El triunfo de Trump puede llegar a ser un nuevo problema para la Unión Europea y no solamente por sus anuncios respecto de reconsideración de sus acuerdos comerciales internacionales o su intención de hacer pagar a los europeos su propia defensa, sino porque pilla a la Unión en una situación que podría calificarse de “pollo sin cabeza”.
Dirigida por un ingeniero de la elusión fiscal (el Sr. Junker), la Comisión Europea se está convirtiendo en una madrastra cuya actividad lo único que está promoviendo son planes de escape de la casa compartida. Un ejemplo de incompetencia es la situación de España en la Unión en relación a su déficit presupuestario y la urgencia en conocer qué a va a hacer el nuevo Gobierno. Si, por un lado, se han multiplicado las expresiones de satisfacción desde la Comisión y ECOFIN por el éxito de las políticas de ajuste llevadas a cabo, por otro, se ha llegado a amenazar a España con la retirada de los fondos estructurales por no cumplir con el objetivo de déficit.
Se ha llegado a involucrar al Parlamento Europeo en la estrategia de sanciones. ¿Se ha pretendido dar una pátina de democracia europeísta a los programas de ajuste? Si esta ha sido la intención, el resultado ha sido un poco penoso, no solo porque el Parlamento no ha estado dispuesto a aprobar la sanciones, sino porque en el caso de haberse registrado discrepancia entre su resolución con lo que, después, aceptó el ECOFIN –apremiar los nuevos presupuestos, dejando sine díe la posibilidad de sanciones– se había producido un despropósito. No solamente por tratarse de los fondos estructurales –acordados en las perspectivas financieras anuales, tras largos procesos de negociación entre los cada vez más rácanos gobiernos e incluidos en los presupuestos anuales de la Unión Europea aprobados en codecisión por el Parlamento Europeo– sino porque se habría alimentado un nuevo episodio de la crisis institucional congénita a la construcción europea.
El problema viene de lejos, está íntimamente ligado al debate sobre la representatividad de las instituciones comunitarias. Este tema acompaña a la Union Europea desde su fundación, bajo el calificativo de “déficit democrático”. ¿Qué se quiere decir? Pues algo muy sencillo, que el Parlamento Europeo no tiene competencias semejantes a las de un parlamento nacional, ni en el nombramiento del presidente de la Comisión, ni en iniciativas legislativas, ni en el control de los actos de la Comisión Europea y, –faltaría más– tampoco tiene nada que decir sobre quienes realmente dirigen la integración comunitaria: los gobiernos nacionales.
La crisis económica ha dejado desnudo al supuesto rey europeo: la Comisión. Por fin ya se sabe que es una delegación de los intereses de los gobiernos; cuando estos se llevan bien la Comisión funciona bien, cuando éstos no se llevan tan bien la Comisión no funciona y el “motor de la integración” se gripa. Y en estas estamos. No fue posible un plan común frente a la crisis financiara, no lo es el abordaje del problema de los refugiados, tampoco se sabe qué hacer en los conflictos internacionales, ni con Rusia ni con los EEUU ni sobre los problemas de Ucrania ni sobre los de Siria y aledaños. Tampoco con Turquía.
Pero hay una gran excepción: la unanimidad contra quienes cuestionan el actual estado de cosas. Rápidamente, el coro va incorporando desde los presidentes de la Comisión y del Parlamento al del Eurogrupo y a cualquiera que se atribuya una mínima autoridad. Sucedió con Grecia y ha sucedido en estos días con Valonia y el triunfo de Trump, en medio el Brexit.
Con independencia de las valoraciones que se tengan sobre la política en Grecia o cualquier otro país, ¿las instituciones comunitarias no debieran de ser neutrales en los procesos políticos? Pues bien empieza a ser costumbre que desde “Europa” se opine sobre las candidaturas, los programas y los resultados. (A ver qué pasa en los previstos en Alemania y Francia).
En el caso del anuncio del referéndum británico fue absolutamente bochornoso ver cómo la Comisión y los gobiernos corrieron a hacer concesiones al Gobierno de Cameron que favorecieran la opción de rechazar la salida de la Unión, ¿en nombre de quién? ¿Se consultó al Parlamento Europeo? ¿Se respetó el contenido del Tratado de Lisboa?
Más claro –e indecente– ha sido el caso más reciente de Valonia. El rechazo del Parlamento de esta región belga al Acuerdo de Libre Comercio de la Unión Europea con Canadá (CETA) ha desencadenado un torrente de crítica hacia el sistema de regionalización belga y su sistema de decisión parlamentaria. Tres millones de personas contra 500 millones. ¿De verdad? ¿500 millones a favor del CETA? Nuevamente a correr a renegociar en vez de promover debates en los parlamentos nacionales y en el propio de la Unión Europea; resultado: la capuza y la ocultación de acuerdos de resultado incierto.
Hoy, del Brexit mejor no hablar. Una vez más el poder británico se impone. Nadie discute el derecho británico a fijar el día y ahora del inicio de unas conversaciones. ¿Qué pasa con los 435 millones de europeos no británicos? Pues, … wait and see.
Con este panorama se produce la dimisión del presidente del Parlamento Europeo (el Sr. Schulz) dejando a las claras que incluso a los más europeístas el compromiso con sus electores europeos es menos importante que las opciones laborales en territorio propio. Y en enero habrá otro presidente rotativo del Consejo Europeo.
Si Trump se anima a suspender las negociaciones del TTIP, ¿qué haremos los europeos? Para la dirigencia europea, el TTIP era y es la única opción estratégica en el incierto escenario que caracteriza a la actual situación política y económica mundial. De haberse producido un amplio debate, se habrían presentado alternativas.
Si Trump sigue adelante con sus planes de reducir la contribución a la OTAN, ¿qué harán los gobiernos europeos? De nuevo habrá que elegir entre “cañones o mantequilla” tal y como resumió el Nobel de Economía Paul Samuelson en su internacionalizado manual de economía.
¿Quién tomará la decisión? Es demasiado lo que nos jugamos. La lista de asuntos pendientes aumenta a ritmo infernal. No tenemos derecho a la abstención.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.