Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.
La crisis económica derivada de la pandemia del Coronavirus va camino de tener tal dimensión, que la Gran Recesión de hace apenas 13 años puede acabar siendo pequeña en comparación. Se trata de una crisis sin igual, tanto por su simultaneidad como por sus singulares características. Múltiples shocks afectan a la economía de manera sincrónica. Shocks de oferta, con contagios de trabajadores, disrupción de las cadenas de producción y parón obligado de muchas actividades económicas. Shocks de demanda, con hogares perdiendo trabajos e ingresos a gran velocidad, reduciendo su consumo; y empresas anticipando problemas, acumulando inventarios y recortando la inversión. Shocks financieros, en un sector cuya expansión ya acusaba señales de agotamiento, si la caída del valor de los activos desemboca en problemas de solvencia y las bancarrotas se generalizan.
Ante un escenario tan radicalmente incierto, las expectativas pesimistas se retroalimentan y ahondan la espiral negativa, y el único actor que tiene capacidad para garantizar la supervivencia de familias y del tejido económico, para actuar de cortafuegos y de asegurador de última instancia, es el sector público. Así, gobiernos y bancos centrales de todo el mundo se han embarcado en una inyección de liquidez sin precedentes en sus economías.
Sin embargo, no todos los Estados tienen la misma capacidad. Recientemente, Bruegel comparaba los tamaños de la respuesta fiscal de los distintos países ante la pandemia. La heterogeneidad es notable. En términos de gasto público sobre el PIB, las cifras van desde el 0,7%-0,9% de países como España e Italia, hasta el 6,9% en el caso de Alemania (mayor incluso al 5,5% de EE.UU.). España e Italia sufrieron de manera singular la Gran Recesión, que derivó en elevados niveles de deuda pública. Con el impacto profundo de la pandemia llueve sobre mojado, y ambos países quieren evitar una repetición de la crisis de la deuda.
En la Zona Euro, la ausencia de estabilizadores automáticos genera tensiones tanto en el mercado de bonos soberanos como en la política intergubernamental. Por ahora, el Banco Central Europeo ha podido aplacar el estrés en las primas de riesgo. Pero en el plano político parece emerger el conflicto entre acreedores y deudores a semejanza de las crisis europeas de 2012 y 2015.
Mientras el mundo se pregunta cómo poner a hibernar la economía sin causarle daños irreparables, en la Zona Euro la respuesta se vuelve a estancar por los obstáculos políticos a implementar mecanismos compartidos de riesgo (risk sharing) y de carga fiscal (burden sharing). Ante una crisis sanitaria tan dolorosa que en Europa se ha llevado la vida de más de 77.300 ciudadanos, causa perplejidad ver el retorno de ciertas narrativas y acusaciones centradas en el riesgo moral, que han causado un profundo malestar.
Desde muchos sectores de la sociedad civil, científica y política, también en el seno de países como Alemania y Holanda, proliferan llamadas a la solidaridad. Mientras en la crisis del 2008 se daba una cuasi unanimidad en la opinión pública de estos países en torno a la necesidad de austeridad, en esta ocasión el debate está más abierto y una solución ambiciosa a escala europea parece gozar de bastante apoyo.
Compartimos y agradecemos las apelaciones a la solidaridad, pero creemos que situar el debate sólo en términos morales desvía el foco de análisis y pierde perspectiva respecto al alcance del problema. La política monetaria mancomunada y la profunda integración económica generan externalidades e interdependencias que condicionan la capacidad de actuación de los Estados. Sin una respuesta conjunta, las asimetrías en el presente se tornarán divergencias en el futuro, pues difícilmente éstas se paliarán dentro de un área monetaria que tiende a generar desequilibrios comerciales entre los países y que, a su vez, carece de mecanismos de corrección de los mismos. Por ello, más que nunca la equidad interterritorial justifica una acción conjunta que intente reducir los impactos en la Eurozona que se derivarán de la actual crisis.
Es imposible que un Estado que debe responder simultáneamente a una crisis sanitaria y salvaguardar la actividad económica, pueda hacer frente también a desequilibrios fiscales. El riesgo es que ciertos Estados no gasten lo suficiente por miedo a reabrir un déficit que tanto ha costado cerrar, causando un daño innecesario en sus economías y ciudadanos en el corto plazo y lastrando la recuperación en el medio plazo.
Los gráficos muestran como las medidas nacionales anunciadas hasta el momento guardan poca correlación con el impacto estimado de la crisis en cada país. La respuesta europea se ha basado hasta el momento en una oferta de subvención del endeudamiento nacional a través de 3 instrumentos: el Banco Europeo de Inversiones (BEI), el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), y un programa de créditos para financiar los ERTEs, el SURE de la Comisión Europea. A la espera de que se concrete el Fondo para la Recuperación, lo acordado hasta ahora, a pesar de ser un primer paso necesario por la urgencia de liquidez y el riesgo de descontrol, dista de ser una respuesta fiscal ambiciosa y que soluciona los problemas de capacidad asimétrica que ahondan en las divergencias entre economías europeas.
Como cada crisis pone de relieve, la arquitectura incompleta de la Unión Monetaria hace que la estabilización de la economía de la Eurozona no sea automática sino contingente a los frágiles equilibrios de una gobernanza multilateral cuyo requisito de unanimidad tiene tendencia al bloqueo. Pero hay argumentos en términos de eficiencia e interés común superior que deberían permitir un acuerdo.
La inacción europea resultará costosa para el conjunto de países y no sólo para aquellos con menos márgenes fiscales. Si se disparan los costes fiscales sin que el BCE o los nuevos mecanismos de liquidez consigan contenerlos, el potencial desestabilizador de la economía continental es enorme. Las dinámicas de las economías más afectadas se propagarán al resto de países a medio plazo. Las cifras de desempleo, el cierre de empresas y el deterioro de las cuentas públicas hacen presagiar que la salida de la crisis difícilmente será en V. Las cadenas de producción extendidas a lo largo del mercado comunitario pueden sufrir una retracción si las caídas actuales de la demanda se mantienen en el tiempo. La economía continental corre el riesgo de caer en la irrelevancia global en términos geoeconómicos si la dinámica de estancamiento persiste.
Más allá de los argumentos económicos, la dimensión sanitaria justifica también de una solución conjunta. Bienvenidos los incipientes intercambios de recursos, pacientes y capacidades entre países, pero la solución no puede quedarse aquí. Los confinamientos en Italia y España actúan de cortafuegos del contagio hacia otros países, que se benefician de ellos sin asumir su severo coste económico.
Al ser un virus relativamente desconocido, la curva de aprendizaje médica es muy pronunciada al principio. Esto hace que el país que sufre primero la crisis sanitaria gaste relativamente más que aquellos que vendrán después, que habrán ganado tiempo, información, know-how y una capacidad de respuesta mejorada. El caos y la escasez en el mercado de material sanitario han obligado a la UE a establecer compras concertadas. Hay que aprovechar también las sinergias y economías de escala a nivel industrial para adaptar las cadenas de producción europeas y evitar cuellos de botella, acelerando la producción y disponibilidad de material necesario.
Además, hay que coordinar, integrar y orientar las múltiples iniciativas de investigación epidemiológica y terapéutica, a modo de misión pública paneuropea, permitiendo la eficiencia de la escala y anticipar las necesidades de producción industrial de potenciales vacunas y tratamientos. Si la pandemia se alarga con el tiempo, el coste y la efectividad de una solución conjunta frente a la descoordinación puede ser determinante.
Resulta desalentador constatar la ausencia de estos argumentos en el debate acerca de la acción europea ante la COVID-19. En lugar de destacar el interés compartido de una acción conjunta, cuyo potencial es mayor que el de la suma de las partes, se impone una falsa lógica de suma cero en la que si unos ganan es porque pierden otros. Por eso, no (sólo) se trata de solidaridad, sino de aumentar la capacidad de respuesta a través de nuevos instrumentos fiscales que doten de mayores recursos al presupuesto comunitario para que nos beneficiemos todos. De esta forma conseguiremos, por un lado, salir de la pandemia sin cicatrices más profundas y, por el otro, corregir fallos ya existentes en el propio mercado comunitario.
Una Unión que se muestra impotente y al borde de la fractura cada vez que emerge una situación de crisis es insostenible. En estos días que recordamos pandemias de siglos pretéritos, quizás lo peor sea tener que explicar a las generaciones futuras que la Unión Europa se paralizó no por incapacidad sanitaria, sino por la falta de acuerdo entre quienes sufrieron el golpe primero y quienes se creyeron a salvo. Estamos a tiempo de evitarlo.
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