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Racimar

Antonio García Gómez

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Espigar, que cualquiera de estas dos actividades era tarea propia de pobres. Ahora mismo también habría de añadir la de “hurgar” en los vertederos, en la basura que expulsa de su jaula dorada el mundo moderno, supuestamente rico, aunque no tanto, consumista, pagado de sí mismo, creyéndose poseedor de los dones que su bolsillo puede permitirse.

Antaño, los dueños de los campos donde se había sembrado y recolectado el trigo, la cebada, el centeno, por ejemplo, permitían, por ley y consentimiento tácito, que los pobres del lugar pudiesen entrar a sus campos para intentar “espigar”, rapiñar, cuanto se hubiera dejado abandonado sobre el terreno, viniendo a paliar las magras dietas de aquellos “muertos de hambre”.

Lo mismo sucedía con otros cultivos, como eran las patatas que también terminarían por ser recogidas hasta el último trozo de tubérculo, por miasmas de desheredados, parias y otros pobres de colección.

De esa manera “se hacía caridad” sin gran esfuerzo, se mantenía “la propiedad privada”, bien considerada, y también lo que más les convenía: lograban que los campos quedasen limpios, “de polvo y paja”, para las siguientes cosechas. Un trabajo muy bien pensado y mejor hecho, sin ruido, sin altercados, mal matando el hambre ancestral de los desahuciados de la fortuna.

Y algo parecía sucedía con las racimas procedentes del tiempo de la vendimia, cuando apenas eran unos mínimos racimos, brotados fuera de tiempo, sin madurar, ácidos, desdeñables por los esforzados vendimiadores, testigos de una cosecha en uva y mosto, de abundancia.

Y que, sin embargo, tras el paso de algunos pocos meses habían conseguido acercarse a una cierta maduración, en todo caso inalcanzable, pero, susceptibles de ser “racimadas”, o bien para ser comidas con delectación, aunque dejaran cierto gusto a verdor algo ácido, o bien para acumular las suficientes racimas que dieran para producir alguna cantidad considerable de “vino de o para pobres”, vino peleón, agrio e inestable, para ser consumido con necesidad más que con placer, aunque diese para unas pocas cántaras que sustituyera al buen vino soñado, durmiente en sus cuevas adocenadas para su reposo y realce.

Frente al zumo arisco de las racimas, logrado por esta segunda vendimia, de pobres, de antaño, que recuerda que la desigualdad parece haber sido triste patrimonio de una humanidad tan inclemente como implacable.

Ahora que, con alguna frecuencia, se puede ver, de noche preferentemente, esa actividad ancestral, de “espigar, de racimar”, restos de comida que lograrán llevar algún “bocado” descartado por otros a las mesas de los pobres.

Y ahora, bajo el relente de los primeros fríos, recuerdo cómo aguantaban las racimas, entre sarmientos secos, la atención de quienes sean capaces de recurrir a su último servicio, lejana ya la feraz vendimia, ya casi olvidada.

Espigar, que cualquiera de estas dos actividades era tarea propia de pobres. Ahora mismo también habría de añadir la de “hurgar” en los vertederos, en la basura que expulsa de su jaula dorada el mundo moderno, supuestamente rico, aunque no tanto, consumista, pagado de sí mismo, creyéndose poseedor de los dones que su bolsillo puede permitirse.

Antaño, los dueños de los campos donde se había sembrado y recolectado el trigo, la cebada, el centeno, por ejemplo, permitían, por ley y consentimiento tácito, que los pobres del lugar pudiesen entrar a sus campos para intentar “espigar”, rapiñar, cuanto se hubiera dejado abandonado sobre el terreno, viniendo a paliar las magras dietas de aquellos “muertos de hambre”.