrenarla... Y que menguase paulatinamente esa independencia que tanto te atrajo de ella cuando la viste en aquel cine sola, disfrutando de la película... Y doblegarla, someterla, que no ‘fuese’ sin tu permiso... Esa noche casi se te escapó el puño... “Como me vuelvas a hablar así te mato”, le dijiste con los nudillos blancos de apretar la hostia entre tus dedos... Suerte que controlaste, ¿eh?... Menudo drama... El tuyo, claro... Tu imagen manchada... No, tú no eres como el animal aquel que la empujó con tan mala suerte que se quedó sin moverse, como dormida... Tú no la tocaste... La culpa fueron las pastillas que tomó Irene... Estaba allí, como dormida... Estaba allí... Quieta... Irene.
¿Te imaginas que un desalmado como tú se lleva por delante a tu madre después de estrangularla, o arrollarla con el coche dos veces, o apalearla con una barra de hierro?... ¿Qué te parecería enterrar a tu hermana después de que tu cuñado la arrojase en marcha del coche?... ¿Te ves en el tanatorio despidiéndote de tu hija, a quien el novio roció con gasolina y quemó viva?... ¿A ti qué te parece todo esto?... No te puedo juzgar. No tengo esa potestad. Ni creo que algún Dios lo haga tampoco. Y apelar a tu conciencia es inútil... Seguiréis matándonos mientras seamos un titular más, un corte de voz entre varios temas de actualidad, un par de planos del informativo, o alguna página de periódico. O un juicio sin condena, o una denuncia retirada sin investigar el porqué... “Hoy, otra mujer ha sido asesinada en España, víctima de esa lacra que es la violencia de género”. Y añadirán que tenía 35 años, que no había denunciado, que nunca la oyeron gritar. Algunos dirán su nombre: Irene. Y luego, el silencio. No se parará el mundo, ni se abrirá un debate mediático, social, educativo, judicial y político durante el tiempo que sea necesario para encontrar, de verdad, la solución entre TODOS los agentes implicados en ella. Hasta entonces, seguirá atronando en ese silencio el llanto desamparado de los huérfanos, de los padres rotos, de los hermanos y amigos desolados... No, no te puedo juzgar, sólo puedo hacer una cosa: maldecirte. Tu madre no hubiese querido parir un hijo como tú. En nombre de todas las mujeres muertas: yo te maldigo.