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Utoya en el corazón

La disputa por el monumento a las víctimas de Utoya, en manos de la justicia

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Utoya es un nombre que quienes queremos construir una Europa sin odio tenemos grabado en el corazón. El 22 de julio de 2011 el neonazi Anders Breivik ejecutó un plan que terminó con la vida de 77 jóvenes militantes de las juventudes socialistas en Noruega. Los atentados en Oslo y la posterior ejecución de los chavales y chavalas en el islote de Utoya al grito de ¡tenéis que morir todos! mostró lo frágil que puede ser la democracia. La masacre de Utoya fue un intento de borrar en unas horas a toda una generación política de Noruega: jóvenes comprometidos que apostaban por la interculturalidad, la igualdad de género y la diversidad sexual. Chicas y chicos implicados en el futuro de su país y que fueron asesinados por su ideología.  

Utoya es memoria y tristemente presente. Aquellos 77 asesinatos fueron crímenes de odio por motivos ideológicos al igual que el asesinato de la diputada laborista Jo Cox en Reino Unido. En España, hace unas semanas Samuel Luiz fue asesinado al grito de maricón. Probablemente también existan motivaciones de odio en el asesinato de Isaac López hace solo unos días en Madrid. Lucrecia Pérez fue asesinada por racismo, Sonia Rescalvo por transfobia y Rosario Endrinal, por aporofobia. Aitor Zabaleta, Guillem Agulló o Carlos Palomino fueron asesinados a manos de grupos de ultraderecha. 

“Los mayores males del mundo son los males cometidos por don nadies” nos dejó como lección Hannah Arendt. En 'Eichmann en Jerusalén' Arendt conceptualiza la banalidad de mal para explicar cómo las mayores atrocidades pueden ser cometidas por personas corrientes. “A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo” escribió Hannah Arendt sobre el juicio a Adolf Eichmann, responsable de la deportación y ejecución de millones de personas del pueblo judío en los campos de concentración nazi. La reflexión de la filósofa alemana está extraordinariamente vigente. ‘Son chicos del barrio’, ‘Tenía una vida normal’ o ‘Pertenece a una familia corriente’ son discursos que hemos escuchado sobre autores de terribles asesinatos, agresiones o violaciones. Quienes promueven y difunden la intolerancia, quienes discriminan, agreden y asesinan por motivos de odio puede que no parezcan socialmente “monstruos”, quizá incluso parezcan gente educada y respetable. Puede que sean personas normales y corrientes que viven en una sociedad que consiente el rechazo hacia quien piensa, actúa o parece diferente. Por eso debemos permanecer especialmente vigilantes, por eso el riesgo de no combatir a la ultraderecha es extremadamente alto.

El odio, la intolerancia y la violencia no llegan de repente. A todo crimen de odio siempre le precede un discurso que previamente legitima esos actos. El fascismo es una lluvia fina que en cada gota tiene palabras que dañan la democracia. Palabras que deshumanizan, que rompen puentes, que no reconocen las diferencias inherentes a una sociedad libre. El mejor paraguas para esa lluvia fina es una ciudadanía crítica, reflexiva y dialogante. Una ciudadanía formada e informada que reconozca que en nuestra sociedad tenemos que caber todos, muchos y diferentes porque somos muchas y diferentes. Una ciudadanía sensible a la injusticia y compasiva frente al sufrimiento, una ciudadanía intolerante con lo intolerable.

En el décimo aniversario de la masacre de Utoya tenemos la obligación de recordar a aquellos jóvenes progresistas que fueron asesinados en un campamento de verano. La democracia se daña y resquebraja fácilmente y la indiferencia y el olvido no es una opción para quienes aspiramos a una Europa sin odio. La democracia se apuntala y defiende cada día en los hospitales, las escuelas y en nuestras familias. La democracia no es, la democracia la hacemos. Con memoria y sin odio, Utoya en el corazón. 

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