Donald Trump es presidente de los Estados Unidos contra pronóstico, contra su partido y contra la opinión pública internacional, igual de “a la contra” que su propio electorado. La pregunta es por qué ha ganado Trump, si no le apoyaba su partido, ni los medios de comunicación, ni los analistas, ni el mundo en general. Pues precisamente por eso, porque es un outsider, no conoce el sistema y, es más, lo denosta. Trump tiene un relato potentísimo: es un triunfador y consigue lo que se propone. Hoy lo ha demostrado. Y finalmente porque ha tenido enfrente una candidata que confronta absolutamente todo con él, la rival perfecta. A lo largo de la campaña, el magnate ha marcado la agenda y los tiempos, aunque fuera a base de escándalos, mentiras e insultos. La campaña Clinton se ha limitado a contrarrestar los ataques. La principal arma de Hillary ha sido la solvencia y el conocimiento profundo de la arquitectura institucional, lo cual, contradictoriamente, ha movilizado a favor de Donald Trump. Y como guinda, una enorme mochila con lo peor del mandato Clinton y lo peor del mandato Obama. No era momento de números dos, sino de números uno. Hasta Michelle Obama le hizo sombra. Por no hablar del voto perdido de Bernie Sanders.
Una vez más -y ya van tres después del Brexit y del 'No' colombiano a los acuerdos de paz- no aciertan las encuestas, no aciertan los análisis, el electorado se rebela contra la seguridad de los vaticinios en una especie de mofa de los descontentos. Se pone en marcha una espiral de silencio que hace cómplices a todos los que ocultan su voto. Tiembla el sistema y eso es precisamente lo que se busca. El mensaje que sea capaz de conectar con ese poder colectivo para virar el destino de la política, se lleva la victoria. No es ni siquiera populismo, es postpolítica. Se trata de multitudes no organizadas pero autoconvocadas en el voto , difíciles de encasillar. No se trata de las mujeres, ni de los jóvenes, ni de los hispanos, ni de los de derechas ni de los de izquierda. Las brechas son otras: el norte y el sur, los perdedores y los ganadores, los reaccionarios y los globalizados, los apocalípticos y los integrados. No sirven los ejes, ni los esquemas analíticos que manejan los partidos. Es posible que tampoco sirvan los partidos.
El paradigma de lo líquido, de lo transversal, se impone y no lo estamos tomando en cuenta. Ya no podemos dominar esa realidad. Sólo podemos gestionar la percepción de esa realidad. Entiéndanlo los analistas, los partidos, los periodistas. Todo esto es la postpolítica, la que nace del descontento y de la rebeldía de los electorados encasillados y previsibles, la que obliga a los partidos a reinventarse. Lo primero que deben hacer es orientarse definitivamente a los votantes y no a los programas y a los candidatos. Tienen que comprender las nuevas agregaciones de votantes en torno a nuevas ideas. Hemos escuchado una y otra vez sobre “el voto hispano” o “el voto femenino” sin comprender que ese no es un solo voto homogéneo y disciplinado.
La postpolítica nace, crece y se reproduce en las emociones lo que hace que movilice más el miedo, la indignación, la ilusión por el cambio,… que la postura sobre los impuestos o la preparación técnica para un debate de campaña. Hoy es así. Trump no los prepara, no respeta la estrategia de campaña, se equivoca, miente, insulta, es un mal candidato dentro de los cánones de lo que es la comunicación política clásica. En la postpolítica la comunicación se centra en el fuerte relato épico, en las emociones conectivas, en lo antipolítico, en la comprensión del poder de la colectividad cuando expresa su opinión. No es populismo, es mucho más.
Donald Trump hoy le ha ganado al sistema, pero con el mal chiste de ser un triunfador dentro del sistema, sin inteligencia, con suciedad, una amalgama antiestética de misoginia, desprecio por lo diverso, plástico, mármoles y helicópteros. Todo lo que habíamos descartado de entrada para la política. Si a mí me hubiera preguntado Trump le hubiera dicho: “No te presentes, Donald, no eres un buen candidato”.