Al lado del Manhattan Criminal Courthouse, el tribunal penal de Nueva York en el que un jurado ha declarado a Trump culpable de todos los cargos, hay un agradable pop-up bar con terraza llamado Jury Duty. Allí te puedes tomar un Judge (juez), una hamburguesa con queso, o un Defendant (Acusado), una hamburguesa vegana, mientras contemplas el trasiego del tribunal. Esta semana podías asistir a un espectáculo que retrata el nivel tóxico que ha alcanzado la política americana y por extensión, la de muchos países ricos y democráticos. Los seguidores de Trump, ataviados con la bandera de EE UU de la cabeza a los pies, alcanzaban niveles de éxtasis similares a los miembros de un culto religioso, entonando “We love Trump” a todas horas con el soniquete de una canción de misa. Allí se presentó Robert de Niro para advertir sobre el peligro que supone el expresidente, y enseguida la tribu MAGA confeccionó una pancarta en la que el actor era noqueado por Trump al estilo de 'Toro Salvaje'. Cuando se conoció el veredicto hubo aplausos y lágrimas, gritos de ¡culpable!, carreras, insultos y hasta una banda de música tocando canciones de Queen. El espectáculo debe continuar.
Aunque Trump pareció un poco noqueado al conocer el fallo, inmediatamente giró su discurso para postularse como la víctima de una conspiración en la que no faltaba ninguno de sus ingredientes habituales: Joe Biden, los inmigrantes, los enemigos de América y de la libertad, el juez, los neoyorquinos liberales, los medios no afines, el fiscal. Había ya construido un relato en el que si era declarado inocente, ganaba y si era hallado culpable, ganaba. Es la culminación de un proceso populista que ha destruido la ligazón entre lo hechos y la verdad. La condena por 34 delitos de falsificación contable, derivados de la ocultación de pagos a su abogado para silenciar a la actriz porno Stormy Daniels, es solo el último episodio de su historial de incumplimiento de la ley. El año pasado, en un juicio civil, un jurado le declaró responsable de abuso sexual y difamación, y concedió a la víctima de esa agresión, E. Jean Carroll, cinco millones de dólares. Aún debe enfrentarse a otras tres causas penales en Florida, Washington y Georgia por delitos tan graves como la malversación y sustracción de documentos, la incitación al asalto al Capitolio o el intento de amañar las elecciones de 2020.
La sentencia se conocerá el próximo 11 de julio, cuatro días antes de que sea aclamado como candidato del Partido Republicano para las elecciones del 5 de noviembre. Aunque no parece probable que vaya a la cárcel, Trump podría ser candidato y presidente incluso desde una celda. En otro momento, en otra realidad, la sola posibilidad de que su comandante en jefe fuera un delincuente sería devastadora y disparatada para unos ciudadanos que tienen interiorizado que su país juega un papel moral en la historia y que son los garantes de la democracia, la libertad y el valor en el mundo. Ahora, ni siquiera importa esa percepción ingenua de la realidad que forma parte del orgullo americano. A los votantes y donantes millonarios de Trump, desde luego que no: se han apresurado a darle su apoyo y su dinero. Solo queda la duda de si los indecisos de estados clave como Michigan, Wisconsin, Pensilvania o Georgia creerán que ser un delincuente condenado descalifica a Trump para un segundo mandato. Un segundo mandato en el que Trump ha prometido que estará guiado por el espíritu de venganza contra sus enemigos. Los enemigos de América.
Trump es transparente. Ningún americano puede decir que no conoce sus prejuicios, sus salidas de tono, su ira, su falta de filtro y pudor, su carácter autoritario y fabulador, su demagogia y su victimismo. Ha sido el unificador de tendencias populistas que ya se daban y se dan en muchos líderes de la derecha y extrema derecha mundial, y las ha llevado al límite. Ya no se debate sobre ser conservador o progresista, sobre estar a favor de unas políticas u otras. Por encima de eso, Trump y otros líderes como él han despertado entre nosotros algo sórdido y poderoso que no resulta fácil de combatir. En el fondo, la xenofobia, el desprecio por lo que Trump llama “países de mierda”, por la justicia social, el bienestar de la mayoría, la solidaridad. En la forma, la renuncia al juego limpio y al acuerdo con el adversario, el sometimiento al dinero, las ganas de revancha, la virulencia impúdica, las reacciones extremas. Y esa visceralidad del insulto tan reveladora, tan odiosa.
“I am you”, repite Trump. Él es el pueblo y el pueblo es él. Contra eso no vale la lógica, la razón y ya ni siquiera la realidad. Y afecta a todos, trabajadores o financieros. La intención de voto a Trump se disparó cuando se inició el proceso penal y multimillonarios como Stephen Schwarzman, que lo habían abandonado después de la violencia en el Capitolio, vuelven ahora al redil después del veredicto. La retórica de que el orden existente está bajo grave amenaza funciona en EE UU como funciona en España. EE UU es una “nación fallida, un estado fascista” como España es un paraíso comunista en el que se ha acabado con la igualdad entre españoles. Trump clama que si Biden es reelegido, el país seguirá convirtiéndose en “un infierno tercermundista gobernado por censores, pervertidos y criminales, una distopía sin ley, con fronteras abiertas, plagada de crímenes. Una sucia pesadilla comunista”. ¿Les suena de algo?
Trump ha sido declarado culpable de 34 cargos penales esta semana pero, a estas alturas, ¿importa eso? Como otros líderes, ha conseguido borrar la línea entre los hechos y las mentiras y ha logrado que se cuestionen leyes, instituciones y gobiernos legítimos. Y lo ha hecho solo en su propio beneficio. El edificio de la convivencia que es la democracia, cualquier democracia, es frágil, más frágil de lo que parece y cualquier complicidad, cualquier jugueteo con políticas revanchistas y xenófobas puede herirla de muerte. Los americanos lo decidirán el 5 de noviembre. Nosotros, los europeos, dentro de una semana.