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Los terroristas de Estados Unidos

Un grupo de personas camina frente a la zona acordonada tras el tiroteo de Parkland.

Carlos Hernández

Al Qaeda o el Isis no pueden competir con la Asociación Nacional del Rifle. Cinco atentados de la magnitud del perpetrado el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Esa es la “meta” que tendrían que haber logrado en 2017 los terroristas islamistas para acercarse al número de víctimas mortales que se cobraron las armas de fuego en Estados Unidos ese mismo año: 15.590 muertos y 31.181 heridos. En el país del gatillo fácil se registra cada día una media de 268 incidentes violentos en los que hay pistolas o fusiles de por medio. Solo en lo que llevamos de 2018, Estados Unidos ya ha sufrido más de medio 11-S. Las armas de fuego han provocado la muerte de 1.826 norteamericanos y heridas de distinta consideración a más de 3.000. Entre las víctimas mortales encontramos a 69 niños menores de 11 años y a 333 adolescentes. En todas estas estadísticas no se contabilizan los suicidios con armas de fuego, unos 14.000 anuales.

La conmoción que ha provocado la matanza de San Valentín ha vuelto a desatar la indignación y las habituales reacciones airadas de buena parte de la sociedad norteamericana, así como de amplios sectores de su clase política y periodística. ¿Cómo es posible que un joven desequilibrado de 19 años tenga prohibido comprar una cerveza o una botella de ron en un supermercado de Florida, pero sí pueda adquirir legalmente un fusil de asalto con el que masacrar a sus compañeros de instituto? En estas horas y en los próximos días oiremos muchas explicaciones, veremos a políticos llorar delante de las cámaras, asistiremos a todo tipo de protestas y escucharemos multitud de promesas encaminadas a evitar que algo así vuelva a suceder. El debate durará el tiempo que se tarde en enterrar, uno por uno, a esos cerca de veinte jóvenes que jamás deberían haber perdido la vida. Todo se diluirá cuando la tierra cubra sus ataúdes, tal y como viene ocurriendo después de cada matanza.

“Es un problema de salud mental.. no un problema de armas” declaró en noviembre Donald Trump después de la anterior masacre, perpetrada en Texas por un exsoldado estadounidense que asesinó a 26 personas. “Hay muchos indicios de que el tirador de Florida estaba mentalmente perturbado”, decía también este jueves en Twitter. Horas después, con el flequillo más encrespado de lo habitual, comparecía en la Casa Blanca para realizar una intervención más propia de un sacerdote que de un presidente. Llamadas a la oración, a la solidaridad, al consuelo… pero ni una sola iniciativa más allá de comprometerse a “reforzar la seguridad en las escuelas”. El gobernador de Florida sigue la estela de su jefe señalando con el dedo a los enfermos mentales como el mal al que hay que perseguir y anuncia, sin concretar absolutamente nada, medidas para que estas personas no puedan tener acceso a las armas. El presidente y sus colegas saben que sus declaraciones son un simple gesto de cara a la galería para calmar a una población en estado de shock. No van a hacer nada, no sucederá nada.

Lo que también habría que preguntar al presidente de Estados Unidos es cuál habría sido su reacción si el “perturbado” que acribilló a los estudiantes de Parkland hubiera frecuentado las mezquitas cercanas de Boca Ratón o de Broward. Pocas dudas hay de que la respuesta de Trump, como antes lo fueron la de Obama o la de Bush, se habría medido en misiles lanzados, civiles masacrados en algún país de Oriente Medio y, quizás, alguna que otra invasión. ¿Por qué esa doble vara de medir con los asesinos y esa falta de respeto hacia quienes no tienen “la suerte” de morir bajo las balas disparadas por un terrorista? ¿Por qué nunca hacen nada las distintas administraciones demócratas y republicanas ante este problema que desangra a la sociedad norteamericana?

Dominic Rushe explicó recientemente en este mismo diario las razones que explican el enorme poder que tiene en Estados Unidos la Asociación Nacional del Rifle (NRA), la organización/lobby que agrupa a las empresas y particulares que abogan por mantener el libre acceso a las armas. Tal y como detalla el reputado colega de The Guardian, no se trata solo del dinero que mueve la venta de armas en Estados Unidos, ni de los considerables fondos que la NRA destina a comprar voluntades entre los políticos de Washington, ni de los millones con los que financia campañas electorales como la que aupó a la presidencia al propio Donald Trump; más allá de eso está también la enorme influencia electoral que tiene esa asociación, a través de sus, oficialmente, cinco millones de miembros en activo.

Es cierto que es el Dios Dólar el que bendice que, de aquí a final de año, más de 10.000 estadounidenses vayan a morir porque, parafraseando al inolvidable Freddie Mercury, The business must go on. No le demos más vueltas: lo que más pesa y casi lo único que pesa es la pasta. Aún así, no es menos cierto que ese statu quo se sostiene gracias a una América casposa, una América que sigue creyendo que su libertad depende del mantenimiento de una enmienda constitucional redactada a finales del siglo XVIII. Para millones de estadounidenses tener una pistola o una escopeta es un derecho, una tradición y una garantía para poder seguir siendo libres. Haría falta mucha pedagogía para modificar esa mentalidad, mucha honestidad para enfrentarse al lobby del rifle y mucha valentía política para estar dispuesto a perder unos cuantos millones de votos. Nada cambiará mientras en Washington sigan prefiriendo cargar con 15.000 muertes anuales antes que asumir el daño económico y electoral que provocarían una políticas tan restrictivas, y efectivas, como las que se aplican en Europa. Nada cambiará salvo los rostros de las víctimas. Nadie luchará contra este terrorismo porque, de momento, sigue siendo su terrorismo.

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