Trump, a juicio
Hablo con amigas y amigos de Estados Unidos; pocos, apenas ninguna, ha votado a Trump… pero, entre mi círculo de amistades, quienes lo han hecho tienen un discurso bastante argumentado que no coincide conmigo absolutamente en nada y sobre el que he querido pensar por qué piensan según qué cosas en según qué momento. Creo en el diálogo y no en el juicio. Y no, a pesar de que Estados Unidos haya demostrado que hay 68 millones de personas (y contando) que están dispuestos a tener a un machista, homófobo, racista, acosador y psicópata narcisista como presidente, aunque desde aquí a veces nos cueste entenderlo, esos 68 millones de personas no son idiotas. Ni son tan fascistas, racistas y xenófobas como él. En primer lugar, porque equipos como él y su Steve Bannon, hay pocos… si bien es delirante ver cómo se extiende por el planeta su estúpido mensaje. En segundo lugar porque los votantes no aceptan todo, sino que valoramos qué nos conviene más y qué le conviene más a nuestro país y hacemos una decisión que nunca es completamente satisfactoria. Así que a pesar de la tristeza que provoca que 68 millones de personas estén dispuestas a sacrificar, en muchos casos, muchos de sus ideales y a pesar de su sentido común, no son todas ellas antidemócratas y racistas ni están todas ellas a favor de las castas raciales. Muchas sí, pero no todas. Son 68 millones de personas de los Estados Unidos que han votado a un enfermo para presidente por motivos muy diversos. No siempre y no todos ideológicos.
Conozco bien una parte de los Estados Unidos. He vivido ahí y viajo al país con muchísima frecuencia. Es una de mis muchas casas. Y es un país lleno de gente que admiro, de la que aprendo y con la que comparto lo que sé yo, dinámico, apasionado, valiente y sí, hay que admitirlo, que vive bastante de espaldas al resto del planeta. La ignorancia del panorama mundial de muchos de sus habitantes provoca auténtico estupor. Y sus políticas internacionales, sus guerras, su racismo estructural y su capitalismo inagotable son exasperantes. Pero es un país de esperanza. Es un país en el que hay una conciencia social impresionante de cuánto trabajo nos queda por hacer. Y uno de los más importantes, me dicen mis amigas y amigos que han votado a Biden (muchos de ellos, de ellas, porque no han podido votar a Bernie) es encerrar a Donald Trump. Juzgarlo, enfrentarlo a sí mismo y a sus conciudadanas y conciudadanos y obligarlo a rendir cuentas. Sabemos cómo su política afectará la nuestra y cómo sus decisiones forzarán el rumbo de muchas de las nuestras. Lo digo conociendo bien una parte del país y sabiendo quién lo dice. Y lo digo porque me parece que es lo justo y lo que quisiéramos hacer en lugares como España o México, dos de mis muchos países. En Estados Unidos es posible. Ojalá algún día sea posible juzgar con garantía de derechos en México a los presidentes que nos han llevado a la guerra del narco y la han perpetuado. Ojalá un día podamos en Catalunya juzgar a quienes han abusado del poder político. Y ojalá en España los juicios por corrupción continúen y aumenten. En Perú se hizo (si bien ridiculizando, absurdamente, al adversario político) y en lugares como Argentina se ha tratado de hacer. ¿Por qué no en los Estados Unidos? Este es el quiebre del país en el que nos miramos: que a pesar de su riqueza y sus contactos, que se evaporarán a medida que se aleje del poder político, el pueblo de los Estados Unidos (We, the people) puede juzgar a Donald Trump y que hay muchísimas personas dispuestas y preparadas para hacerlo.
¿Quién sabe? Tal vez si eso ocurre servirá para conversar con esos 68 millones de personas y poner en cuestión sus opiniones. Y con suerte: también para poner bajo una lupa crítica muchas de las nuestras. Es lo que deberíamos hacer: escucharnos, hacer de ciudadanía y llevar a juicio con garantías a nuestros representantes. Entre otras cosas para que las batallas no se libren histéricamente en la calle, sino civilizadamente en las cortes de justicia. Que así sea.
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