El taxista turco

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“Nací en Alemania hace 49 años, porque mi padre y mis tíos vinieron a trabajar y poco después trajeron a sus familias. No sabían el idioma y lo aprendieron ayudados por sus colegas. La situación era muy dura, pero mejor que en Estambul. Al principio pensaron en volver, pero fueron retrasando esa decisión para ahorrar un poco más. Hoy viven en Múnich, como yo. Todo ha cambiado mucho. Mi mujer también vino poco después de nacer. Tenemos dos hijos de 12 y 15 año que tampoco van a volver: esta es nuestra casa”, me decía un taxista feliz mientras me llevaba a 180 km/h al aeropuerto de la capital bávara en el mejor coche en el que me he montado nunca, y que no tiene nada que envidiar a los dos mercedes que acaba de adquirir nuestro gobierno para el uso del Jefe del Estado (con la que está cayendo cualquiera le menciona por su nombre ¡Antes volvería a citar a X en esta tribuna!). La gracia estriba en que era suyo, como la empresa que regenta con otros tres socios. De su boca, para mi sorpresa, sólo salían palabras positivas acerca del país que les acogió.

Mirando treinta años atrás, yo recordaba otra realidad, que con tintes especialmente ácidos criticaba el periodista sensacionalista Richarz Walraff. Mi connatural escepticismo se veía corregido por la realidad de la vida: “las cosas también pueden ir a mejor”.

Al preguntarle por la situación en su país de origen, me dijo que el Presidente Erdogan perdería las próximas elecciones; no hace falta ser tan listo como un ratón colorado para darse cuenta de que no es partidario del político autoritario y pseudo-integrista. Si acierta tanto como el barrendero de mi barrio, nacido en Pontevedra y que la semana pasada me confirmó que Feijoó obtendría el mejor resultado de su carrera, (de Urkullu no profetizó), me voy a ver obligado a revisar mis fuentes de información: hacer la calle aporta dosis de realismo contumaz.

Mientras esperaba el embarque rumbo a Madrid, he hojeado el Frankfurter allgemeine Zeitung y, para contrapesar, el Süddeutsche Zeitung; naturalmente antes me había estudiado a fondo nuestro elDiario.es, que es casi lo primero que hago al despertarme.

La prensa alemana criticaba la decisión de Erdogan de convertir Hagia Sofía en una mezquita, aunque advertía que no hay que responder del mismo modo. Borrell, en su aparcamiento europeo, también llamaba a la prudencia; no en vano es la virtud política por excelencia, ya que ilumina el ejercicio de la justicia aquí y ahora, lo que la distingue de la cobardía, tibieza o cortedad, que no son más que algunos de sus sucedáneos.

Tiene su gracia que el político otomano fuera otrora un paladín de la Alianza de las Civilizaciones; la coyuntura le ha decantado por el sol que más calienta, aún a riesgo de que le puede llegar a abrasar. No dudo de que la misma prensa y parlamentario europeo reaccionarían con igual mesura si el líder húngaro Orban o el recién elegido presidente de Polonia hicieran lo propio cerrando una mezquita.

Los populismos se acrisolan, por eso me interesan, aunque no sean de mi gusto. Me esperaba que Trump se entendiese con el dictador norcoreano, pero los elogios mutuos entre el dignatario mexicano López Obrador y el polémico y popular presidente norteamericano han retado mi ingenuidad.

Tengo que acabar porque vamos a aterrizar, mientras resuenan en mis oídos los ripios: “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira…todo depende del color del cristal a través del que se mira”. Mientras el virus acecha, me pregunto: ¿cuál será el color del cristal que usará hoy nuestro presidente?