Hay veces que nos supera la desesperanza, el laberinto. Miramos a izquierda y derecha, arriba y abajo, a las diagonales, sin encontrar salida. Todo mal. Va a ser mate. Lo adivinabas, pero aun así te preguntas: “¿Cómo he podido llegar a esto?”. Con el juego, uno aprende de sus límites, se enfrenta a que a veces la derrota es inapelable; como en las pesadillas. Sin embargo, cuando no es posible dejar el tablero ni el sueño a un lado, no racionalizamos tanto.
Hace unos días escribía sobre Sheldon S. Wolin, aquel catedrático emérito de Princeton, hoy de 92 años, que en los sesenta redactó unos excepcionales reportajes sobre la rebelión estudiantil en Berkeley. Mencioné entonces su análisis de la derrota de la Nueva Izquierda, que también fue la suya. Esa década había supuesto para él, como diría años después, un viaje del liberalismo a la democracia radical. Las esperanzas fueron altas, y así fue luego la caída.
Wolin ya había sido vencido otras veces: por la pobreza durante la crisis del 29; como judío con el Holocausto; como profesor universitario mientras se desmantelaba la vocación teórica e investigadora de tantos por el triunfo de un modelo al servicio del capital privado. Más tarde, y en otros ámbitos, desde el triunfo neoliberal que arrasó su país; y de forma más personal cuando tuvo que cerrar su revista democracy, tan incómoda entonces.
La derrota le hizo aprender, decía. Si leemos su obra, comprobaremos que había algo más que consuelo en esta afirmación.
A veces necesitamos perder para conservar los principios, la mirada firme al espejo, la conciencia limpia. Norman Mailer confesaba que sin esta última le era imposible escribir. “El hígado”, decía, “un profesional… escribirá con el hígado si lo que pretende es que su trabajo lo proteja”.
Doy clase, de momento, en la universidad pública. Al igual que otras instituciones del país, la informalidad y la corrupción han formado parte importante de su esencia durante años. Siendo prudente puedo afirmar sin temor a equivocarme que en mi especialidad, la Ciencia Política, el 90% de los concursos públicos para plazas importantes –es decir, permanentes o con una temporalidad superior a los cuatro años– ni son concursos ni son públicos, sino que responden a otras lógicas y criterios poco transparentes. Hablamos de una disciplina que se dedica al estudio de la política, a enseñar en las aulas qué es la democracia.
La vieja generación académica de la Transición se ha visto lastrada por la antipolítica de pasillos en la que muchos perdían el prestigio ganado en los libros. El intelectual cacique no ha sido capaz de mantener su credibilidad. Se le aplaude con temor en los actos, se le despelleja en los cafés.
Con este triste panorama, los dilemas que afronta la generación de universitarios nacida precisamente en los años de la Transición están siendo enormes. En un escenario de recortes presupuestarios y elitización creciente, con la calle reclamando una nueva política radical, muchos de los jóvenes que han salido con sus doctorados bajo el brazo han tenido que enfrentarse a preguntas imperecederas cuyas esencias son ya clásicas: ¿me callo hasta conseguir la plaza? ¿Adulo? ¿Miro hacia otro lado? ¿Colaboro activamente para acelerar los plazos? ¿Dejo caer al compañero? ¿Empujo?
“Más adelante seré libre e independiente”, te dicen algunos; “entonces, luego, ya podré ser yo mismo”. Ignoran que ese después suele llegar pasada la cuarentena, con la mirada ya marchita y varias deudas que saldar.
Incontables conversaciones con compañeros y compañeras de generación universitaria dan cuenta de estas cuitas. Si me pongo a contar, muy pocos de quienes han rechazado las tentaciones del sistema tienen a día de hoy una plaza fija en la universidad española. Quienes las aceptaron son legión. Y mientras, doy fe de que hay todo un pelotón haciendo méritos mefistofélicos para entrar.
Lo chocante de todo esto es que el discurso público de unos y otros parece coincidir de puertas afuera. En los últimos seis años cada vez más voces académicas se están uniendo a esto de escribir contra la corrupción, el régimen, el capitalismo incluso, y otras opresiones como las machistas, las racistas o las del sistema electoral. Hay juego para todos. La situación es realmente tan lamentable que a poco que rasques sale un artículo contestatario. Y en la universidad otra cosa no, pero a escribir de manera resultona sí que nos enseñan.
Por ejemplo, nos enseñan a citar. Por honradez intelectual, como servicio al lector más curioso, pero también para mostrar que has trabajado, que has leído y que lo que dices tiene cierto fundamento. En este artículo, por ejemplo, voy a citar a Erich Fromm.
Distingue este autor entre profetas y sacerdotes, lo que me parece clave. Los primeros vivían las ideas que anunciaban. Sus acciones acreditaban lo que decían. No buscaban el poder, lo evitaban. En palabras de Fromm: “No los impresionaban los poderosos, y dijeron la verdad aunque esto les llevara a la cárcel, al ostracismo o a la muerte”.
Se sentían así responsables de decir esta verdad, no para amenazar a nadie ni para dar lecciones, sino “para mostrar las alternativas con que se enfrentaba el hombre [sic]”. Los profetas no deseaban serlo, no lo buscaban. Sólo el falso profeta lo ambiciona. El estridente iluminado.
A los auténticos no les queda otra, arguye Fromm. La elección para ellos queda clara desde el principio. Por responsabilidad y para vivir tranquilos consigo mismos. Quizá para escribir sin acabar cirróticos, como pensaba Mailer. La situación histórica les ha empujado en diversos períodos a la protesta, al coraje, al periodismo con mayúsculas.
Frente a esta figura está la del sacerdote. Mientras los profetas viven sus ideas, los sacerdotes las transforman en fórmulas, en píldoras que administrar a la gente para que los siga y obedezca. Ideas liberadoras se transforman bajo su gestión en dogmas con los que separar entre devotos y no devotos. Como enfatiza Fromm, “hasta un niño podría ver que [los sacerdotes] viven de forma opuesta a lo que enseñan”.
La universidad española sigue produciendo sacerdotes.
No hay más que ver a profesores universitarios montar o entrar en un partido político. Te hablarán de la corrupción, de los mil males de la patria, pero en cuanto indagues un poco en sus centros de trabajo comprobarás que la mayoría no se está rebelando, sino al contrario, frente al mundo de conseguidores y pasillos en pos de plazas que exigen silencios, lealtades ominosas con los que mandan y miradas de perfil ante una brutalidad creciente.
Lo verás también en gran parte de la progresía liberal-científica, aquella que enarbola la bandera de la honestidad, del rigor, de la mirada desapasionada sobre el maltrecho objeto de la política, que de puntillas sobre la tramoya, mientras todos miran embelesados la función, buscará colocarse bajo la égida de algún poderoso grupo de poder tapándose su fina nariz.
Pero quizá lo que más desconcierta es encontrar de tanto en tanto, entre los nuevos beneficiados, personas que lo merecían de hace tiempo y que vienen de pasadas injusticias.
Así, la pregunta inevitable que una y mil veces nos hemos hecho quienes vivimos esto desde una periferia a veces escogida, a veces impuesta, es la de qué haríamos de estar en situación privilegiada. ¿Publicar tu plaza en Twitter y Facebook?, se preguntaban algunos de manera provocadora en la lista de correo de profesores precarios de la Complutense.
Cuando el sistema está corrupto quien no entra al juego es señalado como un tonto. O como un suicida que juega con el futuro de sus hijos. O como alguien incapaz de observar con realismo lo trágico e imperfecto de la vida, que también se dice.
La trampa universitaria de nuestro país consiste en que miles de personas formadas con los recursos del Estado para la docencia se ven sin posibilidades de empleo. Y los que lo tienen, están cada vez peor pagados. Las reformas en marcha acentúan este drama.
Pero la trampa consiste también en que el sistema y sus sumos sacerdotes, en estas condiciones de precarización tan ventajosas para ellos, imponen unos ritos de paso (y de conservación) a los nuevos intelectuales académicos que les despojan de su verdad, de su conciencia limpia, de su credibilidad. Hipotecan su palabra, exigen sumisiones, complicidad. Y es difícil mantener la fortaleza moral en tiempos del gran paro, de los desahucios cotidianos y del desmantelamiento de la vieja universidad bajo tus pies.
Esta doble trampa puede salir muy cara a la sociedad. De allí salen cuadros políticos e influyentes voces para la opinión pública, pero más importante todavía, ahí se está formando la juventud. El declive ético de la universidad pública se está acelerando con el desmantelamiento neoliberal. Noam Chomsky lo ha visto muy claro en el caso norteamericano. Veremos si alguien se atreve de verdad a remover esas aguas por aquí. Profetas, por el momento, veo pocos.