En un artículo reciente, el economista Matías Cabello, de la universidad alemana Martin Luther King, sostiene que la Reforma y Contrarreforma que siguieron a la publicación de las tesis de Lutero llevaron a Europa a un fuerte retroceso en el uso de la razón. Al parecer, fue en los países católicos donde este golpe fue mayor, a juzgar por la brutal reducción de sus números de científicos. Muchos verán en ello la enésima confirmación de que el catolicismo no es un terreno propicio para el progreso (Weber, 'La ética protestante y el espíritu del capitalismo', 1905). Pero, pocas veces el pensamiento mecánico identifica bien las causas del cambio social. Cabello sostiene que la mayor eficacia represiva de la Contrarreforma radicó en la enorme capacidad logística de la Iglesia Católica. En cambio, las incipientes iglesias protestantes, que compartían su enardecimiento represor de la razón, nunca tuvieron esta ventaja logística.
Cuando el discurso de las causas únicas y las ideas refractarias a la crítica toma las instituciones, la razón reduce su espacio de maniobra. Nuestra política social es un buen entorno para comprobarlo. El pecado original de una buena parte de nuestros programas es replicar un discurso infantil sobre la vulnerabilidad que, a menudo, prioriza enfoques dogmáticos frente a la reflexión y los matices que exige la complejidad. Con notables excepciones, muchas intervenciones sociales son el resultado de cruzadas en torno a distintas versiones de la falacia del factor único, que convierten en víctima a casi cualquiera que pertenezca a una minoría. Esto crea espacios cómodos para los perezosos –ya sean víctimas o libertadores–predispuestos a señalar como responsables de todos los males a constructos vaporosos. Aunque con excepciones, tendemos a priorizar una visión de lo social que tiende a explicar demasiado a través de la disforia, la homofobia, la xenofobia o el machismo heteropatriarcal. Y así es como hemos desencadenado Reformas y Contrarreformas dotadas de una enorme capacidad institucional gracias a presupuestos generosos, reglamentos, ordenanzas y leyes que les inmuniza frente a la crítica.
Un espacio privilegiado para comprobarlo, es el de la evaluación de políticas sociales. Tener alguna responsabilidad pública en esta materia hace inevitable darse de bruces con los muros administrativos que hemos levantado en torno a múltiples falacias del factor único. No es necesario negar que exista la disfobia, la homofobia, la xenofobia o el machismo, para comprobar que la mera voluntad de evaluar –no digamos ya de llevar a cabo evaluaciones rigurosas–, despierta inmediatamente alarmas en aquellos bastiones de nuestra administración en los que hemos institucionalizado juicios rápidos que otorgan credenciales de víctimas y verdugos. Es paradójico ver cómo esta realidad convive alegremente con el discurso de muchos responsables políticos que ven en la evaluación una estrategia más para presentarse como reformistas.
Hoy, el negocio de los datos y la evaluación en la administración pública es poderoso. Es fácil sostener que cualquier constructo pueda explicar el comportamiento de ciertas minorías cuando solo se cruzan dos variables. El problema llega cuando los datos permiten ir más allá y ponen en jaque el monopolio causal de nuestras entelequias de cabecera. Es entonces cuando ciertos empleados públicos con trienios de lucha por la liberación de terceros ejercen su poder de veto e impiden decir, incluso con evidencia en la mano, que no todos los homosexuales o inmigrantes se sienten representados por aquellos a quienes la administración señala como sus representantes; que la brecha salarial entre hombres y mujeres tiene su origen en la maternidad (y que no sabemos muy bien cómo solucionarlo); que las crisis del siglo XXI se están cebando con los hombres menos cualificados, o que el fracaso escolar es un problema para los niños más que para las niñas.
Todos los fenómenos sociales son multicausales. La querencia por los datos combinada con el desinterés por lo técnico es un terreno propicio para la falacia del factor único. Mientras nuestro compromiso público con las causas sociales siga dando capacidad logística a discursos tan perezosos, las Reformas y Contrarreformas en marcha nos impedirán alcanzar los niveles de igualdad efectiva que nos hemos prometido.
En un artículo reciente, el economista Matías Cabello, de la universidad alemana Martin Luther King, sostiene que la Reforma y Contrarreforma que siguieron a la publicación de las tesis de Lutero llevaron a Europa a un fuerte retroceso en el uso de la razón. Al parecer, fue en los países católicos donde este golpe fue mayor, a juzgar por la brutal reducción de sus números de científicos. Muchos verán en ello la enésima confirmación de que el catolicismo no es un terreno propicio para el progreso (Weber, 'La ética protestante y el espíritu del capitalismo', 1905). Pero, pocas veces el pensamiento mecánico identifica bien las causas del cambio social. Cabello sostiene que la mayor eficacia represiva de la Contrarreforma radicó en la enorme capacidad logística de la Iglesia Católica. En cambio, las incipientes iglesias protestantes, que compartían su enardecimiento represor de la razón, nunca tuvieron esta ventaja logística.
Cuando el discurso de las causas únicas y las ideas refractarias a la crítica toma las instituciones, la razón reduce su espacio de maniobra. Nuestra política social es un buen entorno para comprobarlo. El pecado original de una buena parte de nuestros programas es replicar un discurso infantil sobre la vulnerabilidad que, a menudo, prioriza enfoques dogmáticos frente a la reflexión y los matices que exige la complejidad. Con notables excepciones, muchas intervenciones sociales son el resultado de cruzadas en torno a distintas versiones de la falacia del factor único, que convierten en víctima a casi cualquiera que pertenezca a una minoría. Esto crea espacios cómodos para los perezosos –ya sean víctimas o libertadores–predispuestos a señalar como responsables de todos los males a constructos vaporosos. Aunque con excepciones, tendemos a priorizar una visión de lo social que tiende a explicar demasiado a través de la disforia, la homofobia, la xenofobia o el machismo heteropatriarcal. Y así es como hemos desencadenado Reformas y Contrarreformas dotadas de una enorme capacidad institucional gracias a presupuestos generosos, reglamentos, ordenanzas y leyes que les inmuniza frente a la crítica.