Son las diez y media de la mañana. Me encuentro sentado en una pequeña sala delante de un ordenador. En la pared hay cuatro fotos en blanco y negro de Francisco Franco reunido con otros tantos mandatarios internacionales. A mi espalda reposa un busto negro que representa a un “Generalísimo” ya entrado en años. Del muro más alejado de la habitación cuelga un retrato en el que se le ve con uniforme militar de gala y supuesta pose de estadista; sin embargo, la gran bola del mundo que aparece junto a él evoca, más bien, esa figura grotesca del Gran Dictador que clavó el genial Charles Chaplin.
Pasan los minutos, miro a un lado… a otro… y no dejo de preguntarme: ¿Qué hago yo en este altar dedicado a glorificar al hombre que asesinó a cientos de miles de españoles, al tirano que encarceló y represalió a millones de compatriotas, al golpista que secuestró nuestras libertades durante casi cuarenta años, al machista que condenó a la mitad de la población a la cocina, la crianza, la cama y la pata quebrada? La respuesta está en el ordenador que tengo frente a mí. No estoy aquí por morbo, curiosidad o placer; estoy aquí por obligación. La Fundación Nacional Francisco Franco posee 27.357 documentos oficiales del Estado español. En la España democrática del siglo XXI cualquier periodista, historiador e investigador que busque documentación sobre la dictadura tiene que pasar por este obsceno museo dedicado a santificar al genocida.
Mi perplejidad va creciendo según buceo en la información que aparece en la pantalla. Telegramas remitidos por los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores, informes de la Dirección General de Prisiones, proyectos elaborados por diversos ayuntamientos, decretos del Ministerio de Justicia, notas del Consejo de Ministros… Casi 30.000 documentos oficiales que deberían estar almacenados en archivos estatales y que se encuentran secuestrados por los herederos del dictador. Eso sí, al menos su consulta es rápida y sencilla; todo está digitalizado gracias a los más de ciento cincuenta mil euros de dinero público que José María Aznar, cuando era presidente del Gobierno, otorgó graciosamente a la fundación.
Según avanzo en el análisis voy constatando lo evidente. Los archivos están depurados, seleccionados, manipulados... ¿Alguien podía imaginar que los verdugos iban a airear las pruebas de sus crímenes? Apenas hay un par de documentos sobre prisioneros de guerra republicanos y, en cambio, varias decenas sobre voluntarios de la División Azul capturados por las tropas soviéticas durante la II Guerra Mundial. Salvo algún papel intrascendente, el grueso de la documentación del periodo 1939-1943 ha desaparecido. Esos años en los que Franco fue aliado fiel de Hitler y de Mussolini, en los que las calles de España se llenaron de cruces gamadas y de retratos del Führer, en los que los barcos nazis repostaban en nuestros puertos, en los que la Gestapo campaba a sus anchas por Madrid o Barcelona, en los que se enviaban minerales a las fábricas de armamento de Berlín, en los que Serrano Suñer y otros mandatarios del régimen viajaban con frecuencia al territorio del Reich para coordinar sus esfuerzos bélicos y represores, en los que los agentes nazis capturaban a exiliados españoles en Francia para entregarlos a la policía franquista… esos años han sido borrados de la Historia.
Pasan las horas y, como investigador, cada vez me siento más humillado. He visitado archivos por toda Europa. No creo que sea necesario decir que no tuve que acudir a ninguna Fundación Adolf Hitler en Alemania para acceder a los documentos de los campos de concentración nazis, ni a una Asociación Philippe Pétain en Francia para obtener copia de la información oficial generada por el Gobierno colaboracionista de Vichy. No puedo dejar de preguntarme qué habrán pensado y qué pensarán de nosotros, como país y como democracia, los investigadores franceses, británicos, alemanes o estadounidenses que hayan estado sentados en esta misma silla. Qué opinión tendrán de una nación que no solo permite que sea legal una fundación dedicada a “la difusión de la memoria y la obra” de un dictador, sino que la financia con dinero público, concede exenciones fiscales a quienes le donan fondos y tolera que custodie una documentación oficial que en cualquier país civilizado reposaría en archivos estatales y públicos.
En este santuario franquista, ¿a quién puede extrañar que apenas haya referencias documentales a la sistemática y sangrienta represión ejercida durante cuatro décadas? Una de las escasas excepciones es un documento de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1972. En él se alerta sobre actividades estudiantiles contrarias al régimen. Se detallan reuniones, actos clandestinos y se señala con nombre y apellidos a un profesor universitario del que se dice que “utilizó su clase para criticar al Gobierno”. Me pregunto qué sentiría ese docente si supiera que su historia y su expediente siguen custodiados por sus verdugos.
Este último pensamiento me lleva a salirme de mi perfil profesional. Además de periodista e investigador, soy descendiente de víctimas del franquismo. No me gusta incidir en ello, pero creo que en este caso es necesario poner también el foco en este aspecto porque son muchos los hijos, nietos y bisnietos de represaliados que, buscando información sobre sus ascendientes, habrán pasado o tendrán que pasar por este siniestro lugar. Mi abuelo fue “paseado” en el otoño de 1936 por falangistas y guardias civiles por haber militado en la UGT; mi tío acabó en el campo de concentración nazi de Mauthausen después de que Franco pactara con Hitler su deportación, junto a más de 7.000 españoles que habían sido capturados por las tropas alemanas durante la invasión de Francia. Vuelven las preguntas a mi cabeza: ¿Es sana una democracia que obliga a los familiares de las víctimas de la dictadura que investigan la historia de sus seres queridos a visitar una fundación que hace apología de sus verdugos? ¿Qué diríamos si los descendientes de los judíos víctimas del Holocausto tuvieran que sentarse en una sala con retratos de Hitler para indagar sobre el terrible destino de sus antepasados? ¿Qué ocurriría si el hijo o la viuda de un asesinado por ETA tuviera que visitar la Fundación Artapalo, repleta de retratos de etarras y de serpientes abrazadas al hacha, para buscar información sobre el asesinato de su padre o esposo?
Son preguntas simples con contestaciones aún más sencillas. Y siendo así, ¿por qué en 40 años de democracia se sigue permitiendo la existencia no solo de esta fundación, sino de otras como la Ramón Serrano Suñer, la Proinfancia Queipo de Llano o la José Antonio Primo de Rivera que están dedicadas a enaltecer el fascismo, la dictadura y la represión? No sé si es parte de la respuesta, pero en cualquier caso resulta sintomático lo que encuentro en la propia pared, que aún tengo frente a mí, en la Fundación Francisco Franco. Un documento enmarcado con sumo cuidado, junto a las fotos del dictador, ordena al Abad de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos que “habiéndose Dios servido llevarse para SI, a SU EXCELENCIA EL JEFE DEL ESTADO Y GENERALÍSIMO DE LOS EJÉRCITOS DE ESPAÑA, DON FRANCISCO FRANCO BAHAMONDE (q.e.G.e.) (…) os encarezco los recibáis (los restos mortales) y los coloquéis en el Sepulcro destinado al efecto, sito en el Presbiterio entre el Altar Mayor y el Coro de la Basílica…”. El escrito está fechado en el “Palacio de la Zarzuela, a las dieciséis horas del día 22 de noviembre de mil novecientos setenta y cinco” y firmado por “Yo el Rey”.