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¿Y tú, de qué tribu eres?

Uno de los juegos de navegador para multijugador más famoso del mundo se llama Guerras Tribales (Tribal Wars). Fue creado en Alemania hace algo más de 15 años y va camino de contar con cerca de 50 millones de guerreros que luchan virtualmente entre sí. Según sus instrucciones, el objetivo de Tribal Wars es “atacar, saquear y conquistar a tus oponentes en tiempo real, sin dejar de defender tu reino contra los atacantes” y considera como estrategia recomendable la de “unirse con otros jugadores para formar una tribu y declarar la guerra a tus enemigos”. No cabe mejor descripción del actual panorama político español en este período electoral.

Explicaba con toda la razón Iñaki Gabilondo en su entrevista en eldiario.es que algunos partidos en España se han acostumbrado a prometer iniciativas que no pueden cumplir porque requieren grandes acuerdos que a la vez rechazan. Es una contradicción en toda regla. Es imposible abordar los principales problemas que tenemos ante nosotros con una exigua mayoría parlamentaria. Un ejemplo claro es el conflicto catalán, donde cualquier vía de resolución pasa por encontrar un terreno de entendimiento entre los principales partidos en Catalunya y, a la vez, por una solución que sea asumida por una amplia mayoría de los españoles.

La discusión actual se ciñe absurdamente a lo que es seguro que no se va a producir: ni la independencia, ni un referéndum de autodeterminación, ni un 155 permanente. No hay una mayoría amplia que sustente esas alternativas. Discutimos sobre ellas como si fueran viables a corto plazo. Hay líderes, tanto en el independentismo como en el españolismo, interesados en mantener el enfrentamiento y que se alargue la imposible hipótesis de la independencia, bien como aspiración o bien como amenaza. La presencia de Puigdemont en Waterloo dejará de tener sentido el día que el secesionismo catalán alcance un acuerdo de convivencia dentro de la ley con el resto de los partidos catalanes contrarios a las tesis independentistas. Lo mismo ocurre con las posiciones maximalistas de la derecha española. Si no hay enfrentamiento abierto en Catalunya, toda su campaña electoral actual carecería de fundamento alguno. Necesita seguir afirmando que hay pactos ocultos, aunque nadie los vea, y llama compañeros de gobierno a socialistas e independentistas, aunque no lo sean.

En los últimos cinco años, el modelo de partidos en España ha estallado. Ha ocurrido lo mismo en otros países europeos. La sociedad ha mutado tras la hecatombe que ha supuesto la gran crisis económica desencadenada hace poco más de una década. Se han consolidado dos efectos enlazados. En primer lugar, un extendido reproche a la política por su falta de control de lo que ocurría, al haber dejado sin protección a millones de ciudadanos que se han sentido justamente desamparados. En segundo lugar, la sociedad articulada a través de nuevas redes de intercomunicación ha favorecido la desestabilización del modelo tradicional, formado por el poder político y económico en la cima y los grandes medios informativos como enlace con los ciudadanos en la base. El problema es que los movimientos tectónicos no terminan de estabilizarse y vivimos una evolución caótica e inestable.

Una de las nuevas distorsiones va ligada al aumento partidos con representación parlamentaria. La tendencia en España es que tanto la izquierda, como la derecha, como los partidos nacionalistas se han disgregado en distintas opciones. Lo llamativo es que cada una de estas formaciones aspira a encontrar un espacio propio que no siempre es fácil de distinguir. Pero, a la vez, cada partido se arroga una especificidad intrínseca en la que basa su necesaria existencia. Con el ánimo de reforzar esa supuesta identidad diferenciada, su lenguaje se convierte en excluyente y maniqueo. Solo existen dos frentes: el mío, el acertado, y los demás, los equivocados.

En la práctica, cuanto más pequeños van siendo los partidos, mayor es su exigencia de imponer a los demás su programa y su liderazgo. Algo no encaja. Necesitamos respuestas consensuadas por amplias mayorías para hacer frente a grandes problemas globales. Como respuesta, nos fragmentamos cada vez más en tribus aisladas cuyo objetivo es forzar a los demás a asumir nuestras convicciones. La lógica debería ser la contraria, la de discutir para acercar posturas, para ampliar las bases sociales de un acuerdo.

Estamos en plena fase de guerra tribal. Casi todos los partidos defienden la supremacía de sus siglas y de los miembros de su tribu. El objetivo no es otro que asaltar el territorio de quienes ocupan espacios contiguos, no para formar un nuevo espacio común de convivencia que haga más fuerte el colectivo. Se trata de someter a la aldea rival y obligarla a asumir otra forma de entender el mundo. Tras imponerse, exige que la tribu derrotada haga pública su renuncia a su identidad ante la amenaza de hacerla desaparecer bajo la fuerza de los hechos. Estamos en una clara tendencia de tribalización de la política y no parece ni muy inteligente, ni muy conveniente.