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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

Marta Romero - @romercruzm

Pablo Fernández-Vázquez - @pfernandezvz

Sebastián Lavezzolo - @SB_Lavezzolo

Víctor Lapuente Giné - @VictorLapuente

Luis Miller - @luismmiller

Lídia Brun - @Lilypurple311

Sandra León Alfonso - @sandraleon_

Héctor Cebolla - @hcebolla

¿Por qué es inestable el sistema financiero?

Las plazas europeas bajan alrededor del 1 % poco después de la apertura

Lídia Brun

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La economía está plagada de situaciones en las que las acciones de múltiples agentes son interdependientes; es decir, las consecuencias de la decisión de un agente dependen de la decisión que tomen otros agentes, y al revés. Cuando alguien decide sin tener en cuenta las consecuencias de sus propias acciones para los demás se produce una externalidad.

La mayoría de veces estas decisiones se toman sin coordinación, no tanto basadas en criterios infalibles, sino más bien especulando ante la incertidumbre radical de no saber qué harán los demás. Esto puede llevar a emprender ciertas acciones (o a una falta de acción) que se demuestran erróneas cuando sus consecuencias se materializan, generando amplios vaivenes económicos.

Un ejemplo clásico de la teoría de juegos analiza el “Dilema del prisionero”, en el que dos cómplices arrestados por un delito se enfrentan a un interrogatorio y deben decidir si confesar o negarlo todo sin saber qué va a hacer su compañero. Si uno lo niega todo y el otro confiesa, el primero saldrá indemne, mientras que el segundo será severamente castigado. Si los dos confiesan la pena se reparte equitativamente.

La conclusión es que haga lo que haga el otro preso lo mejor es negarlo todo, con lo que la policía inculpa a los dos no sólo por el delito sino, además, por falta de colaboración; mientras que si ambos hubieran confesado, hubieran recibido una pena con atenuantes. Una estrategia de cooperación hubiera conllevado un resultado mejor, pero la competencia empuja a los prisioneros hacia un equilibrio peor para ambos.

Podemos analizar la burbuja de crédito que precedió a la crisis financiera desde esta perspectiva. Para un banco individual tenía sentido aumentar el endeudamiento para maximizar los retornos sobre el capital (en nuestro ejemplo, negarlo todo). Sin embargo, que todos los bancos hicieran lo mismo contribuía a alimentar la burbuja especulativa, aumentando el riesgo sistémico y la probabilidad de crisis (una pena de cárcel mayor para todos).

No es necesario apelar a la avaricia o al egoísmo, sólo al instinto de supervivencia: si los demás bancos prestan de manera predatoria y comercian con derivados financieros, quien se niegue a hacerlo (quien confiese a la policía, en nuestro ejemplo) pronto tendrá retornos inferiores a los demás, los accionistas abandonarán el barco en favor de sus competidores y esos ejecutivos prudentes perderán su trabajo (recibirán una severa condena).

Aunque todo el mundo sea consciente de la tendencia especulativa del mercado, una posición responsable suele ser insostenible. Como dijo Keynes, el mercado puede permanecer irracional más tiempo del que un inversor puede permanecer solvente. O como ilustró de manera gráfica el exCEO de Citigroup: mientras la música suene, te tienes que levantar y bailar.

Una característica crucial de los modelos económicos tiene que ver con la forma de representar estas interacciones. Una parte importante de las discrepancias entre las predicciones de las distintas teorías radica en qué implicaciones asumen que tiene una acción determinada en el conjunto de interacciones que configuran un mercado. Si esa acción suscita movimientos de signo contrario en otros puntos del mercado, de manera que si una desequilibra, las otras reequilibran, hablamos de sustituibilidad estratégica. Si una acción suscita movimientos del mismo signo, de manera que el desequilibrio se retroalimenta y amplifica, hablamos de complementariedad estratégica.

Muchos modelos económicos se construyen sobre la idea de sustituibilidad estratégica; por ejemplo, cuando cae la demanda, disminuye el precio del producto demandado y esto atrae a otros consumidores menos pudientes. Gracias a ello aumenta de nuevo la demanda y el mercado se estabiliza. En estos modelos el mercado es inherentemente estable y los precios son el principal mecanismo equilibrador.

En el caso del sistema financiero, sin embargo, las complementariedades estratégicas son generalizadas. La dependencia del crédito produce dinámicas de retroalimentación (positive feedback loop). Cuando aumenta la demanda de activos, aumenta su precio; esto enriquece a los propietarios y les permite pedir mayores préstamos, que suelen ir ligados al valor de los activos.

Los fondos que se consiguen a través de estos nuevos préstamos se reinvierten en la compra de activos, haciendo aumentar más el precio. La expectativa de un precio en aumento atrae a más compradores en busca de ganancias especulativas, ya que la inversión, al menos en el corto plazo, parece segura. La posibilidad de comprar a crédito lo hace golosamente accesible, ya que no es necesario aportar muchos fondos propios para invertir. Un mercado caracterizado por externalidades que se retroalimentan es intrínsecamente inestable.

Además, el mercado de crédito es un mercado particular; no se comercia con productos objetivamente verificables, idénticos y reproducibles, sino que se basa en la promesa de un deudor de devolver el dinero prestado, y en la confianza del prestamista de que así será. No es un mercado anónimo, la identidad del deudor y del prestamista importan, así como sus interdependencias y las garantías que se dan.

El mercado de crédito también es lo que se conoce como un “mercado de limones”. Cuando los bancos compiten para aumentar su cuota de mercado abaratando el crédito, reducen la calidad de la demanda: cuanto más barato es endeudarse, más proyectos de rentabilidad dudosa empiezan a ser viables, y más deudores de dudosa solvencia pueden acceder a él. Así se produce una progresiva degradación en los estándares y la calidad de los créditos.

La inestabilidad sistémica que se acumuló durante los 90 y los 2000 saltó por los aires el 15 de septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers. Con el shock financiero se invirtió la tendencia de los círculos viciosos, que se retroalimentaron y amplificaron esta vez en una espiral negativa.

Las interdependencias financieras suponen un riesgo de contagio y fugas que pueden provocar un hundimiento descontrolado del mercado. Si todo el mundo intenta vender los mismos activos a la vez, su valor se desploma, poniendo en apuros a sus propietarios, que necesitarán vender aún más para obtener los fondos necesarios para mantenerse a flote.

Si un banco entra en bancarrota, es poco probable que devuelva sus deudas, de manera que el valor de esas deudas (obligaciones financieras) en el mercado cae. Esas obligaciones son activos para otras entidades. Los otros bancos que habían invertido en esos activos se ven obligados a asumir las pérdidas de valor en sus hojas de balance. Esto pone presión sobre su solvencia, que a su vez hace que sus obligaciones pierdan valor, y así sucesivamente.

Al mismo tiempo, poner freno a esta espiral negativa es complicado. Aunque colectivamente no convenga provocar pánico, si hay dudas de que un banco no puede devolver sus deudas, tiene sentido que quien tiene obligaciones de ese banco intente poner cuanto antes los fondos a resguardo. Pero cuantos más agentes reclamen el dinero a la vez, menos probable es que el banco pueda hacer honor a sus deudas. Especialmente si el banco en bancarrota tiene importancia sistémica, para evitar que este espiral bajista se contagie es necesaria la colaboración para crear una salvaguarda común.

Este fue el caso del programa de rescate de activos tóxicos en EEUU (TARP, en inglés), en el que participaron todos los grandes bancos, aunque no lo necesitaran. Así se evitó que solicitar ayuda se convirtiera en un estigma, que hubiera puesto en aprietos a entidades ya vulnerables. Sin embargo, las afectaciones suelen ser asimétricas. Algunos bancos, por su mayor tamaño, capacidad y solvencia, no se verán tan afectados, y tienen todos los incentivos para aprovecharse de la debilidad de sus competidores, generando aún más inestabilidad.

La importancia vital de la provisión de crédito, las enormes externalidades del sistema financiero hacia la economía real y su inherente inestabilidad otorgan al sector público un importantísimo rol regulador y estabilizador. Así, a las redes de interdependencia financiera se añade otra capa de interacciones complejas: la de los bancos con el sector público.

La política monetaria se transmite a través del sistema financiero. Los bancos nacionales son los principales inversores en bonos del tesoro. El Estado es el principal responsable de la estabilidad del sistema financiero, garantizando depósitos, proveyendo liquidez o estableciendo mecanismos justos de resolución en caso de quiebra. Los problemas de solvencia de los bancos pueden poner en apuros la solvencia del Estado y viceversa.

Paradójicamente, la implicación del sector público supone a la vez un subsidio implícito para el sector financiero, que sabiéndose protegido, tiene incentivos para hacer apuestas más arriesgadas (lo que se conoce como riesgo moral). Una parte importante de la regulación financiera consiste en determinar hasta qué punto la necesaria mancomunación de riesgos (risk-sharing) reduce o aumenta el riesgo sistémico.

Finalmente, la integración financiera global también genera importantes interdependencias entre los Estados, encargados de su regulación y supervisión. De la misma manera que la competencia en el sector privado empujó a los bancos a aumentar su exposición al riesgo, la competencia por atraer fondos en un mercado de capitales internacional e hípermóvil propició una race-to-the-bottom regulatoria y una presión a la baja sobre los tipos de interés.

La desregulación del sistema financiero, la liberalización del mercado de derivados, o la creciente laxitud de la supervisión fueron la norma en la fase alcista del ciclo. Una vez estalló la burbuja, las respuestas descoordinadas y unilaterales para estabilizar el sistema bancario nacional, aumentando la garantía de depósitos y extendiendo líneas de crédito o garantías para activos de alto riesgo, obligaban a los demás países a hacer lo mismo, para que los fondos no huyeran al país más seguro.

Así como en caso de insolvencia de un banco, el supervisor debe garantizar una solución coordinada, cuando un país no puede estabilizar su sistema financiero sin entrar en una crisis de pagos debe haber coordinación externa para aliviar la presión y contener el contagio.

Sin embargo, aunque la estabilidad es un beneficio colectivo, su consecución requiere soluciones asimétricas; quien se encuentra en mejores condiciones debe aceptar un cierto subsidio hacia los actores más débiles.

Durante el rescate financiero, la Reserva Federal dejó que bancos no americanos pudieran beneficiarse de sus programas y extendió líneas de canje de dólares a otros bancos centrales, asumiendo ser el prestamista internacional de último recurso. Esto contrasta con la gestión en la Eurozona, cuya lentitud en reconocer sus interdependencias y la necesidad de una solución colectiva acabó por provocar una recaída en la recesión, a pesar de los ingentes desembolsos de dinero público de los Estados miembro para el rescate y la estabilización de sus sistemas financieros nacionales.

El sistema financiero está plagado de externalidades e interdependencias que se amplifican y lo hacen inherentemente inestable. Es preciso que los modelos económicos capturen bien estas dinámicas complejas para informar los procesos de reforma financiera que están en marcha.

Los múltiples fallos de coordinación y acción colectiva, así como los incentivos de actores fuertes de abusar de situaciones asimétricas, obligan a una fuerte regulación. Al mismo tiempo, la interdependencia reguladora configura un entramado continuo de poder soberano.

Si no hay instancias políticas que domestiquen, desde un interés común, los azotes de las economías globales fuertemente integradas, las soluciones del multilateralismo corren el riesgo de ser insuficientes, en el mejor de los casos, y en el peor, de ser poco democráticas.

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