Lamentablemente, es necesario volver a insistir en el caso de la empresa Unipapel, que ya tuve ocasión de comentar a comienzos de junio en este mismo periódico (“Unipapel: una parábola del terrorismo empresarial”). Lo que entonces se anunciaba como inminente (el desmantelamiento provocado) ya se ha producido. Recordemos lo esencial muy brevemente.
En 2013, Unipapel (una sólida empresa de productos de artes gráficas –material escolar y de oficina, sobres y papeletas electorales, papelería para partidos políticos, empresas y entidades oficiales...– nacida en 1976 y líder del sector en España, no exenta de problemas, pero perfectamente viable) fue vendida por su propietario –el grupo Adveo– a un fondo de inversión con sede en Suiza: Springwater Capital, propiedad del controvertido financiero Martin Gruschka.
La operación dejaba entrever desde un comienzo aspectos poco claros: Adveo mantenía la propiedad de las instalaciones y la maquinaria, acordaba con Springwater actuar como proveedor y aceptaba un precio que nunca se ha hecho totalmente explícito, pero que resultaba extrañamente reducido (16 millones de euros, al parecer no desembolsados realmente).
Desde ese mismo momento empezó el verdadero calvario para la empresa. Si bien las declaraciones de Gruschka fueron más que esperanzadoras, casi de inmediato se desencadenó una secuencia muy característica en este tipo de compradores: ralentización del ritmo productivo (trabajando en base a los stocks, pero frenando los aprovisionamientos y caída de la producción de más de un 30% en un año), incumplimiento de pedidos, retrasos de pagos o impagos a trabajadores, proveedores, Hacienda y Seguridad Social, descapitalización creciente, dificultades financieras y práctica paralización de la producción en noviembre de 2015.
Tras la apertura de un concurso de proveedores, finalmente en julio de 2016 se ha producido el cierre práctico de la empresa y un Expediente de Regulación de Empleo Temporal (ERTE) para la totalidad de la plantilla (316 trabajadores en ese momento). Una situación frente a la que una parte de los trabajadores interpuso en agosto una demanda por la vía penal tanto a Springwater como a Adveo por “alzamiento de bienes, falsedad documental, simulación contractual, estafa y delito contra los trabajadores” en la compraventa, que consideran una operación artificiosa acordada para generar la insolvencia de la empresa y desprenderse con los menores costes posibles de los trabajadores. Admitida a trámite por el juzgado correspondiente, el 26 de octubre ha tenido lugar en Madrid el comienzo del juicio.
Una situación lamentable, pero de ninguna forma puntual: y eso es lo terrible. Es la pauta de actuación habitual de Springwater, un fondo de capital riesgo especializado en la adquisición de empresas con problemas, de las que trata de obtener rentabilidades elevadas en poco tiempo a costa de lo que sea (“Nosotros vemos valor donde otros no lo ven”, destacan en su web), y que sólo en España ha formado en poco tiempo (empezó a operar en 2012) un conglomerado de una quincena de empresas (Delion, Miró, Pullmantur, Nautalia, Sgel, Aernnova...) con más de 14.000 trabajadores en total y gestionadas casi siempre con criterios similares o, cuando menos, muy discutible. No hay más que ver lo que está sucediendo con Pullmantur o Miró. No se trata, por tanto, de un tema irrelevante.
Pero lo verdaderamente grave es que no es tampoco un caso ni mucho menos excepcional: con diferentes variantes, es la forma de operar arquetípica en los fondos de capital riesgo de este tipo (no se confundan con los fondos de capital riesgo que invierten en proyectos de emprendimiento emergentes –los denominados de “venture capital”– ).
Los fondos de los que hablamos –a veces denominados “fondos buitre”– son fondos que se caracterizan esencialmente por comprar activos a precios muy bajos (porque corresponen a países, entidades o empresas con muy serias dificultades económicas) con el objetivo de revenderlos en el menor tiempo posible con altas plusvalías. Su campo más habitual de operaciones es la deuda (frecuentemente pública) o el sector inmobiliario, pero no desprecian tampoco las oportunidades que surgen en el mercado empresarial. Un mercado en el que, pese a su discurso general, no aportan ni una especial profesionalidad ni cualificación técnica ni ánimo de inversión: sólo capacidad de generar plusvalías en poco tiempo vendiendo las empresas o sus activos (previamente troceados), aunque para ello hayan tenido que poner en peligro su viabilidad a largo plazo.
Lo normal, por ello, es que se fijen en empresas claramente infravaloradas por alguna razón (problemas entre los socios, conflictos en la herencia en empresas familiares, dificultades de financiación...) y, sobre todo, en empresas en mala situación cuyos activos pueden valer por separado más que el conjunto de la firma. Su lógica de funcionamiento suele ser esquemática (ver sobre esto el artículo de José Moisés Martín Carretero en estas mismas páginas “Tan fácil como hacer rosquillas”): compra con apalancamiento (endeudamiento), frecuentemente con cargo a la empresa comprada; reestructuración inmisericorde para reducir drásticamente costes; despidos; mejora de los resultados a corto plazo –lo que no significa mejora de su viabilidad futura– o troceamiento de la empresa y de los activos; y venta (de la empresa, de sus posibles divisiones o de sus activos). Veremos qué pasa con Unipapel.
Es una lógica en buena medida especulativa, en la que el fondo hace una apuesta a corto plazo y con la que puede conseguir una rentabilidad elevada, pero en la que no son nada infrecuentes resultados negativos. Es algo con lo que cuentan de entrada estos fondos, por lo que invierten en muchas operaciones, para que las pocas que salgan bien compensen (y muchas veces lo hacen con creces) a las que muchas que fallan, consiguiendo así un resultado neto positivo. Una lógica que no busca precisamente el reflotamiento ni el saneamiento de empresas, sino sólo la máxima ganancia posible en operaciones de compraventa en el mínimo tiempo posible. Una lógica, también, en la que muchas empresas que podrían salir adelante por otras vías acaban arruinadas por el desbordado apetito cortoplacista de estos fondos, que consigue en muchos casos forzar artificialmente los resultados inmediatos a costa de asfixiar la viabilidad empresarial futura.
Y como decía, se trata de una forma de actuación cada vez más frecuente en nuestro país (y en todo el mundo), en el que fondos de este tipo o próximos han entrado como elefantes en cacharrería en numerosos sectores: ver sobre el gas el muy ilustrativo artículo de Rodolfo Rieznik “Los fondos de inversión se hacen con las infraestructuras de gas”, el caso de Panrico que comenta el citado artículo de Martín Carretero, la empresa de pilas Cegasa, la cadena de tiendas de moda Blanco o los casos ya mencionados de otras empresas de Springwater muy similares al de Unipapel.
Estamos, en este sentido, ante un auténtico destrozo premeditado: un desmantelamiento de ámbitos importantes del tejido productivo nacional por parte de aventureros de las finanzas disfrazados de salvadores de empresas, pero que hacen con ellas apuestas insensatas que demasiado frecuentemente las llevan a la ruina. Y con ella a la de sus trabajadores y sus familias, así como a dificultades sobrevenidas para empresas proveedoras y a deudas con la Seguridad Social y Hacienda y a ayudas públicas que se costean con el dinero de todos. Sólo un dato adicional sobre esto último: según estimaciones del Comité de Empresa de Unipapel, el coste que para el Estado supone su cierre se eleva a no menos de 28 millones de euros (FOGASA, desempleo, Seguridad Social y devolución de IVA a acreedores), al margen de las deudas declaradas de aproximadamente 30 millones adicionales.
En definitiva, uno más de los muchos escándalos económicos ante los que asistimos atónitos, pero que no deberían considerarse inevitables, porque el Estado tiene medios para impedirlos o al menos controlarlos mejor. Y frente a los que es urgente la reación de la ciudadanía.
Y mientras tanto, para más inri, la Comunidad de Madrid acaba de conceder la explotación de la plaza de toros de las Ventas a una UTE de la que forma parte relevante Nautalia, empresa de Springwater que tiene como administrador único a ese probo gestor llamado Martin Gruschka.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.