La triste agonía de la política
Si lo que vemos estos días es la política, estamos perdidos. Por mucho que uno se esfuerce en descubrir el destello de un proyecto, de una idea nueva, de algo que pueda servir para cambiar nuestro triste presente, la política española parece muerta, o cuando menos sumida en un letargo del que es dudoso que algún día pueda salir. La campaña de estas elecciones europeas está siendo un calvario. Para los ciudadanos que todavía conservan algo de esperanza en los políticos, para los que aún mantienen un vínculo, seguramente más afectivo que otra cosa, con las formaciones a las que siempre votaron. Y puede también que para algún candidato, sobre todo de los grandes partidos, que día tras día repiten un discurso vacío y más que nunca alejado de la realidad, de los problemas de la gente. Visto lo visto, habría sido mejor que no hubiera campaña. Porque esta ha sacado a la luz demasiado a las claras que nuestra política ya no vale para nada. Lo malo, se mire como se mire, es que los políticos son los que deben sacarnos del agujero en el que estamos.
Siguiendo el debate televisivo del jueves, uno se preguntaba: si cuando se supone que están enfrentados, Cañete y Valenciano dan este espectáculo de vaciedad, ¿qué pasará si un día están juntos en un gobierno de coalición? ¿Qué podría resultar de la suma de dos partidos que asisten –el uno impávido y el otro abrumado, que esa es la diferencia que hay entre el PP y el PSOE– a la incapacidad de la política para alterar el rumbo de las cosas, para encarar las espantosas realidades que existen fuera de los despachos del poder?
Visto desde la estricta lógica de los intereses partidarios, no hay duda de que estas elecciones tienen su importancia. Si el PP las pierde, el entramado que Rajoy ha montado para que los suyos no le echen se vería seriamente deteriorado. Y puede que hasta fuera el principio de su fin. Y si las gana el PSOE, su crisis interna, que al parecer es mucho más grave y profunda que lo que se publica al respecto, podría apaciguarse un tanto y el partido podría abordar un proceso de recomposición que ahora es imposible. Si ocurre lo contrario, es decir, si gana el PP, Rajoy se consolidaría aún más y daría más alas a su política, la de la obediencia a Bruselas que se combina con la atención a los intereses de los poderes económicos españoles y que se adoba con un autoritarismo creciente y una propaganda falaz e insoportable. Y si el PSOE pierde, las cosas dentro de ese partido se pueden poner muy feas y sin que haya que esperar mucho.
La cita también tiene su importancia, siempre en clave partidaria, para los partidos no mayoritarios. Si Izquierda Unida vuelve a defraudar las expectativas electorales que los sondeos generaron hasta hace poco –lo cual, por cierto, es lo que le ha ocurrido en todas las elecciones de la última década-, sus equilibrios internos podrían verse gravemente alterados y hay quien dice que la crisis sería entonces inevitable. El liderazgo de Rosa Díez en UPyD parece más capaz de resistir eventuales fracasos y, por el contrario, un buen resultado aumentaría sus esperanzas de que un día ese partido pueda contar en la política nacional. CiU, el PNV y Esquerra leerán sus resultados en clave del reparto de fuerzas en Cataluña y Euskadi. Los partidos que contienden por el espacio a la izquierda de IU contarán sus votos justamente en función de la disputa por el mismo. Y si el bipartidismo sufre una derrota de campeonato, no la que pronostican ahora los sondeos, los partidos pequeños tendrían motivos para sentirse satisfechos. Al menos durante unos meses, que a la postre ni eso cambiaría mucho las cosas.
Pocos electores, los fieles de unos y de otros, hacen suyas esas cábalas y perspectivas. Pero, sin despreciar su número y menos esa identificación, son cada vez menos. La mayoría, incluida mucha gente politizada e interesada en la política, observa esas guerras como algo cada vez más ajeno y que le interesa menos. El que la política haya terminado por ser patrimonio exclusivo de las camarillas partidarias, defrauda a unos cuantos y lleva a los más a la indiferencia, a la aceptación fatalista de las cosas, que está a un paso de la sumisión al poder.
Esta campaña no está alterando un ápice esas tendencias. Puede incluso que las haya agudizado un tanto. Porque era una ocasión para demostrar que los partidos había comprendido lo que estaba pasando y estaba dispuestos a revertirlo, a ser de otra manera. Y lo que se ha visto hasta ahora demuestra lo contrario: que no han aprendido nada, o que no quieren hacerlo. Que siguen con sus discursos vacíos, que no tienen nada nuevo que ofrecer. Ningún proyecto concreto para crear empleo, ninguna propuesta específica para ayudar a los millones que lo han perdido todo, ningún plan factible para mejorar algo las muchas cosas que están muy mal. Eso sí, esta vez con menos inversión publicitaria.
Dicho todo lo cual, quien firma estas líneas votará el 25 de mayo. Por motivos que a nadie interesan. Y porque por muy mal que esté, no hay más remedio que seguir apostando a la política. Aunque que se sepa que otra vez se va a perder. Porque sólo la acción política, el día que haya algo que merezca tal nombre, puede encaminarnos hacia la superación del desastre en que vivimos.