El voto emocional masculino
En el debate parlamentario que condujo a la aprobación del sufragio femenino en España y que defendía Clara Campoamor, Victoria Kent apostó por su aplazamiento hasta que las españolas, ancladas en la sumisión al marido y la obediencia al confesor, fueran maduras para sentir suya la República. El diputado José Álvarez Buylla aseguró que darle el voto a la mujer era poner “un arma política que acabaría con la República” y otro diputado concluyó que la mujer no podía votar porque era “toda pasión y emoción y no tenía ningún espíritu crítico”. En defensa del voto femenino Miguel de Unamuno escribió un artículo en el diario El Sol, 'El confesionario y las mujeres en España', en el que atribuía todas estas objeciones al “antojo histérico masculino de que la mujer española está manejada, desde el confesionario, por el clero regular o secular”.
Como escribió Unamuno, “a propósito de eso del voto a la mujer, ¡se ha oído cada cosa!”. Nunca se cumplió que las mujeres votaran en su mayoría a las opciones más conservadoras, ni en España ni en ningún otro lugar, ni que eligieran la misma opción política que sus maridos. El sexo constituye una categoría demasiado genérica que incluye a personas muy diversas y con distintos intereses socioeconómicos y políticos, pero, con todo, los partidos con agendas redistributivas han sido tradicionalmente los preferidos del electorado femenino, que vota en positivo (no en contra de) y no suele decantarse por partidos extremistas. Su evolución democrática tiene más que ver con el aumento de la participación en la vida pública y un mayor activismo, pero la moderación sigue siendo una constante del voto femenino en Europa y EE UU.
No ha sucedido así en el caso de los hombres y a esto debe en buena parte su auge la ultraderecha. Dos tercios de los votantes de Vox son hombres. Ocho de cada diez votantes que se han pasado a Vox desde otras opciones políticas son hombres. En esta campaña atípica, medios y encuestas ya alertaban de que había un millón de votos masculinos que se habían trasladado desde el PSOE a PP y Vox y se correspondían a hombres iracundos y enfadados con Pedro Sánchez, no solo por sus pactos de gobierno, también por las leyes y políticas feministas. Es el voto masculino más emocional que pragmático o racional, y que existe y aumenta aunque no esté apoyado por informaciones contrastadas.
Los españoles votaron, saltó la sorpresa y se hizo patente la brecha de género electoral: según Metroscopia, entre las mujeres, el voto a los partidos de izquierda ha superado a los de la derecha en más de 1,1 millones; entre los hombres, la ventaja de la derecha sobre la izquierda ha sido de 1,5 millones de votos. La suma de los conservadores y de la ultraderecha debe su triunfo relativo a los varones jóvenes y de mediana edad, de clase trabajadora y media que sienten lo que Michael Kimmel, en su libro 'Hombres (blancos) cabreados', llama “la ira del hombre blanco que brota de la potente fusión de dos sentimientos: la superioridad y el victimismo”. La indignación masculina, que puede ser legítima, se nutre de un sentimiento de “agravio comparativo”, la sensación de que las ventajas a las que creían tener derecho les han sido arrebatadas. Los hombres sienten que les han desplazado del lugar que han ocupado durante siglos aunque omiten que la partida estaba amañada. “Así, cualquier acercamiento a la igualdad les parece una derrota catastrófica”, explica Kimmel.
Los sentimientos de estos hombres son reales pero no ofrecen una descripción acertada de su situación real. Es un marco emocional que explotan partidos políticos y medios ultraconservadores porque atrae un gran número de votos masculinos y también un buen puñado de votos femeninos que creen que los hombres se quejan con razón. El populismo no se basa en una ideología, es una emoción. Como explica Kimmel, la teoría de “privación relativa” explica las revoluciones. Rara vez son los que ocupan el escalafón más bajo de nuestra sociedad quienes se rebelan, sino aquellos que tienen algo que perder, y lo hacen contra los que están arriba. Sin embargo, en los populismos de ultraderecha, los hombres no miran ni culpan a los de arriba, sino a los de abajo, aquellos situados en un peldaño inferior, mujeres, inmigrantes, personas LGTBI. Su vía de progreso se encuentra bloqueada y, además, les llega una presión ascendente desde abajo que les hace perder pie.
El presidente Franklin Roosevelt habló en 1932, en el discurso en el que defendía el New Deal, del “hombre olvidado”. Ese hombre olvidado, cabreado y herido, al que arrebatan derechos (reales o imaginarios) y hasta la propia noción de país, no va a desaparecer de la noche a la mañana. Y el problema no lo tiene solo la izquierda, las mujeres o los colectivos vulnerables, lo tiene también la derecha moderada que ha explotado el malestar social en beneficio propio y que descubrirá que ese malestar, el malestar de los hombres airados, no se puede manejar.
16