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Ingratitud

Guillermo Sánchez

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La situación en la que nos encontramos pone en evidencia, más que en circunstancias normales, el talante de cada quien.

Junto al necesario aplauso a la respuesta de la inmensa mayoría para colaborar en lo posible a reducir la amplitud del contagio –desde la acción en los hospitales públicos hasta la paciencia entre los límites del confinamiento–, único remedio disponible para evitar que se alargue la pandemia, se da la respuesta de algunos 'quienes' cuya actuación es, sencillamente, repudiable. Esos que actúan para lucrarse aprovechándose de la situación, como los hiperricos que se lanzan a comprar acciones a precio de baratija para quedarse con las empresas, hasta los que multiplican por 'n' el precio de los productos sanitarios más necesitados. ¡Ojalá se aproveche la ocasión para decretar, primero, el cierre de la bolsa hasta que pase un mes desde la apertura de la actividad indistrial y, de seguido, para decretar, para siempre, la prohibición del mercado de futuros y de la compras en corto, porque el beneficio que se persigue con ambos instrumentos procede exclusivamente de la desgracia ajena y es el puente de plata para que ese montante no se destine a circuitos con beneficio social como los impuestos, las empresas y las fundaciones.

Pero entre esa absoluta mayoría que colabora y esos otros especuladores, hay unos olvidados. Algunos a quienes no se les dedica ni un solo aplauso, ni en los medios de comunicación ni desde los balcones. Unos a quienes les llueven los improperios desde todas partes. Que no duermen desde hace semanas y se esfuerzan, equivocándose o no, en conseguir la menor pérdida posible para todos. Hablo, sí, del Gobierno y del alto funcionariado (incluido el militar).

Quienes lanzan las críticas más furibundas viven en el sosiego de no tener la responsabilidad última de enfrentar las alternativas en busca de la menos lesiva hoy y mañana. Cuando todas las alternativas son lesivas, todas, y nadie posee la verdad de predecir cuál lo será menos; cuando no hay ningún interruptor al que se pueda acudir, no cabe sino sentir la mayor solidaridad y agradecimiento con quienes se están enfrentando a tener que tomar las decisiones más drásticas entre alternativas igualmente inseguras. No cabe sino agradecerles que estén desviviéndose por tratar de evitar la mayor cantidad de daño a la mayor cantidad de personas. No cabe sino agradecerles que lo hagan prescindiendo de ideologías y religiones tratando de apoyarse en las pocas certidumbres que pueden argüirse, las científicas.

Seguramente la reconsideración sobre cómo han sido las cosas cuando todo acabe será vil, cuando más nos valdría que fuera sosegada y buscando aprender –las cosas no van a cambiar tanto, desgraciadamente–. Pero ahora no toca.

No soy militante de ninguno de los partidos en el Gobierno, ni he votado nunca a ninguno de los dos (y jamás me he abstenido). Pero creo que alguien debería darles en público las gracias por el inmenso esfuerzo con buena voluntad que están haciendo. Creo que es necesario insuflarles fuerzas para seguir y no desistir. Yo quiero hacerlo. Y, por eso, gracias.

La situación en la que nos encontramos pone en evidencia, más que en circunstancias normales, el talante de cada quien.

Junto al necesario aplauso a la respuesta de la inmensa mayoría para colaborar en lo posible a reducir la amplitud del contagio –desde la acción en los hospitales públicos hasta la paciencia entre los límites del confinamiento–, único remedio disponible para evitar que se alargue la pandemia, se da la respuesta de algunos 'quienes' cuya actuación es, sencillamente, repudiable. Esos que actúan para lucrarse aprovechándose de la situación, como los hiperricos que se lanzan a comprar acciones a precio de baratija para quedarse con las empresas, hasta los que multiplican por 'n' el precio de los productos sanitarios más necesitados. ¡Ojalá se aproveche la ocasión para decretar, primero, el cierre de la bolsa hasta que pase un mes desde la apertura de la actividad indistrial y, de seguido, para decretar, para siempre, la prohibición del mercado de futuros y de la compras en corto, porque el beneficio que se persigue con ambos instrumentos procede exclusivamente de la desgracia ajena y es el puente de plata para que ese montante no se destine a circuitos con beneficio social como los impuestos, las empresas y las fundaciones.