El Estado español es racista. Lo es cuando sus instituciones, y los agentes públicos que las representan, actúan de forma arbitraria y discrecional contra quienes no responden al patrón que se canturrea en el ‘yo soy español, español, español’.
Desde hace años, caso tras caso, distintas sentencias, hechos e informes vienen constatando que las autoridades españolas actúan (o permiten que se actúe) con un sesgo racista hacia las personas que por el color de su piel se podría interpretar que no son ‘de aquí’.
Ya sé que decir que España es racista es políticamente incorrecto. De hecho, la creencia mayoritaria (casi unánime) es que no lo somos: solo el 0,4% de los españoles (datos del último CIS) considera que el racismo es un problema del que tengamos que preocuparnos. A pesar de tenerlo delante, nos cuesta tanto verlo. “Seremos muchas otras cosas, pero racistas… no”.
Sin embargo, el trato cruel, inhumano y degradante que hay tras muchas de las decisiones políticas e institucionales que se toman en las fronteras, en los centros de internamientos y con las identificaciones policiales callejeras, demuestran todo lo contrario. Y nuestro sesgo inconsciente para no verlo como racismo, también.
Hace unos días, por fin, una madre y un hijo se reencontraron tras haber sido forzados a estar incomunicados y separados por la Consejería de Bienestar Social de Melilla. Esta viene siendo una práctica habitual de una institución que trata de forma desigual a quienes no son 'de aquí' aunque ello (o precisamente por ello) suponga infligir un sufrimiento innecesario a madre e hijo. No es el primer caso en el que se retuerce la ley que pide comprobar el ADN cuando, al entrar por la frontera, no se puede documentar la filiación. Y se hace hasta el extremo de ir contra el propio interés del menor y la ética más elemental del trabajo social. A pesar de ‘este final feliz’, Women´s Link llevará el caso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Este mismo Tribunal y también la misma ciudad (Melilla) fueron protagonistas hace menos de un mes de una sentencia histórica: las ‘devoluciones en caliente’ aprobadas por el Gobierno de Rajoy, son ilegales. Dice la resolución que violan el Convenio Europeo de los Derechos Humanos que prohíbe los retornos colectivos y obliga a garantizar el derecho de recurso efectivo de las ‘personas devueltas’. Ahora el Estado español deberá indemnizar a los dos demandantes que contaron con el apoyo de otra organización para llegar hasta el Alto Tribunal. Una ínfima parte del número total de personas cuya integridad física se ha visto dañada por una práctica que todo el mundo advertía que era ilegal.
En otros casos ni se advierte que la práctica es ilegal. Es el caso de las mujeres marroquíes que portan paquetes de hasta 70 kilos sobre sus hombros por 4€ cada uno. Las llamadas porteadoras que cruzan nuestros puestos fronterizos con Marruecos bajo la mirada de nuestras autoridades que hacen la vista gorda a ante una actividad peligrosa para ellas y que se asemeja todo al contrabando, pero se nombra como ‘comercio atípico’. Un negocio que destroza a las mujeres y enriquece a quienes se aprovechan de su miseria a uno y otro lado de la frontera. Porteadoras que sufren los golpes y empujones, no solo de sus compañeras de suplicio, sino de la propia Guardia Civil y Policía Nacional que no quiere que interrumpan el tráfico ni obstaculicen los pasos.
Una actividad que se ha cobrado la vida de 12 mujeres en los últimos meses. La última a principios de este mes de noviembre. Sin embargo, la Delegación de Gobierno duda de la veracidad del último caso, en vez de investigar qué papel juegan las Fuerzas de Seguridad en cada una de las avalanchas en las que las porteadoras mueren aplastadas. Nadie hace nada aunque mueran. No son de las nuestras. Eso es racismo.
Ese argumento, el de ‘no son de los nuestros’ es el mismo que esgrime Juan José Imbroda, presidente de Melilla, cuando justifica la falta de protección a los niños extranjeros no acompañados, de entre 5 y 17 años, que duermen en las calles de su ciudad. Estos son víctimas de todo tipo de abusos y peligros ante el manido argumento de que si están así es porque quieren y que, además, debería ser Marruecos quien se hiciera cargo de ellos. No son ‘hijos nuestros’, dice la máxima autoridad de esos 12 kilómetros cuadrados. Una afirmación vulnera de lleno el Protocolo de actuación en estos casos de 2014, la Ley de Infancia y Adolescencia española y por supuesto, la Convención de los Derechos del Niño. Pero como no son nuestros, todo vale. Eso es racismo.
Lamentablemente, no hay renglones suficientes para seguir nombrando las vulneraciones que de palabra, obra y omisión protagonizan nuestras instituciones por motivos racistas. No solo en Melilla porque este racismo, el que no nos preocupa, tiene lugar en todas partes: en las calles donde tienen lugar las identificaciones policiales arbitrarias, en los centros de internamiento -que no son de acogida sino de retención de personas en condiciones inhumanas- o en los plásticos de nuestros huertos del Mediterráneo donde las condiciones de explotación laboral se pasan por alto por un amplio abanico de funcionarios… Y eso, que pasa delante de nuestros ojos y no vemos, es racismo. Lo es.