La Audiencia Nacional continúa en su empeño por construir un universo paralelo en que el Estado es débil, el movimiento independentista catalán tiene posibilidades de doblegarlo por la fuerza, y sus (pocos) partidarios en la calle en estas semanas son una amenaza para la convivencia.
El patinazo sufrido por el juez Llarena en Alemania no ha desalentado a la Audiencia Nacional, un tribunal especial acostumbrado por otro lado a ser enmendado por instancias superiores. O cosas peores, porque desde los años 80, un número significativo de sus jueces han pasado por el banquillo de los acusados o por expedientes disciplinarios. Pero esa no es la historia que toca contar hoy.
Su Juzgado de Instrucción número 6 ha ordenado la detención de una activista de los llamados Comités de Defensa de la República (CDR), favorables a la independencia de Cataluña. Se la investiga por los delitos de rebelión y terrorismo. Los CDR llevaron a cabo cortes de carreteras y levantaron las barreras en peajes de autopistas en Semana Santa. Según el fiscal, pretendían “provocar un clima de agitación social”.
Dejemos de lado el hecho de que la política y la sociedad catalanas ya han estado bastante agitadas en el último año. Es lógico que tengamos en cuenta que fuerzas de seguridad y tribunales están en su derecho a perseguir conductas violentas, más allá de que se cometan en favor de ideas políticas, y no para robar la cartera a alguien. Digamos que hasta ahí son dos hechos bastante obvios.
Lo que tenemos ante nosotros es un discurso político que ha terminado definiendo como “terrorismo” manifestaciones de disidencia política que en las democracias de Europa Occidental siempre han sido aceptadas como un elemento indispensable en un Estado de derecho. Muchas de esas movilizaciones afectaban de forma inevitable a algunos derechos de otras personas y podían tener algunas manifestaciones violentas, pero no sólo no socavaban la convivencia y la libertad, sino que la reforzaban. Como se decía en la Guerra Fría, esa respuesta disidente no se permitía en la URSS o en China, y si ocurría, se castigaba con extrema dureza.
Eso cambió en España en 2015 con la última reforma del Código Penal –y ya antes la la ley mordaza había comenzado a castigar por vía penal lo que antes eran faltas administrativas– en la que los dos principales partidos nos intentaron convencer de que el Estado era débil y la sociedad estaba en grave peligro a causa de la amenaza inminente del terrorismo yihadista. Militares con uniforme y expertos de think tank aparecieron en las televisiones para decirnos que España estaba indefensa ante un ejército de lobos solitarios imposibles de detectar para la policía a menos que revisáramos nuestros derechos constitucionales. El hecho de que en 2004 sufriéramos un atroz atentado y que respondiéramos con dignidad y serenidad es un hecho que ya no conviene recordar.
Para ello, se amplió la definición de terrorismo hasta extremos inimaginables hasta entonces en una sociedad que en los 70 y 80 ya había sufrido ese castigo. Esa nueva concepción pactada por el PP y el PSOE abría la puerta a perseguir conductas que nada tienen que ver con el yihadismo. La herramienta era el artículo 573 del Código Penal que establece que el delito de terrorismo es prácticamente cualquier delito grave (incluidos los cometidos contra “el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente”) que tenga alguna de las finalidades reseñadas en él.
La primera intención era esta: “Subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo” (las negritas son mías).
No hay gran movilización de protesta que no pretenda obligar a una Administración nacional, autonómica o local a hacer algo o dejar de hacerlo. Es lo que ocurrió en los años 80 en las manifestaciones contra la reconversión industrial en Sagunto y Ferrol, con las protestas de los mineros asturianos en distintas épocas, con lo ocurrido en el barrio de Gamonal en Burgos o más recientemente en Murcia, y todas las concentraciones para impedir desahucios.
En muchas de esas movilizaciones hubo hechos violentos de mayor o menor gravedad, y en algunos casos hubo personas que tuvieron que responder por sus actos en los tribunales. Nadie los consideró terroristas.
Durante décadas, la sociedad admitió que se podía ser violento sin ser terrorista. No es que lo primero fuera algo que hubiera que aplaudir, pero en cualquier caso sólo la extrema derecha más desquiciada e ignorante podía sostener que esas protestas ponían en peligro a la sociedad.
Ese mismo artículo 573 dicta que “alterar gravemente la paz pública” es motivo suficiente para entablar una acusación por acto terrorista, un concepto tan amplio que nos coloca ante una situación de clara inseguridad jurídica.
Al final, un acto terrorista en España es lo que la Audiencia Nacional quiera señalar como acto terrorista. Ahora mismo, un corte de carretera –una estampa nada insólita en una democracia– ha pasado a ser un instrumento terrorista, menos letal que un coche bomba, pero no menos perseguible con penas durísimas.
Se confirma lo que se ha estado denunciando en los últimos años. Cuanto menos terrorismo hay en España, más necesidad hay en los dos grandes partidos de promover investigaciones antiterroristas. Hay jueces y fiscales encantados de emplear esos recursos para meter a gente en un calabozo. Aplicaron la legislación antiterrorista a un grupo de cómicos por hacer un chiste malo combinando los nombres de dos grupos terroristas. Y decían que habían que respetar las decisiones de los jueces.
Todo esto se hace en nombre del Estado de derecho. Ya casi no se habla de libertad, igualdad y fraternidad (bueno, es cierto que ahora mismo en Cataluña fraternidad, hay poca), ni de derechos de los ciudadanos ni de su capacidad para defenderlos en la calle, más allá de votar una vez cada cuatro años (en Cataluña, sin duda con más frecuencia y escasos resultados). Todo es el Estado de derecho, la disidencia es una palabra sucia y hay partidos que quieren restringir ese campo de actuación hasta límites que se hubieran considerado insólitos en los años 70 y 80.
En Hungría, el país se ha hundido en una espiral imparable hacia el autoritarismo y todo se ha hecho con las armas que concede el Estado de derecho. Nada se ha aprobado allí violando la ley, porque siempre se ha cambiado de forma escrupulosa para hacer posibles los objetivos del partido en el poder.
Se ha elegido a juristas adictos a la causa para el Tribunal Constitucional. Los medios de comunicación públicos son un altavoz propagandístico del Gobierno. Los principales medios privados están sometidos o controlados por aliados del líder máximo. Aquellos que osan cuestionar la ideología xenófoba y racista del partido de Viktor Orbán son tachados de enemigos de la patria al servicio de oscuros intereses extranjeros. Se prepara una nueva ley, que será aprobada con todos los requisitos que exige el Estado de derecho, para atar en corto a las ONG y grupos de la sociedad civil que se rebelan contra el pensamiento reaccionario.
Al menos no les llaman terroristas. De momento. El embajador húngaro en Madrid puede ganarse un ascenso si informa a su Gobierno de las últimas noticias de la Audiencia Nacional.