Dice un refrán, probablemente español, que de noche todos los gatos son pardos. Que de noche no podemos distinguir a un gato de otro gato. Los gatos son, en este caso, lo que por comodidad taxonómica vamos a denominar “derecha populista”: Trump, Bolsonaro, Orban, Meloni, Milei y cuantos gusten ustedes sumar. Hago, entonces, una sugerencia: ¿y si miramos a los gatos de día? Si los miramos de día los gatos son de distinto color, y el término derecha populista explicará algo pero no todo, porque lo que no explica es la especificidad de cada caso, los rasgos diferenciales. No explica, entonces, la historia. En otras palabras, necesitamos de la luz del día para reflexionar sobre Milei, sobre las causas de su aparición en la escena pública, sobre su posible destino político.
Entonces, ¿quién es Milei, enfocado con suficiente luz? En primer lugar, Milei es un hombre sin pasado político, lo que le permite el lujo de declararse anti político. En eso no tiene mucho de novedoso. En segundo lugar se declara libertario, y eso sí es un exotismo a escala mundial. Muchos tuvieron que buscar en Google qué quería decir libertario. Pronto pudo comprenderse que la obsesión por la libertad como valor monotemático hacía juego con el encierro de la pandemia, y muchos argentinos conectaron eso con el funcionamiento entero de la nación. Después de ganar las elecciones generales, Milei es una tercera cosa, además del hombre sin pasado político y del libertario: es alguien que vive una enorme tensión entre sus dogmas y las complejidades de la administración, a la que le resultó una sorpresa llegar. Subrayemos la palabra tensión. Dogma y administración no se llevan bien, el presidente Felipe González lo sabe por experiencia y por inteligencia. Y peor se llevan cuando hay que enfrentar, como en la Argentina, un enorme desbarajuste económico. La agenda de Milei, aquello para lo que fue elegido, es terminar con ese desbarajuste, cuyo origen él remonta a más de cien años atrás. Es una desmesura, pero quizás no sea casual. Más de cien años significa el origen de la primera experiencia democrática argentina. Los libertarios siempre han desconfiado de la democracia, ese es uno de sus sesgos. Milei quiere volver a 1910, a las fiestas del primer centenario, a la bonanza conservadora; hay en ese deseo utópico una similitud con el kirchnerismo, que en las fiestas del bicentenario quería imitar la bonanza peronista de 1945. Dos anacronismos en competencia.
Dije dogma ¿Dónde descubrimos el dogma en Milei? El dogma está, antes que nada, en las palabras. Apenas lleva sesenta días de gobierno, y no sería justo juzgarlo por los hechos y por sus resultados. Fernando Henrique Cardoso dice que gobernar es explicar, y para ello se necesita hablar. Milei habla para sostener vivo el mito de una innovación política extraordinariamente ambiciosa, pero que sabe extraordinariamente débil. Milei es débil. No tiene recursos ni políticos ni institucionales. Tiene 38 diputados sobre 257; tiene 7 senadores sobre 72. No tiene gobernadores ni intendentes. Los militares, a diferencia del Brasil de Bolsonaro, afortunadamente pesan poco o nada en el devenir de la política. No hay tomas del Capitolio en el horizonte. La iglesia católica mayoritaria no le brinda apoyo. Milei solo tiene a su favor opinión pública, que siempre es volátil y no alcanza para sostener proyectos de cambio, como lo supo Alfonsín en marzo de 1984 al fracasar su proyecto de democratización sindical, apenas tres meses después de asumir la presidencia. En este contexto, quiero decir, provisoriamente, que no consigo ver un riesgo democrático en Milei; lo que veo es un riesgo sobre el rumbo de su gobierno.
Por eso las palabras disruptivas y desafiantes. Ese es su recurso político para que no se apague la llama de la imposible revolución libertaria. Dice Milei que él es la encarnación del anti estatismo radical. Dice que el Estado solo sirve para que los políticos corruptos e incompetentes estafen al pueblo y lo ahoguen con sus regulaciones perversas. Dice que la emisión monetaria y la inflación son una estafa de ese tirano implacable que es el Estado. Dice que la justicia social es otra estafa intermediada por los políticos para su propio beneficio. Durante la campaña electoral repitió mil veces su consigna favorita, que en su primera parte tiene reminiscencias españolas: “Vamos a terminar con la casta política…. y vamos a darle al pueblo la moneda más famosa del mundo en lugar de ese excremento que es el peso”. Dijo además que el Papa Francisco es la encarnación del maligno en la tierra (ya le pidió perdón cien veces, una presencial) y que se cierne sobre el mundo occidental la amenaza comunista, no solo por Irán, Hamás o Putin, sino también por la socialdemocracia tibia y feminista. Para medir el malestar de la sociedad argentina, digamos que con eso alcanzó para que Milei obtuviera el 30% de los votos en la primera vuelta electoral y el 56% en la segunda vuelta. Observando el paisaje social y económico heredado por Milei, incubado durante más de una década, la “casta política”, con responsabilidades desiguales, se lo tiene merecido.
¿Se puede usar, entonces, el término dogmático para calificar a Milei? Esperen un minuto. Un dogmático no es aquel que tiene ideas radicales, sino aquel que cree factible trasladarlas a la realidad sin ninguna transacción con esa realidad. Entonces, para concluir que Milei es un dogmático, hay que hacerse la pregunta central: ¿tengo que creerle a Milei todo este palabrerío casi religioso, o es solo un regate en el campo de juego de la política?; ¿no estará Milei fingiendo demencia para negociar, desde su posición ultra minoritaria en el Congreso, con la clase de personas a la que dice detestar? Si así fuera, estaríamos en presencia de un líder de derecha con olfato y con audacia. Nada grave. Sería “la normalización” de Milei. Si, por lo contrario, Milei no acepta la transacción con la realidad, estará todavía por verse si desde sus ideas dogmáticas puede saltar las vallas y cambiar a la Argentina, o si la Argentina estructurada, vital, anacrónica, corporativa e igualitaria, ducha en esmerilar a revolucionarios y reformistas, termina cambiándolo a él.
¿Y qué vemos, en ese sentido, en el Milei gobernando? Pasemos de las palabras a las cosas. Vemos vértigo y exaltación (además de improvisación). Vemos a un David que dice pelear contra Goliat. Retórica atractiva, sin dudas, pero con sustancia vaga. Mientras la inflación se aceleraba y el nivel de actividad se derrumbaba como consecuencia de sus propias políticas de sinceramiento de la represión kirchnerista de los mercados (¿hacía falta tanto?; ¿hacía falta tan rápido?), Milei lanzó dos proyectos monumentales de miles de páginas para transformar toda la arquitectura de la vida pública y privada argentinas, y exigiéndole al Congreso que los apruebe en treinta días. Milei no transó en ese instante con la realidad. Desafió el sentido común –quizás ese desafío sea, por el momento, su principal activo-.
Naturalmente cundió la alarma entre los legisladores, muchos de ellos de vocación reformista, pero distanciados de las rarezas anarco-capitalistas. De hecho, algunos de ellos, a los que podríamos calificar piadosamente de abnegados, jugaron el juego de Pigmalion, la obra de Bernard Shaw. Mr. Higgins intentando cambiar la fonética de la florista. Quizás hayan visto al plebeyo Milei como si fuera la florista. Fracasaron. A los dogmáticos, plebeyos o no, es muy difícil cambiarlos. En las idas y vueltas de la trama parlamentaria, el proyecto de Milei quedó sumamente recortado, y el presidente terminó retirándolo, exasperando a partir de eso su espíritu confrontativo. ¿La realidad derrotó al dogma?; ¿abrió esa exasperación la puerta al riesgo de deterioro democrático que más arriba subestimamos? No estamos seguros, pero el juego de Pigmalion ya no se seguirá jugando. En su lugar, asoma un nuevo experimento: el de una posible asociación formal entre la fuerza de Milei y la fuerza de Macri, la expresión del 56% de los votos que el presidente obtuvo en la segunda vuelta electoral. No hacía falta mucha inventiva política para imaginarlo.
Debo decirles que soy algo escéptico sobre el futuro. El camino de la reforma económica y social es largo, y además de largo es… dificilísimo. Voy a explicar por qué. Cuatro de los cinco candidatos que se presentaron a la primera vuelta electoral de 2023 sabían que poner sobre sus pies a la Argentina desquiciada e inflacionaria iba a requerir varios años de austeridad fiscal y de un tipo de cambio alto para exportar y acumular reservas, y eso quiere decir varios años de salarios reales bajos y pensiones reales bajas, no respecto a los exageradamente bajos registros de hoy, pero sí en relación a las aspiraciones colectivas. Los cuatro candidatos, no solo Milei, le iban a pedir a una mayoría social algo que parece absurdo: una ética de la paciencia en uno de los países más impacientes de la tierra. Y si bien la estabilización de precios que los cuatro prometieron puede ser, si es que llega, una importantísima estación aliviadora y popular en el camino largo, recuperar la confianza en una nueva moneda nacional que desplace al dólar como instrumento de ahorro parece cuento en la Argentina. “Confianza y moneda”, palabras rítmicamente repetidas a lo largo del tiempo hasta vaciarlas de sentido, desconectándolas del mundo productivo. Volver a ellas conlleva el mandato de la disciplina. Lo que nunca tuvimos.
El camino largo necesita, centralmente, de una aproximación conceptual y política de la que lo veo a Milei temperamental e ideológicamente lejos: las reformas económicas son orfebrería y consenso amplio, no solo coraje y voluntarismo. No son una shopping list en un mega-decreto o en una batería exuberante de leyes. Las reformas económicas que nos liberen de los conflictos social y federal de larga data, y construyan un nuevo balance en la relación entre Estado y corporaciones, demandan otra cosa, demandan visión sobre el futuro del progreso material perdido, secuencia de políticas, talento para acertar con la velocidad justa del cambio, explicación de los costos sociales, compensaciones a los sectores más vulnerables. Necesitan una arquitectura reflexionada y debatida políticamente. Necesitan un bagaje técnico –profesional que brilla por su ausencia en la gestión de Milei. Necesitan un relato persuasivo, un equilibrio social, no una bravuconada. En suma, las reformas necesitan de una clase dirigente que converse y –sorpresa– también necesitan de un Estado con los ojos debajo de la frente, y no en la nuca. Nada es más difícil que reformar la economía y la sociedad desde un Estado que el propio gobernante prefiere débil.
Además de todo esto, ya bastante complicado, las reformas económicas piden algo urgente que sin embargo no está en el centro de las preocupaciones argentinas: desentrañar el misterio de un mundo, que es terra incognita. ¿Cuál es el lugar de la Argentina en ese mundo al terminar el primer cuarto del siglo XXI? Muchos ven a Milei como el nuevo Menem. Eso es un error. Menem vivió la realidad de los años noventa, la de la victoria universal del capitalismo. Eso era una autopista ancha e iluminada. Era bastante más fácil encontrar el rumbo reformista. El contexto de Milei es…bruma.
Si Milei me escuchara esta reflexión sobre las complejidades del camino largo, seguramente huiría despavorido hacia el camino corto. ¿Qué es el camino corto? Milei dice que él es Moisés guiando a su pueblo a la tierra prometida en una marcha de cuarenta años, pero no es así. Nunca es así. Milei es, ya, un político, un político argentino que con el aliento en la nuca de una sociedad abatida pero demandante, buscará resultados rápidos y con rentabilidad electoral. No es una crítica particularizada, es lo que han hecho todos. No temo tanto la inevitable ansiedad de Milei, aún más atendible que el de muchos de sus antecesores por su posición minoritaria en el Parlamento. Lo que más temo es que para Milei, el resultado rápido se llame dolarización, la gran promesa popular-libertaria del siglo XXI a una sociedad desesperada, la promesa política que Milei repite incesantemente y sin la cual la realidad material del día a día se parece a un infierno. No dudo de que, cumpliendo esa promesa, Milei generaría una euforia intensa y transversal, una euforia que abarcaría desde el mundo de las finanzas hasta las barriadas populares. Dolarización es poder para Milei.
Y Milei tendría argumentos, más allá del impacto político. ¿Para qué empeñarse, después de tantos fracasos, en el vano ejercicio de embellecer un signo monetario emitido por un Banco Central desprestigiado, cuando para los argentinos el dólar es bello desde hace muchas décadas sin necesidad de maquillajes?; ¿no probamos ya con fijar el valor del dólar por decreto en el 1985 de Alfonsín y Sourrouille, y no probamos con fijarlo por ley en el 1991 de Menem y Cavallo? No fijemos ningún valor de nada en el futuro. No inventemos, ya más, monedas autóctonas inevitablemente destinadas a morir. Elijamos el dólar como moneda de una buena vez. Pasado tanto tiempo, el dólar no es solo un medio de pago crecientemente afincado en la Argentina. Ya es la nueva unidad de cuenta de facto de su pueblo, la herramienta con la que ese pueblo mide el valor de las cosas. Se parece a cuando, lentamente, en circunstancias completamente distintas, con mucho apoyo institucional y mucho cobijo de los vecinos poderosos, el euro reemplazó a la peseta en España, para asombro de sus ciudadanos y enfrentando durante una década enormes sobresaltos.
Me detengo aquí. Me parece que he cometido el pecado de ser convincente. He construido el Frankenstein de una dolarización políticamente defendible y hasta aparentemente sensata desde una perspectiva económica. Sin embargo, quiero destruir a ese Frankenstein antes de que cobre vida, y para ello voy a hacer dos advertencias. La primera es que no están ni los dólares ni las destrezas gubernativas para llevar adelante un proyecto de semejante envergadura y, mientras sea así, insistir con la dolarización retarda el fortalecimiento de una moneda nacional en un programa de estabilización menos aventurado. Este es el válido argumento de muchos economistas argentinos. La segunda advertencia me parece más dramática: si estuvieran los dólares y las capacidades técnicas, dar el paso final hacia la dolarización sería un problema enorme y de casi imposible reversibilidad. Los europeos que vivieron la Gran Recesión de 2008 y lo que luego siguió, me van a entender. Argentina sería, después de la dolarización, una sociedad tan compleja y volátil como lo es hoy, más estable en su dinámica de precios pero carente de una moneda, ni nacional ni comunitaria. El propio Milton Friedman, un favorito de Milei, se arrancaría los cabellos. Él sabía que la ausencia de política monetaria es también un problema productivo y un problema de empleo. Después de la dolarización, Argentina sería una Grecia pero aislada, una Grecia sin Europa y sin Banco Central Europeo; por lo tanto, probablemente condenada a cesaciones de pago recurrentes y a la ausencia de un proyecto colectivo. Un país inmunosuprimido. En esa Argentina que quizás baraje Milei, la propia noción de reforma económica pro crecimiento puede perder gran parte de su sentido, o demandar otro sentido, el de un hiperactivismo reformista y flexibilizador lindante con lo imposible, la reconversión de la Argentina a una sociedad de plastilina que cambia de forma con los vientos del mundo, el regreso fantasioso a una imagen del siglo XIX que ni siquiera es del todo verdadera (ese también es un sesgo libertario). Personalmente, no querría que los argentinos pasemos por ese trance. Sería una fase más del ciclo de ilusiones y desencantos que ha vivido el país.
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* Argentina en el callejón es el título de un libro de Tulio Halperín Donghi que hace exactamente sesenta años conmovió el pensamiento de la intelectualidad y la política argentinas. Todavía parece vigente.
** El contenido de este artículo procede del material generado en el contexto de los seminarios online KAVA de la Fundación Felipe González.
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