Se ha vuelto a abrir el melón de la reforma del sistema electoral. Un melón tan importante y de tanto peso que por ser tan importante y tener tanto peso se ha cerrado siempre con premura y entre paños para conservarlo con cuidado. Las demandas de cambio en el pasado se han quedado en el camino… pero puede que esta vez el desenlace sea diferente.
Hoy, desde una posición más aventajada, dos partidos “pequeños”, Podemos y Ciudadanos, intentarán forzar una reforma del sistema electoral. Utilizo el verbo forzar sin malicia, pues tendrán que hacer palanca para que el PSOE se convenza así mismo de que las pérdidas de este negocio son menores que las ganancias. Esto podría pasar si la disminución de su fuerza en escaños en términos relativos se compensase con una nueva posición que le permita tener un papel central y duradero (lejos del sorpasso) a la hora de formar gobiernos en un nuevo tiempo político sin mayorías absolutas (ahí es nada); o, dejando a un lado el mundo carnal, con argumentos normativos en pro de la proporcionalidad y la representatividad en donde los beneficios del cambio se pagasen con una pátina de brillo justiciero. Algo que, dicho sea de paso, no va nada mal para los partidos que llevan el sambenito de “tradicionales”.
En lo que sigue presentaré cuatro apuntes que, creo, no deberían estar ausentes en la discusión pública sobre esta cuestión. Puede que resulten obvios para muchos, pero que si lo son al menos sirvan para que un ciudadano bien informado no olvide demandarlos en una tertulia improvisada entre compañeros de trabajo, en una discusión con amigos, ante la lectura de un artículo de prensa o ante un político en busca de devotos. Que sirvan para afilar la mirada crítica en el debate que ahora se abre. Aquí van:
1. Mejorar la proporcionalidad. ¿A cambio de qué?
Cualquiera que se asome al estudio de la política comparada descubrirá que, en casi cualquier aspecto del diseño institucional de un país, el legislador se enfrenta a dilemas no siempre de fácil solución. En lo que se refiere al sistema electoral veríamos que, en el plano teórico, mejorar la proporcionalidad, y por tanto la representatividad de las preferencias políticas expresadas en las urnas, tiene como contrapartida, como mínimo, tres cosas importantes. Primero la fragmentación partidista consecuente podría generar situaciones de ingobernabilidad con más frecuencia de la deseada, es decir, situaciones en las que la formación del gobierno sea más difícil, el bloqueo de la legislatura más habitual y los gobiernos menos estables. Aunque esto último no es estrictamente lo que nos indican los datos para los gobiernos de coalición en general, sí lo es para los gobiernos en minoría o de coalición minoritaria, también fruto de la fragmentación.
En segundo lugar, los gobiernos de coalición que esperaríamos se formasen como consecuencia del nuevo sistema multipartidista conllevan como contrapartida a la mejora de representatividad la dificultad de identificar con claridad quién es responsable de qué a la hora de evaluar la gestión del gobierno. ¿Debería premiar o castigar a un gobierno encabezado por un partido de izquierdas por no haber subido los impuestos a los más ricos si éste dependía de un partido liberal para permanecer en el gobierno? Esto implica una disminución de la capacidad de control por parte de los ciudadanos.
Por último, y asociado a lo anterior, debe tenerse en cuenta que la política multipartidista puede también tener como contrapartida, al menos en el corto plazo, una decepción de las expectativas de los votantes en cuanto a su capacidad de determinar las políticas llevadas a cabo por el ejecutivo. Como se argumentaba más arriba, dada la necesidad de mantener determinados equilibrios, lo que promete un partido en campaña puede acabar condicionado por los acuerdos para formar gobierno y permanecer en el poder. A la hora de discutir sobre la reforma, pues, tendremos que ser conscientes que votar al partido A porque defiende la política A pueda acabar en un gobierno de A implementado la política B. En el largo plazo, acostumbrados a un mundo post-bipartidista y de mayorías absolutas, puede que esta pena se disipe.
2. Las instituciones condicionan el comportamiento, amigo.
En aras de aventurar cuáles serían las consecuencia de cualquier tipo de reforma se suele cometer un error menor, pero error al fin. Éste consiste en predecir cómo sería el comportamiento de los votantes con un nuevo sistema electoral sin tener en cuenta que un nuevo sistema electoral condicionaría el propio comportamiento de los votantes. Es decir, sin entender que las instituciones, las reglas de juego, influyen en el comportamiento de los actores.
Recordemos que nos hemos pasado años criticando o alabando, según los gustos, el “voto útil” incentivado por las reglas actuales. Cuántos gritos en el cielo se habrán puesto por cada papeleta que en realidad representaba una segunda mejor opción y no a un “voto sincero”. Sería de locos, pues, que analizando hoy los posibles efectos de una reforma más proporcional olvidemos que –¡ay!– nos desharíamos en parte del voto útil. ¿Recibirían más votos los “partidos pequeños”? Yo digo sí. Por otro lado, cabe destacar que las instituciones no solo condicionan el comportamiento de los votantes, sino también el de los partidos. Un sistema electoral con efectos más proporcionales podría desincentivar la coordinación de plataformas electorales como la de Unidos Podemos. A fin de cuentas, si el argumento de los votos perdidos pasase a la historia ¿de qué serviría diluir la independencia organizativa y política de una formación en una sopa de siglas?
3. ¡Vivan los grises!
Para desgracia del tertuliano medio, difícilmente podamos simplificar a los sistemas electorales entre buenos y malos. Dentro de la categoría conviven un buen número de piezas (fórmula electoral, tamaño de circunscripción, umbral de exclusión, etc.) que, según los diferentes tipos de combinaciones, generan un tipo u otro de sesgos a la hora de transformar voto en escaños, así como de incentivos para regular la vida interna de los partidos. Como señalaba Pablo Simón en un reciente artículo, el sistema electoral español es en este sentido una obra de orfebrería. Por eso, en la discusión pública no sería del todo honesto buscar posiciones rotundas a favor o en contra del cambio, sino más bien de grises, pues el retoque de unos u otros elementos, sin ser un cambio absoluto, podría ayudar a conseguir algunos objetivos que generan menos conflicto que los asociados al mero reparto de escaños. Un buen ejemplo podría ser el de acabar con las listas cerradas y bloqueadas o “listas sábana” como gusta decir en América Latina.
4. El consenso o las dos caras de Jano.
El papel del consenso en la reforma de los sistemas electorales podría ser representado por las dos caras del Dios Jano. Dos caras de perfil que miran hacia lados opuestos. El consenso mira al pasado salvaguardando los equilibrios que dan estabilidad institucional al sistema, a la vez que mira al futuro intentando atender a las nuevas demandas de cambio. Quedarse con una es hacer trampa.
Cuando nos adentramos en una discusión sobre reformas institucionales, como la que nos ocupa, no es deseable minusvalorar sin más el papel del consenso, en tanto y en cuanto las instituciones están para producir cierta estabilidad respecto a la reglas de juego y por tanto para producir expectativas sobre al comportamiento de los actores sin altos niveles de incertidumbre. Sin sobresaltos. Que las reglas, carentes de consenso, estén sujetas a vaivenes, pactos in extremis o a cómo salen los restos en tal o cual circunscripción no puede ser bueno. Del mismo modo que no puede serlo el bloqueo absoluto invocando el vanagloriado consenso anterior (en nuestro caso, el de la Transición).
Si tenemos certezas de que la sociedad ha evolucionado y que existe una demanda de cambio político que se expresa de manera contundente y reiterada, aunque no sea mayoritaria, es deseable atenderla (cualquier paralelismo de esta frase con el conflicto catalán no es mera coincidencia). Como se señalaba antes, para el caso del sistema electoral es posible implementar cambios parciales, graduales, que mejorarían ciertos aspectos del sistema de representación contando con el consenso, ahora sí, de una mayoría social. ¿Estaría dispuesto alguno de los partidos a negar que existe un nuevo consenso para mejorar la proporcionalidad del sistema actual? ¿Sería capaz de negar que los consensos construidos en el pasado se han auto-reforzado por los resultados que ha generado el propio sistema electoral, y que por tanto no sería descabellado que un nuevo consenso, aunque forjado sobre mimbres menos sólidos que los de la Transición, pudiese generar en el medio plazo una estabilidad similar? Es lógico que cada uno defienda lo suyo. Pero no lo es vendar los ojos a unas de las caras de Jano y pretender que aquí no pasa nada.