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La dictadura, a examen

Gonzalo Moure | socio de elDiario.es

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Muchos profesores ven con preocupación que gran parte de sus alumnos frivolizan y coquetean con las tesis de la ultraderecha. Y no es para menos. Las encuestas dicen con claridad que los “millennials” son un terreno abonado para su propaganda, algo que se explica fácilmente por el desolador panorama que se dibuja para ellos, con un futuro precario y cada vez más incierto, y con la falsa sensación de fracaso de la política parlamentaria. La democracia misma está en peligro. No es de extrañar, porque esa generación carece de los elementos necesarios para poder discernir.

Muchos de esos mismos profesores de secundaria explican que, aunque la llamada Guerra Civil (habría que empezar a llamarla por su nombre) y la dictadura esté en el programa, no logran llegar a ese capítulo en la asignatura de Historia. Y eso es algo devastador, un auténtico fracaso educativo. Nada hay tan clarificador como conocer la historia para poder tomar decisiones, para optar por una línea de pensamiento. Y al revés: nada hay tan difícil como no conocer la historia para poder saber quién se es, y elegir futuro.

La historia de la dictadura ha sido blanqueada, convertida en “las batallitas del abuelo”, como si fuera algo que pertenece a un pasado remoto y que debe ser olvidado cuanto antes. Esa es la doctrina de la derecha más nostálgica, su línea de propaganda más efectiva, porque saben muy bien el efecto que tendría el conocimiento objetivo de los hechos. Un conocimiento que condiciona, por ejemplo, a la constitución española, que nos somete a todos a una monarquía que ni siquiera se justifica ya como de origen divino, sino como algo ineluctable, de origen vago e inconcreto. Y no lo es, es el fruto más relevante de la dictadura, que a su vez nace de un golpe de estado que derivó en sublevación militar, y que se extendió durante cuarenta años de nuestra historia.

No, no son batallitas del abuelo. Pertenezco a una generación que se dirige hacia su extinción, pero que todavía vive. Como muchos otros puedo contar a las nuevas generaciones lo que significa una dictadura. Fui torturado personalmente por “Billy el niño” durante once terribles días en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Sin más delito que mi opinión, mi palabra, mi participación en el movimiento estudiantil que a finales de los años 60 pedía que la policía saliera de las facultades, donde no existía el derecho de reunión, y ni siquiera el de opinión. A resultas de aquellas palizas perdí el equilibrio durante semanas. Y el oído aún me pita, un pitido pulsante que no me ha abandonado jamás desde hace cuarenta años. Y lo mío no fue nada al lado de lo que sufrieron muchos otros, o el asesinato de otro estudiante, Enrique Ruano, algo de lo que alardeaba el propio “Billy el niño”, que amenazaba después con hacerme lo mismo. El mismo policía que fue condecorado ya en “democracia”, que nunca fue juzgado, que murió en la impunidad. Tras más de dos meses en prisión, sin juicio, más tarde, y por participar en un homenaje a Pablo Picasso fui enjuiciado, esta vez sí, condenado por el Tribunal de Orden Público a 2 años y 8 meses de prisión, sin más prueba que la acusación del mismo “famoso” policía. Por fortuna, y por presión en Europa, mi sentencia fue anulada por el Tribunal Supremo cuando la dictadura ya agonizaba. “Solo” cumplí otros dos meses de cárcel, en Carabanchel, donde cuatro presos políticos vivíamos en una celda de tres por cuatro metros, sin agua corriente, con tan solo un cubo de agua para las deposiciones de los cuatro en una taza sin tapa, a veces sin cristales, con castigos en celdas aisladas si de alguna forma clandestina lográbamos una mísera resistencia para enrollarla en un ladrillo y combatir así el frío. En esas celdas de castigo tenía que separar las cucarachas de las alubias rojas en el mismo plato de estaño. Pero más allá de la cárcel y las torturas, del sufrimiento físico, que fue mucho, mi peor recuerdo es el del miedo con el que teníamos que vivir cada día, temiendo siempre que un coche camuflado se detuviera ante tu puerta de madrugada para volver a empezar con las palizas y las torturas con las que solo querían que dijeras un nombre para poder hacerle lo mismo al señalado.

Acabo de leer la novela de Agustín Fernández Paz, El viaje de Gagarin, en el que el ya desaparecido escritor gallego (Premio Nacional), da cuenta del miedo con el que teníamos que vivir, en una biografía ficticia de alguien en quien me he visto muy reflejado, un muchacho que tiene que convivir con ese pánico.

Todo eso debe ser sabido por las nuevas generaciones. Debe ser enseñado en los institutos de la manera más objetiva y desapasionada posible. Mucho antes y en mucha más profundidad que las batallas de la Edad Media, que los nombres de reyes y reinas. No es mucho pedir. Se opondrán los mismos que añoran aquellos tiempos, en una abierta contradicción: si tanto les gusta, ¿por qué no quieren que se conozca?

Mi generación se va extinguiendo, sí. Pero merecemos, antes de dejar sitio a los que vienen, que al menos sepan lo que significa una dictadura, y que nuestra lucha no fue estéril, que logramos una cierta libertad, que dormimos con pitidos en los oídos golpeados por los billys de aquellos años terribles, sí, pero al menos dormimos de un tirón, sin miedo. Que la libertad es eso: dormir sin miedo, hablar sin miedo, escribir sin miedo, como ahora mismo. Que nuestra historia más reciente se enseñe, para no repetirla. Que la dictadura vaya, por fin, a examen.

Muchos profesores ven con preocupación que gran parte de sus alumnos frivolizan y coquetean con las tesis de la ultraderecha. Y no es para menos. Las encuestas dicen con claridad que los “millennials” son un terreno abonado para su propaganda, algo que se explica fácilmente por el desolador panorama que se dibuja para ellos, con un futuro precario y cada vez más incierto, y con la falsa sensación de fracaso de la política parlamentaria. La democracia misma está en peligro. No es de extrañar, porque esa generación carece de los elementos necesarios para poder discernir.

Muchos de esos mismos profesores de secundaria explican que, aunque la llamada Guerra Civil (habría que empezar a llamarla por su nombre) y la dictadura esté en el programa, no logran llegar a ese capítulo en la asignatura de Historia. Y eso es algo devastador, un auténtico fracaso educativo. Nada hay tan clarificador como conocer la historia para poder tomar decisiones, para optar por una línea de pensamiento. Y al revés: nada hay tan difícil como no conocer la historia para poder saber quién se es, y elegir futuro.