No nos olvidemos de Silvio Berlusconi ahora que Donald Trump y Jair Bolsonaro ocupan el centro del análisis político tan estresado con las perspectivas de la extrema derecha o la «derecha alternativa» [alt-right].
En los años en los que Italia era gobernada por Berlusconi, Umberto Eco afirmó que «Antes se decía que el futuro de Europa sería Estados Unidos. Hoy, desgraciadamente, el futuro de Europa será Italia. La Italia de Berlusconi anuncia situaciones análogas en muchos otros países europeos: donde la democracia entra en crisis, el poder acaba en las manos de quien controla los medios de comunicación. Así es que no se preocupen por nosotros, preocúpense por ustedes mismos.»
El futuro de Europa se parece, cada vez más, a Italia, efectivamente, pero esta, también, se mira en el espejo de Estados Unidos, al America First de Donald Trump. Un supremacismo que no viene, como entonces, a través del control de los medios de comunicación sino de lo que parece su superación dialéctica: la conversación en las redes con las fake news como vector de enlace social y el análisis de datos como herramienta funcional a las estrategias populistas.
Berlusconi fue un destructor temprano de los parámetros democráticos, siempre cercano a la Liga del Norte y desbordado tardíamente por el emergente movimiento 5 Stelle, comandado por el cómico Beppe Grillo, quienes, al igual que Vox aquí –tácticamente apoyados por el Partido Popular y Ciudadanos– señalan a la inmigración como uno de los problemas a «resolver». Curioso es que Matteo Salvini, el ministro del Interior del gobierno italiano, en sus críticas a Europa en cuestiones de soberanía económica encuentre en algunos referentes de la izquierda española eco para esas demandas. Salvini construye sentido político fuera del marco europeo y no dentro del mismo buscando su transformación. Así como Vox ve en la mujer el problema –y no se equivoca de enemigo a la hora de pretender fracturar un consenso clave–, Salvini señala a la inmigración para cerrar fuerzas en contra de un modelo de convivencia. Allí donde Berlusconi –caído ya el muro, refundado el partido en un sujeto político distinto– señalaba comunistas, Salvini criminaliza al otro, al diferente y Vox al semejante.
Nanni Moretti en un curioso film, Abril, híbrido entre documental y ficción, una suerte de comedia en la que incluso se adelanta a una de las formas del reality show con un retrato de familia en los que se «convive» mediáticamente con un grupo familiar, narra unas elecciones, las primeras en las que la izquierda gana por primera vez en la historia de Italia. Todo lo que relata, su vida diaria, tiene como destino la frustración o la impotencia, menos el nacimiento de su hijo Pietro. Intenta rodar sin fortuna un documental sobre la campaña electoral y no lo consigue porque se da cuenta de que no hay narración, no hay relato posible. La noche de la celebración de la victoria del Olivo, entonces confluencia de la izquierda italiana, va en su Vespa por las calles de Roma en la caravana. Cuando la cámara lo encuadra, alza las manos mientras sigue circulando en la moto y grita, grita fuerte, pero no una consigna previsible: «¡Cuatro kilos y cuatrocientos gramos!» El peso de Pietro, su hijo, que acaba de nacer. A eso, da a entender Moretti, ha quedado reducida la democracia y la izquierda en el imaginario colectivo: prácticamente a la nada. Solo da pie a construir espacios propios, y el ancestral hecho de la procreación es el único acto que trae implícito un cambio, el que puede producir un nuevo ser en el entorno inmediato y en la voluntad de generar otro tiempo posible.