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Nada hay más popular hoy que atizar a los partidos políticos, presuntos causantes de todos nuestros males. Lo último es criticar la supuestamente intolerable presión a la que las élites de estos partidos someten a sus diputados. Estos últimos, legítimos representantes de la ciudadanía, se ven según esta crítica obligados a votar siempre de acuerdo a las directrices fijadas por la cúpula o el aparato, sacrificando incluso sus propias convicciones o ideas. La discusión sobre el posible voto díscolo de ciertos diputados populares en la reforma de la ley del aborto, o la ruptura ayer de la disciplina de voto por parte de tres diputados del PSC en el Parlament serían buenos ejemplos de ello.
Creo que todo este debate está terriblemente desenfocado. Nos caerán muy mal los partidos, sus cúpulas, sus aparatos y sus portavoces, pero resulta que en nuestro sistema democrático esas malvadas “directrices de partido” es lo único que los votantes podemos premiar o castigar cuando vamos a las urnas. A los partidos que dan “directrices” desagradables o que asociamos con malos resultados los castigamos y a los que dan “directrices” que nos gustan o que aumentan nuestro bienestar los premiamos. Ese sencillo mecanismo de rendición de cuentas es lo que estimula a los partidos a escucharnos y a intentar proponer políticas que respondan a nuestras demandas.
Este sin duda imperfecto mecanismo de premios y castigos contrasta con lo que ocurre cuando los diputados se dejan llevar por su propia “conciencia”. Las ideas y convicciones del número tres de la lista del PSOE por Málaga (es un ejemplo) serán muy loables, pero yo como ciudadano no tengo forma alguna de influir en ellas, tanto si me gustan como si no. En un sistema electoral como el nuestro, un diputado que deja de obedecer a lo que le dice su partido pasa a ser electoralmente “irresponsable” en el sentido de que deja de estar sometido al único mecanismo de control que los votantes tienen a su disposición: el voto en las siguientes elecciones. Dicho de otra forma, dado que votamos a partidos, el voto es efectivo en la medida que condiciona las acciones de los representantes a través de la influencia de los los partidos a los que hemos votado. Si lo que hacen nuestros representantes políticos deja de estar vinculado a las directrices partidistas, no nos quedará otra que confiar en que “la conciencia” de esos diputados funcione de manera similar a la nuestra. Buena suerte.
Otros aceptan que sean los partidos los que en circunstancias normales decidan sobre la orientación de voto de los parlamentarios, pero argumentan que hay cuestiones excepcionales (“de conciencia”) sobre las cuales los diputados deberían poder decidir en libertad y sin interferencias partidarias. No he sido capaz de encontrar una definición de lo que es un tema “de conciencia”, ni un catálogo de cuestiones que lo son o que no lo son. Haciendo un repaso a la historia reciente de nuestro país podríamos decir que son “de conciencia” la política de coaliciones del partido (así se justificaron Tamayo y Sáez), la política laboral (Antonio Gutiérrez), las condiciones bajo las cuales el aborto no es un delito (Celia Villalobos) o la solicitud al Congreso de la transferencia de competencias sobre consultas (Marina Geli). Al menos hasta ahora, son “de no conciencia” las reformas educativas, la retirada del acceso a la tarjeta sanitaria a los inmigrantes irregulares o la reforma de la Constitución en un fin de semana de Agosto, entre otras muchas. Lo único que las cuestiones de conciencia tienen en común es que los propios diputados afectados las definieron como tales, y nada más. En consecuencia, defender que en temas “de conciencia” los diputados pueden eludir la disciplina de partido es igual a dejar en manos de estos diputados la decisión de cuándo los votantes podemos fiscalizarles en las urnas y cuándo no. No parece algo muy sensato.
Un caso especial son aquellas cuestiones en las que el partido o la coalición decide abiertamente no tomar partido sobre un tema porque reconoce que es incapaz de adoptar una posición común entre sus miembros. Es el caso de Convergència i Unió sobre el aborto o el matrimonio homosexual. El reconocimiento de la incapacidad del partido de llegar a una posición común hace en cierto sentido legítimo la delegación del voto a cada parlamentario, aunque dado que a quien vota el ciudadano es a la coalición en su conjunto, pienso que en esos casos lo más razonable sería que el partido como tal se abstuviera (¿qué nos garantiza que la distribución de parlamentarios dentro del partido a favor y en contra de una determinada medida es la misma que la de votantes a favor y en contra de la misma?) y fuera el elector el que valorara en las urnas esa indecisión.
Dado que la justificación de la disciplina de partido descansa en el hecho de que en nuestro sistema votamos a listas de partidos y no a personas, alguien podría pensar que una alternativa podría ser la adopción de un sistema de listas abiertas (estableciendo una relación directa de los candidatos con sus votantes) o de circunscripciones uninominales (en las cuales el votante asocia la marca del partido a un representante concreto). No es de hecho casualidad que los sistemas parlamentarios en los que el electorado puede personalizar el voto, la disciplina de partido sea algo menor. Personalmente estoy a favor a la adopción de un sistema de listas abiertas “moderado” (por ejemplo, como el que se propuso recientemente para Asturias), pero esta es una solución que tiene también costes. Que cada diputado establezca vínculos diferentes e individualizados con sus representados hará más complicado el día a día parlamentario. Para algunas cosas este mayor pluralismo será sin duda sano, pero seguramente también dificultará la configuración de mayorías parlamentarias estables necesarias para llevar a cabo proyectos ambiciosos de transformación política, social o económica. Prescindir de los partidos como vehículo fundamental de la representación política no es gratis.