En las últimas semanas se ha hablado y debatido extensamente sobre la situación de Juana Rivas. De forma preocupante, constatamos que la batalla discursiva ha permanecido alejada de los conocimientos científicos existentes sobre algunos aspectos cruciales que podrían ayudar a entender este caso y otros similares. Nuestra intención con este artículo es aportar algunas claves desde la Psicología Social, basándonos en nuestra experiencia investigadora en violencia de género (VG) y en la literatura científica.
Partamos de algunos conceptos y cifras. La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la VG como “todo acto de violencia que resulte, o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”.
Según los datos recientes de la OMS, aproximadamente una de cada tres mujeres en el mundo sufre alguna situación de violencia física y/o sexual a lo largo de su vida a manos de su pareja o ex pareja. Si nos fijamos en la violencia psicológica emocional y de control, las cifras globales son aún mayores. Así, en muchos países, se constata que la han experimentado más del 50% de las mujeres. En Europa la situación no es muy diferente, con estimaciones de prevalencia de la violencia física y/o sexual en torno al 20% y de la violencia psicológica superiores al 40% de las mujeres, según la última macroencuesta de la Agencia Europea para los Derechos Humanos (FRA, 2014). En España, la expresión más extrema de esa violencia este año se resume en la cifra de 36 mujeres asesinadas por parte de sus maltratadores en lo que llevamos de año, junto con 6 de sus hijos/as, de acuerdo con las cifras oficiales del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. También es importante recordar que, como consecuencia de estos asesinatos, han quedado huérfanos de madre otros/as 18 menores.
El caso de Juana Rivas ocurre en el contexto que acabamos de describir y creemos, por tanto, que ese es el marco en el que debe analizarse. En concreto, consideramos imprescindible reflexionar, al menos, sobre tres consideraciones psicosociales importantes que rodean los casos de VG en los que hijos/as menores implicados: (1) el concepto de experiencia traumática; (2) las consecuencias psicológicas que produce la VG en las mujeres y sus hijos/as y (3) las actitudes que sustentan la percepción social de la VG, que influyen no solo en la sociedad en general, sino también en los agentes y profesionales en contacto directo con las víctimas.
(1) El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5, 2013) (referencia internacional para psiquiatras y psicólogos/as) entiende que ocurre una experiencia traumática siempre que una persona es expuesta a una situación que entraña riesgo para su vida, un daño grave o violencia sexual, ya sea real o en forma de amenaza, tanto si le acontece a ella como si es testigo o le sucede a alguien cercano. Y en el caso de los niños/as menores de 6 años, el DSM-5 señala que para ellos/as es especialmente traumático ser testigos de estas experiencias cuando les ocurren a sus cuidadores/as principales. De acuerdo con esta definición, la VG es considerada claramente una experiencia traumática, no sólo para la mujer que la sufre sino también para sus hijos/as que la perciben o padecen. En el caso de estos últimos, hay que insistir en que pueden ser doblemente víctimas: victimización directa (agresiones físicas, abusos, descalificaciones, humillaciones… por parte del maltratador) y victimización indirecta cuando son testigos de la violencia contra sus madres. Algunas investigaciones apuntan que podrían llegar a ser víctimas directas el 70% de los/as hijos/as de las mujeres en situación de VG, mientras que prácticamente todos/as (en torno al 90%) presenciarían directamente la violencia de sus padres contra sus madres. No cabe duda de lo dramáticas que son estas cifras y por tanto, parece importante preguntarse: ¿cabe hacer distinción entre la VG que sufren las mujeres y la que sufren sus hijos/as? ¿puede un hombre que maltrata a su pareja ser un buen padre? ¿debe permitirse la custodia a quien ha expuesto y puede seguir exponiendo a sus hijos/as a experiencias traumáticas? ¿no deberíamos proteger a los/as menores y ponerlos/as a salvo de esa situación de maltrato?
(2) Conviene insistir y recordar brevemente las principales consecuencias que a nivel psicológico la violencia machista tiene sobre las mujeres y sus hijos/as. Siendo como hemos dicho la VG una experiencia traumática para las mujeres, entraña una particularidad importante que la diferencia de otras: es provocada por una persona en la que se depositó la mayor de las confianzas y el mayor de los afectos. De ahí que sus consecuencias en las víctimas transciendan las recogidas habitualmente en el Trastorno de Estrés Postraumático, viéndose afectadas también creencias básicas sobre ellas mismas, su mundo, su futuro y por supuesto, sus expectativas respecto a las relaciones interpersonales. El impacto psicológico de la VG es tal en la mayoría de las mujeres, que con frecuencia constituye una verdadera heroicidad poder salir de la situación de violencia. De ahí que cuando alguien como Juana Rivas decide “escapar” con sus hijos/as del infierno al que están sometidos/as, las instituciones debieran redoblar sus esfuerzos para protegerles, fortalecerles psicológicamente y agilizar los procesos necesarios que les brinden la seguridad que buscan, en lugar de cuestionar su testimonio y dilatar en el tiempo la toma de decisiones. Las consecuencias psicológicas de la VG no son menos devastadoras en el caso de los/as menores; la mayoría presentan problemas escolares, sociales y psicológicos, y además recientemente se viene constatando que muchos/as de ellos/as aprenden por imitación los comportamientos agresivos del padre, que a menudo dirigen hacia sus madres (aquí). Cuando se toman decisiones judiciales en casos como el de Juana Rivas, ¿se toman en consideración las consecuencias psicológicas que la VG ya ha provocado en las mujeres y sus hijos/as? ¿se tienen en cuenta los serios riesgos para los menores cuando se discute sobre la posibilidad de otorgar la custodia a quien ha cometido un delito de VG?
(3) La investigación en los últimos años ha puesto de manifiesto cómo las actitudes sexistas, que sustentan la desigualdad de poder entre hombres y mujeres en nuestras sociedades patriarcales, son a su vez las variables psicosociales que más se relacionan con la violencia contra las mujeres. Así, aunque muchas personas niegan su existencia (y creen que “el machismo” es cosa del pasado), existe un amplio cuerpo de investigación que evidencia que las actitudes sexistas siguen manteniéndose en nuestros tiempos. Desde la teoría del sexismo ambivalente (Glick y Fiske, 1996) se pone de manifiesto que lejos de desaparecer, el sexismo cambia la apariencia con la que se presenta. Así, según esta teoría ampliamente contrastada, el sexismo además de manifestarse como tradicionalmente lo ha ido haciendo, en forma de antipatía u hostilidad hacia las mujeres (p.e. tildando de “feminazis” a quienes luchan por la igualdad), puede disfrazarse de actitudes benévolas o aparentemente positivas hacia las mujeres, más difíciles de reconocer y que proyectan una imagen de debilidad que contribuye a perpetuar la situación de inferioridad de éstas en la sociedad. Además, ambas formas de sexismo (hostil y benévolo) se combinan, siendo habitual ver cómo las personas sexistas ensalzan a las mujeres cuando desempeñan los roles de género tradicionales, al mismo tiempo que las castigan cuando no se ajustan a ellos. Pues bien, estas ideas prejuiciosas junto con otros mitos sobre la VG, actúan en las personas a modo de esquemas o filtros mentales interpretativos de la realidad.
Nuestras investigaciones y las de otros grupos de trabajo han mostrado reiteradamente que los juicios que emitimos sobre casos de VG se ven influidos no solo por la información que recibimos de ellos, sino también y especialmente por nuestro grado de adhesión a estas actitudes sexistas. Así, las actitudes sexistas permean las valoraciones sociales de la VG y, por tanto, también las de quienes forman parte de todo el entramado institucional de atención a las víctimas (policías, abogados/as, jueces/as…). Incluso algunas investigaciones sugieren que la influencia de estos factores psicológicos de naturaleza “extralegal” en la formación de opinión y juicios son mayores en los delitos vinculados a cuestiones de género (violencia de pareja y sexual contra las mujeres) que en otro tipo de delitos. Por tanto, siendo esto así, la necesidad de formación de los/as profesionales implicados en la VG, apuntada en la Ley Integral y todavía no resuelta, se torna crucial. Al mismo tiempo, hay que hacer pedagogía. En el caso de Juana Rivas, de nuevo hemos podido constatar el potente influjo social de estos prejuicios y mitos; por ejemplo, un hecho aparentemente baladí como haber sido vista de fiesta (del que además desconocemos su veracidad), ha sido utilizado por algunos para restarle credibilidad a su testimonio y considerarla “mala madre”. ¡Como si una “buena madre” no pudiera disfrutar de ocio y tiempo libre!
Por todo ello, como investigadores/as sociales queremos insistir en la necesidad de profesionales con perspectiva de género, que sean conscientes de identificar las actitudes sexistas y falsos mitos existentes sobre la violencia machista para no caer en ellos, porque sólo así podremos garantizar el apoyo y respaldo a las mujeres que la sufren y una efectiva resolución de los casos. En este sentido, queremos finalizar reconociendo el papel fundamental que realizan en Andalucía los Centros Municipales de Información a la Mujer, como el de Maracena (Granada) al que acudió Juana Rivas, así como la imprescindible labor de apoyo y asesoramiento que realizan las/os profesionales que trabajan en ellos y que luchan cada día contra la VG.