Trump no tiene el poder del relato que le hizo ganar en 2016

2 de noviembre de 2020 21:59 h

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Si analizamos la disputa electoral desde la disciplina de la comunicación política, llegaremos a la conclusión de que la victoria de Biden debería ser indiscutible. Hay tres ejes básicos que condicionan a ese juicio: 1/ En primer lugar, el biotipo que representan este año los dos candidatos. 2/ El peso argumental de los discursos de campaña de demócratas y republicanos. 3/ El factor emocional del voto anti-Trump. Como todo análisis cualitativo, la posibilidad de error siempre está abierta.  

La sorpresa de 2016 en la memoria 

Lo ocurrido la noche electoral de 2016 en Estados Unidos todavía colea. Donald Trump, pese a perder por 3 millones de votos, ganó sorprendentemente la presidencia favorecido por el sistema electoral. Hoy, las encuestas son aún más favorables para el candidato demócrata, Joe Biden, que lo eran para Hillary Clinton el día de la votación. A cambio, la incertidumbre es sin duda mayor hoy que hace cuatro años. Una aproximación cuantitativa indica un esquema similar al de la anterior campaña. Hay una significativa ventaja de los demócratas abierta a la posibilidad de que todo puede pasar. 

Desde la perspectiva de la comunicación política también cabe realizar un análisis que permita ayudar a entender lo que vaya a ocurrir. Los estudios demoscópicos, absolutamente favorables a Biden, son consecuencia de los estados de ánimo del electorado. Esa predisposición emocional de los ciudadanos tiene que ver con elementos cualitativos que, en una parte decisiva del voto, se activan según la eficacia de las campañas de comunicación de los partidos. En este terreno de investigación, la situación en relación a 2016 plantea un escenario radicalmente diferente al actual.

 

Un escenario diferente 

Estas elecciones poco o nada tienen que ver con las celebradas hace cuatro años, aunque es imposible analizarlas sin tener en cuenta aquel punto de partida. Tal y como señala Carlos Hernández, coordinador de Políticas Públicas de maldita.es, “la gran diferencia es que llevamos cuatro años con Donald Trump y eso lo está condicionando todo. Son las elecciones más importantes que ha habido en la historia moderna de EE.UU. porque pueden traer cambios mucho más profundos de los que trajo la gran sorpresa de hace cuatro años”.  

El fenómeno Trump, el auge del populismo, la extensión de la polarización, la transformación del mapa mediáticos serían suficientes elementos como para entender el profundo periodo de cambio que vive la política estadounidense. Aún faltaba una auténtica bomba para derruir el orden establecido: la llegada del COVID-19. Para Daniel Ureña, director general MAS Consulting, “la tradición marca que lo habitual es que un presidente renueve en la segunda elección, pero el contexto actual es muy diferente al estar en mitad de una pandemia. Es un terreno de juego completamente distinto. La pandemia ha roto la dinámica de la campaña, ha cambiado la forma de hacer las convenciones, ha influido en los temas de la campaña y ha generado una situación económica complicada”.

 

Cambio de perfil en los candidatos 

La batalla Trump vs Biden tiene poco que ver con la que libraron Trump y Clinton, aunque parezcan similares. El actual presidente en 2016 era el presentador de un reality de gran popularidad, famoso por su presencia mediática y por ser un crítico lenguaraz y apasionado outsider contra la política tradicional. Clinton, por el contrario, era la viva imagen de la continuidad de esa política. Su pertenencia a ese establishment se veía acentuada por ser la mujer de Bill Clinton. Este factor dinástico marcaba su figura de forma primordial. Trump representaba la esperanza del cambio. Clinton, la pervivencia de un sistema a punto de desmoronarse. 

 Donald Trump es ahora presidente de los Estados Unidos de América, con cuatro años de bagaje a sus espaldas. Ya no es una incógnita. La gente sabe lo que ha hecho y, sobre todo, cómo lo ha hecho. Es el Comandante en Jefe de un país marcado por la polarización y la confrontación. Biden, por encima de todo, es la alternativa para acabar con el trumpismo. Su principal valor es que aporta la seguridad de sepultar cuatro años que muchos quieren enterrar. Biden simboliza la serenidad de un cambio sin riesgos, sin convulsiones, sin amenazas. Trump, representa la resistencia para seguir manteniendo su poder impuesto con su estilo bravucón, pendenciero e intimidatorio. Ahora, Biden simboliza la esperanza del cambio.  

Daniel Ureña va aún más allá y considera que “el Partido Demócrata tiene un candidato bastante flojo, pero los millones de personas que van a votar a Joe Biden no lo hacen porque crean que es el candidato ideal y les encante sino porque es un voto contra Trump”. En esta misma línea, Carlos Hernández cree que “quien esté fervientemente en contra de Trump no se la va a jugar a votar a un tercer partido. Van a votar a Biden, aunque no sea su candidato soñado. El concepto del voto útil va a ser poderoso en estas elecciones”.

 

El significado del voto en 2016.  

Hace cuatro años, los 137 millones de votantes que fueron a las urnas dirimieron el interrogante esencial que marcó la campaña. Trump impuso su argumento principal. Se trataba de culpar a una clase política obsoleta y corrupta de haber monopolizado el poder en Washington y de haber dejado abandonados a los ciudadanos estadounidenses para proteger sus sucios intereses. El Make America Great Again, significaba la posibilidad de recuperar el poder para el pueblo gracias a un gestor que iba a luchar por imponer el interés colectivo frente a los corruptos dirigentes que habían secuestrado el gobierno y los medios de comunicación y que representaba Hillary Clinton.

La campaña demócrata fue enormemente débil. No supo medir la avalancha que el discurso populista de Trump les lanzaba encima. El relato de Clinton era continuista respecto a la era Obama. Se cimentaba en defender la sensatez y el mantenimiento del orden establecido en tiempos de convulsión. Los demócratas se presentaban como la mejor opción para seguir frenando la desigualdad social y para contribuir en avanzar frente a retos desatendidos durante décadas: sanidad universal, igualdad de género, diversidad racial, identidad sexual, pobreza, etc. 

Al final, algunos miles de votos decisivos desnivelaron la balanza. Entre seguir como estaban o apretar un atrayente botón rojo que implicaba hacer pedazos una realidad insatisfactoria, no hubo duda. Sectores sociales nostálgicos de aquella América fructífera y en desarrollo de épocas anteriores y que sufrían en ese momento la dureza de la amarga realidad de la crisis, la desindustrialización y la falta de esperanza apostaron por hacer estallar el sistema.

 

La pregunta y la respuesta 

Los estrategas de los dos partidos en liza han tenido claro cuál debía ser su mensaje ante estas elecciones. Sabían que quién impusiera el interrogante a resolver mediante el voto sería el ganador. Hay campañas en las que se enfrentan dos respuestas opuestas a una cuestión trascendental. En otras ocasiones, más importante que la respuesta es la pregunta. Hay casos en los que la solución está implícita en el planteamiento del problema. Es un clásico en situaciones de crisis. Por ejemplo, en un período de desánimo y pesimismo generalizado es indiscutible que, si la gente vota con la crisis como eje central de su decisión, siempre ganará el cambio frente a la continuidad. 

 En consecuencia, se presentan coyunturas en las que las campañas de comunicación más que centrarse en aportar soluciones lo que luchan es por resaltar la gravedad de un problema. Para el ciudadano, una solución siempre puede generar desconfianza, pero la identificación del gran problema que asola su vida es más fácil de identificar y de compartir. Esta campaña es un ejemplo. Biden ganará si ha conseguido trasladar a los ciudadanos que el problema mayor que tiene ahora Estados Unidos se llama Donald Trump después de haber visto cómo ha manejado la pandemia.

 

La pandemia en el foco de Biden 

Para los demócratas el gran problema de América tiene nombre propio: Donald Trump. Biden ha presentado la campaña como un referéndum sobre la figura del actual presidente. Más que pedir el voto para él, Biden promueve votar no a Trump. La categoría a derribar es la forma de gobernar de un presidente carente de ideas y de planes para solventar las dificultades que asolan al país. La mayor de ellas, el mejor ejemplo a juzgar, la crisis derivada del coronavirus. Cómo ha hecho frente Trump al COVID-19 es la mejor prueba para los demócratas de su incapacidad absoluta. Este ha sido el campo de batalla al que los demócratas han dirigido sus ejércitos. 

Carlos Hernández recuerda un hecho significativo que tuvo lugar en el debate final que tuvo lugar en Nashville: “Hay una frase en el segundo debate que resulta clave. Biden dice: ‘Si van a recordar algo de lo que digo esta noche recuerden que han muerto más de 200.000 personas y un presidente que permite eso no puede seguir siendo presidente’ En esa frase encapsula todo su mensaje”.

 

Trump, entre la defensa y el ataque

 Los republicanos han intentado abrir algún frente donde pudieran dañar a Biden. Sabedores de que el coronavirus es su punto débil, han intentado huir de ese debate. Trump ha defendido que era un asunto ya pasado y que la vacuna va a estar disponible en un par de semanas y que será distribuida gratuitamente por el ejército. La tradicional October Surprise, que suele condicionar tradicionalmente cada campaña, ha sido este año que Trump contrajera una enfermedad que consideraba prácticamente un invento de la prensa. Saben que si la gente va a votar sobre la gestión frente al COVID, la era Trump ha muerto. Por eso, han intentado recuperar el mensaje de 2016 fijando la imagen de Biden como la del vicepresidente de Obama. Su pertenencia a esa clase corrupta que dominó el poder hasta la llegada de Trump. Se han intentado fijar en los supuestos negocios sucios de la familia Biden y en particular de su hijo Hunter. 

El relato de campaña de Trump ha sonado más a débil reivindicación que a una argumentación contundente. Daniel Ureña señala que “el relato de campaña de Trump se ha centrado en que el Partido Republicano viene con una serie promesas que están cumpliendo, que están dando la batalla cultural en temas sociales como la defensa de la vida y que los datos económicos eran buenos hasta que empezó la pandemia”. Carlos Hernández considera que “si Trump hubiese hecho caso a sus asesores, debería haber estado hablando permanentemente de economía: ‘Ahora las cosas están mal, pero yo logré una buena situación económica y estoy capacitado para volverla a repetir”.  

El otros aspecto que se ha mantenido subyacente durante toda la campaña es la cuestión de la raza. Nadie se atreve realmente a definir a quién beneficia y a quién perjudica todo lo sucedido a raíz de la muerte de George Floyd y tras los numerosos incidentes que se sucedieron. Ureña recuerda que “falta por medir si el mensaje de Trump de ley y orden frente a toda la violencia y todos los disturbios que se generaron tras el movimiento Black Lives Matter va a beneficiar a los demócratas o va a movilizar a la base republicana”.

 

El factor emocional cambia de bando  

La gran diferencia respecto a 2016 que convierte a Joe Biden en el principal favorito es que el factor emocional hoy está del lado de los demócratas. En los procesos electorales, los expertos saben que los votos decisivos de los indecisos acaban por determinarse más por factores emocionales que racionales. Hace cuatro años, el elemento pasional que dominó la votación fue el de hacer estallar un sistema al que se consideraba culpable no sólo de no haber hecho frente a la crisis vivida en la última década. También se le criminalizaba por haber sido responsable de contribuir a esa crisis por defender bastardos intereses privados. Los demócratas carecían de un impulso emocional. Sólo prometían serenidad y racionalidad. 

En la votación de hoy, la escena es radicalmente opuesta. Los republicanos han intentado mantener viva la misma llama de hace cuatro años. Han buscado revivir el impulso contra el poder político-mediático que dominó Washington durante las últimas décadas. Han defendido la idea de que la tarea iniciada aún no está terminada y que son necesarios cuatro años más para hacerla efectiva. Parece que el argumento tiene hoy menos fuerza que en 2016. Mientras tanto, los demócratas tienen un trampolín emocional muy poderoso: acabar con Trump. En esta ocasión, no necesitan nada más. Hay millones de norteamericanos para los que su figura es una pesadilla de la que pueden despertar gracias a su voto. La fuerza de ese impulso emocional es lo que va a determinar el resultado de estas trascendentales elecciones.

 

Nada será igual después de las elecciones 

La irrupción de Trump en la historia política de Estados Unidos dejará huella tanto si gana la reelección como si cae derrotado. El impacto de lo que suceda no afectará únicamente a los norteamericanos. Tal y como explica Daniel Ureña, “ahora el mundo está en una encrucijada. Trump ha cuestionado muchos consensos y muchos dogmas que estaban asumidos y que la corrección política había impuesto a nivel internacional. Si Trump gana la agenda conservadora va a salir muy reforzada a nivel internacional”. Muchos líderes y partidos populistas ultranacionalistas van a sentir reforzados sus postulados y considerarán una victoria de Trump como el impulso que necesitaban para llevar adelante su proyecto global. 

La derrota de Trump no es desde luego simplemente un revés personal. Implicaría la demostración de que la democracia ha sido capaz de acabar con alguien que ha intentado dominarla y retorcerla hasta donde nunca nadie se había atrevido a llegar. Por este motivo, Carlos Hernández asume que “si gana Trump supone una legitimación de lo que ha venido haciendo, como querer quedarse más de ocho años como presidente aunque la Constitución lo prohíba. Si gana Biden supondrá que hay una mayoría de americanos que quiere a un presidente que sea una figura que trate de unir a los americanos y apelar a sus mejores ideales”.