En un artículo anterior, analicé las características de procesos productivos, modelos comerciales y estructuras de mercado de la nueva economía digital, argumentando que tienen una tendencia natural a la concentración y los monopolios. El proceso de digitalización de la economía supone un reto mayúsculo, que puede quebrantar los mercados tradicionales de trabajo, bienes, servicios y capitales, y que tiende a aumentar la desigualdad. Este reto es global, se produce en red, y es de naturaleza intangible. En este artículo reflexiono sobre las dificultades de las políticas regulatorias y de fiscalidad para hacerle frente.
Las leyes antimonopolio están diseñadas para evitar el abuso de posición dominante y la colusión entre empresas, que distorsionan la competencia, deterioran la calidad o aumentan el precio de los productos para los consumidores. La digitalización ha introducido nuevas modalidades de prácticas anticompetitivas. La discriminación de precios, que consiste en cobrar a clientes diferentes un precio distinto por el mismo producto, parece un concepto obsoleto ante servicios cada vez más customizados, valorados por algoritmos, en un mercado donde el valor añadido está en la creación de perfiles de clientes que permiten la fragmentación. Por otro lado, el control de ciertas plataformas y redes de distribución confiere a las compañías un rol indispensable para que otras empresas puedan distribuir sus productos, llegar a los consumidores o recaudar ingresos, aunque no tengan una posición dominante en el mercado. Como es el caso con Amazon, un alto precio a los consumidores no es un buen criterio para identificar abusos de mercado. El control de redes, mercados y bases de datos permite explotar economías de alcance, creando nuevos productos o tomando nuevos mercados a mucha velocidad aunque partan de cuotas de mercado muy pequeñas.
Las leyes antimonopolio regulan las fusiones y adquisiciones (M&A) que pudieran resultar en empresas con posición dominante. Sin embargo, la mayoría de M&A de las grandes compañías tecnológicas son con startups, que adquieren como forma de i+D. El proceso de innovación, que es muy costoso y de resultados inciertos, se externaliza así hacia un ecosistema de pequeñas startups que compiten entre sí y que las grandes compañías compran cuando las perspectivas de ganancia comercial son más seguras. Aunque esas startups pudieran eventualmente competir con las grandes tecnológicas, no lo hacen en el momento en que son compradas, así que no caen bajo el radar de las leyes de M&A. El proceso de innovación tecnológica también es muy dependiente del sector público; ejemplos de ello son el buscador de Google, resultado de una investigación pública, o el GPS, desarrollado por el ejército americano. Junto con las externalidades de red, esta dependencia genera un complejo trade-off de las políticas de competencia con la política industrial, como se ha hecho evidente en el reciente caso de la fusión prohibida por la Comisión Europea de Alstom y Siemens, o la tecnología 5G. La propiedad y el almacenamiento de datos también tiene implicaciones geopolíticas.
Las leyes que limitan cláusulas de exclusividad o preferencia, u otras cláusulas abusivas, deben aplicarse para prevenir la acumulación de poder de mercado y la extensión de posiciones dominantes a múltiples mercados. Pero la velocidad a la que estas compañías crean o toman mercados hace que el establecimiento legal de posición dominante llegue demasiado tarde. Estos procedimientos suelen ser largos y las autoridades de la competencia carecen de los recursos necesarios para enfrentarse al reto. También están limitadas por sus fronteras domésticas, ya que las prácticas anti-competitivas de las multinacionales a menudo implican múltiples jurisdicciones. La emergencia de grandes conglomerados digitales con poder de mercado global necesita nuevas maneras de hacer frente a las actitudes anticompetitivas, con mayor énfasis en sus prácticas monopsonísticas. Además, tanto la propiedad de los datos, como su acceso, el cruce entre bases de datos, y el propósito de su explotación son cuestiones cruciales que deben regularse mejor. La coordinación de las leyes de competencia con las de regulación del uso y protección de datos es imprescindible.
La fiscalidad corporativa es otro terreno en el que las políticas públicas tradicionales están desbordadas ante los procesos de digitalización. Las grandes compañías digitales se caracterizan por una discordancia importante entre las jurisdicciones donde la recaudación se genera (donde están los usuarios) y las jurisdicciones donde los beneficios están sujetos a imposición, que resulta en una presión fiscal escandalosamente baja. Hay tres razones básicas por las que las compañías digitales evaden impuestos fácilmente. La primera es que el sistema actual de fiscalidad corporativa internacional establece un nexo fiscal, es decir, el derecho a poner un impuesto por parte de una jurisdicción, cuando una empresa tiene una presencia física significativa en el territorio. Hoy en día, sin embargo, los servicios digitales se proveen de manera remota usando inputs productivos intangibles, como los datos, y también outputs intangibles, como la publicidad, extraídos de y distribuidos en ubicaciones donde la compañía digital no tiene por qué tener una presencia física.
El segundo elemento está relacionado con el hecho de que los datos se “cosechan” de los usuarios, a cambio de un servicio gratuito. Las acciones de los usuarios son esenciales en la creación de valor de estas compañías, pero al ser un intercambio gratuito donde los usuarios también son consumidores, es complicado establecer una valoración objetiva de los datos extraídos y del valor añadido que crean los usuarios. El programa contra la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios (BEPS) de la OCDE considera la posibilidad de extender el concepto de presencia significativa para reflejar mejor la realidad económica digital. Bajo estas propuestas, una compañía digital tendría establecimiento permanente en las jurisdicciones donde tiene un gran número de usuarios y socios comerciales. Otra propuesta sería que los datos tuvieran un status de recurso natural, de manera que el país fuente pudiera aplicar ciertas retenciones al valor de los datos extraídos (como hacen los países de los que se extraen recursos naturales).
En tercer lugar, la naturaleza intangible de los procesos productivos facilita el arbitraje regulador y supone un reto a la hora de atribuir los beneficios que se generan en múltiples jurisdicciones. Las normas actuales se basan en el principio de igualdad de condiciones (arm’s length), las condiciones comerciales que habría fijado una matriz con su subsidiaria si no hubieran estado vinculadas. Pero datos y algoritmos no se ubican en una jurisdicción determinada, ni tienen precio de mercado, permitiendo abusos en los precios de transferencia y en el uso de créditos fiscales por inversión y amortización. Estos no se reducen sólo a las compañías tecnológicas, ya que se producen también a través de la inversión extranjera directa y los contratos de crédito intra-grupo. Los beneficios de las multinacionales deberían gravarse de manera unitaria y atribuirse de forma prorrateada en función de las ventas y de la masa laboral. Además, mientras no haya una armonización de tipos y bases imponibles, los incentivos para trasladar beneficios a jurisdicciones con menor presión fiscal siguen ahí, provocando que los países se enzarcen en una competición a la baja, mermando las arcas públicas.
La teoría económica propone varias maneras de hacer frente al incremento de poder de mercado. En primer lugar, la política de competencia. Pero esta tiene límites porque las bases de datos son bienes públicos y su uso a través de algoritmos y su distribución a través de redes convierte a las empresas en monopolios naturales. La fiscalidad podría tasar rentas monopolísticas, pero poner un valor concreto a activos intangibles que no tienen precio de mercado y ni localización definida tiene grandes dificultades. Cuando las dos opciones anteriores fallan, la teoría económica propone la provisión pública. Poner los datos bajo propiedad colectiva, acotando el mercado a su uso y explotación, es una solución que merece la pena explorar. El uso de datos también deber incorporarse a la gestión y la mejora de los servicios públicos, una avenida recientemente explorada por el Instituto Nacional de Estadística.
Eventualmente, encarar los retos de la digitalización requiere repensar la estructura de propiedad de estas tecnologías y los derechos sobre los retornos que generan. Una buena gobernanza digital, que consiga domesticar la concentración de mercado y sus consecuencias para la desigualdad, garantizará que el progreso sea compartido.