¿Puede el fútbol ayudar a la paz? Los políticos muy a menudo utilizan los deportes para promover la paz tanto a nivel doméstico como internacional, por lo que responder esta pregunta es muy importante. Los políticos también intentan conseguir grandes eventos deportivos como Mundiales o Juegos Olímpicos con la buena intención de atraer la atención para el país (el consabido escaparate); obtener infraestructuras, dinero y trabajo; transformar ciudades (Barcelona 92); e intentar salvar su propia carrera política y aprender idiomas (no hacen falta ejemplos).
En general, existe la creencia de que el deporte puede ayudar a la paz. Así, Naciones Unidas declaró, en la resolución 67/296, el 23 de agosto del 2013 que el 6 de abril sería el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz. La fecha no es casual: el 6 de abril de 1896 en Atenas se inician los Juegos de la era moderna. En la misma línea, Barack Obama dijo “en un mundo en el que demasiadas veces presenciamos los aspectos más oscuros de la humanidad, la competición pacífica entre países, representa lo mejor de nuestra humanidad” (la traducción es mía). Y, sin embargo, tanto Naciones Unidas como Obama (y otros tantos) pueden estar equivocándose.
En un interesante trabajo del pasado mayo, Andrew Bertoli, doctorando en ciencia política en la Universidad de California Los Angeles (UCLA), se pregunta si las competiciones deportivas ayudan a la paz. Bertoli se centra en los mundiales de fútbol y los resultados indican que causan conflictos entre países. El trabajo de Bertoli es uno de los mejores ejemplos de cómo las ciencias sociales dan pautas sobre cómo funciona el mundo. Como en otras ocasiones en las que he escrito sobre investigaciones recientes, los datos son públicos.
Saber si los grandes eventos deportivos crean conflictos entre países, es importante para las sociedades. De hecho, es una pregunta recurrente tanto entre periodistas como entre académicos que han propuesto dos grandes explicaciones: la pacifista y la conflictiva.
La explicación pacifista se sustenta en dos teorías. La primera es la catártica: la agresividad está ahí y necesita soltarse mediante canales pacíficos. Vendría a ser algo así como el ejemplar padre de familia que cuando entra al estadio se pasa los noventa minutos insultando tanto al árbitro como al equipo rival. La segunda está implícita en las palabras de Obama: el deporte trae la paz porque cuando dos países compiten en un terreno de juego son más proclives a cooperar en otras áreas. El ejemplo clásico son los partidos de ping-pong entre China y los Estados Unidos en los setenta, pero también el “partido por la paz” al que el gobierno colombiano retó a las FARC en 2013 y en el que Valderrama invitó al más grande.
Lamentablemente, los argumentos que sustentan la explicación conflictiva también son persuasivos. Los sociólogos han demostrado que ante grandes eventos deportivos el discurso nacionalista en un país se torna más agresivo. Cómo algunas crónicas deportivas se exponen en términos militares es un ejemplo de ello. Desde las relaciones internacionales se argumenta que los eventos internacionales pueden ser problemáticos porque pueden incitar a la violencia entre ciudadanos que puede llegar al plano internacional.
El ejemplo más claro es la llamada guerra del fútbol -así acuñada por el gran reportero Ryszard Kapuscinki- en 1969 entre El Salvador y Honduras. Un segundo motivo es que pueden inducir a los políticos a ver a los otros países como competidores, lo que son en el terreno de juego. De hecho, a raíz de los encuentros clasificatorios para el mundial en 2009, Argelia y Egipto se enzarzaron en un conflicto que llevó a la Liga Árabe a afirmar que en el futuro los políticos y famosos se abstuvieran de asistir a los partidos.
Hasta la fecha no había un método claro para averiguar qué explicación es la más solvente. Por eso la propuesta de Bertoli es tan importante. Bertoli compara a los últimos equipos clasificados para ir al mundial con aquellos equipos que se quedaron a las puertas de ir por no más de dos puntos. La lógica es que la distribución de los (últimos) clasificados y la de los (primeros entre los) no clasificados es aleatoria. Precisamente por eso, los dos grupos de países deben ser parecidos , y -después de comprobarlo- tiene las condiciones de un experimento natural. El período de su estudio cubre desde 1958 hasta 2010.
Los resultados son demoledores: seis meses antes de calificarse para el mundial, los dos grupos de países muestran niveles iguales de agresión. Sin embargo, después de la clasificación, los que participan en el mundial se hacen más agresivos durante tres años. Durante estos tres años, los países clasificados tenían tres veces más posibilidades de atacar a otro país participante del mundial y cuatro veces más de atacar a un país rival tradicional. El problema no sólo es que los que se clasifican para el mundial causan conflicto, sino que este conflicto es más violento.
Debido al diseño de la investigación, los resultados son convincentes. Pero cabría preguntarse si los resultados para el mundial también se repiten para competiciones regionales como los campeonatos de Europa, etc. Con el mismo procedimiento (comparando el último clasificado con el primer no clasificado), Bertoli extiende el análisis para América, Africa, Oceania, Asia y Europa. Los resultados son similares: una vez los países se clasifican, se hacen más proclives a atacar a otro.
Obviamente, el trabajo de Bertoli tiene limitaciones. La más fundamental es que se limita, nada menos, que al fútbol de alta competición. Difícilmente el análisis tenga mucho sentido con deportes más minoritarios o a los que se presta menos atención. Pero en un país como el nuestro, en el que se le dedican horas y horas al deporte rey, estos resultados nos sirven para poner al fútbol en perspectiva. El segundo es que como la comparación se hace entre los países que se clasificaron por los pelos -como Corea del Norte en 2010-y aquellos que se quedaron fuera -como Arabia Saudí en 2010- (también por los pelos), cabe preguntarse por el impacto de aquellos que se clasificaron más fácilmente (como Brasil o España).
El brillante historiador Eric Hobsbawn escribió que la “comunidad imaginada de millones parece más real ante un equipo de once personas concretas. El individuo, incluso el que anima, se convierte en un símbolo de la nación en sí misma” (la traducción es mía). Cuando ganemos el próximo mundial y cantemos el “yo soy español, español, español”, tengamos en cuenta los hallazgos de Bertoli.
¿Puede el fútbol ayudar a la paz? Los políticos muy a menudo utilizan los deportes para promover la paz tanto a nivel doméstico como internacional, por lo que responder esta pregunta es muy importante. Los políticos también intentan conseguir grandes eventos deportivos como Mundiales o Juegos Olímpicos con la buena intención de atraer la atención para el país (el consabido escaparate); obtener infraestructuras, dinero y trabajo; transformar ciudades (Barcelona 92); e intentar salvar su propia carrera política y aprender idiomas (no hacen falta ejemplos).
En general, existe la creencia de que el deporte puede ayudar a la paz. Así, Naciones Unidas declaró, en la resolución 67/296, el 23 de agosto del 2013 que el 6 de abril sería el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz. La fecha no es casual: el 6 de abril de 1896 en Atenas se inician los Juegos de la era moderna. En la misma línea, Barack Obama dijo “en un mundo en el que demasiadas veces presenciamos los aspectos más oscuros de la humanidad, la competición pacífica entre países, representa lo mejor de nuestra humanidad” (la traducción es mía). Y, sin embargo, tanto Naciones Unidas como Obama (y otros tantos) pueden estar equivocándose.