Dos meses después de las elecciones seguimos sin gobierno. El 22 de julio habrá un debate de investidura, pero la probabilidad de que esta sea fallida es bastante alta. Si así ocurre, el período de formación de gobierno se alargará y podríamos vernos abocados a unas nuevas elecciones en otoño.
La responsabilidad de este período extendido de formación (por ahora infructuosa) de gobierno es sin duda de nuestros políticos. Nadie parece dispuesto a moverse un ápice de su posición y este inmovilismo es irresponsable. No obstante, tenemos que ser conscientes que los políticos actúan conforme a unas reglas y nuestra Constitución está diseñada para un sistema bipartidista. El sistema actual asume, principalmente, que uno de los dos grandes partidos tiene una probabilidad alta de obtener mayoría absoluta y, si no es así, formaciones pequeñas, probablemente nacionalistas, intercambiarán algunas políticas por un apoyo en la investidura y la legislatura. En cambio, la transición hacia el multipartidismo que hemos vivido en España y el movimiento hacia el independentismo del nacionalismo catalán ha creado un desajuste entre las reglas de formación de gobierno y la realidad sobre la que se debe formar gobierno.
En primer lugar, el sistema español de investidura requiere una votación positiva en el Parlamento. Esto obliga a que todos los grupos políticos se pronuncien sobre una candidatura y todos han de avalarla o rechazarla explícitamente. En principio, esto no es un problema cuando es fácil forjar mayorías. En cambio, en la situación actual española, con bloques fragmentados y alta polarización, puede ocurrir simultáneamente que el partido que gane las elecciones no tenga facilidad para concertar una mayoría, mientras que tampoco existan mayorías alternativas. Así ocurrió en 2016 (hasta que el PSOE se abrió en canal con su abstención) y así parece que vuelve a ocurrir en 2019. En estas circunstancias, es preferible un sistema de investidura negativa, como el existente en países como Dinamarca, Noruega o Islandia. En estos países, el primer ministro recibe el mandato del Jefe de Estado y lidera el ejecutivo bajo la presunción de que tiene mayoría. Una vez investido, el Parlamento puede decidir retirar la confianza del ejecutivo cuando así lo decida, pero mientras no lo haga, esta se considera otorgada. Esto permite formar gobiernos cuando las mayorías son frágiles.
Otro factor que dificulta la formación de gobierno en el multipartidismo es la ausencia de plazos para la primera investidura. En España, cuando una investidura fracasa, la Constitución prevé unas elecciones automáticas si en dos meses nadie resulta investido. En cambio, no hay plazo para la primera investidura que ponga la cuenta atrás en marcha. En las circunstancias actuales, Pedro Sánchez ha tenido todos los incentivos, como los tuvo Rajoy en 2016, para retrasar al máximo la investidura y utilizar ese plazo extendido para aumentar su poder de negociación. Si en el multipartidismo es más complicado llegar a acuerdos de gobierno, la inexistencia de un plazo de partida puede instalar a todos los partidos en el inmovilismo a la espera de que se mueva el otro.
No solo eso. La ausencia de plazos para la investidura hace que acontecimientos como las elecciones que tuvimos el 26 de mayo retrase la formación de gobierno, que debería ser la prioridad de los partidos. Si para formar un gobierno son necesarios los pactos y los partidos consideran que esos pactos son arriesgados electoralmente, siempre encontrarán excusas para retrasarlos a un momento en el que consideren que son menos comprometidos.
Por último, otro factor que dificulta la formación de gobierno en nuestro escenario multipartidista es la moción de censura constructiva. Tal y como ocurre en Alemania, en España la Constitución decidió blindar a los gobiernos poniendo más difícil la retirada de confianza del Parlamento. En la mayoría de países, los parlamentos pueden proponer un voto de confianza por el que puede hacer caer al gobierno. En España, si el Parlamento propone una moción de censura, esta requiere que el Parlamento no solo esté de acuerdo en censurar al gobierno, sino que ha de proponer un candidato alternativo para que se convierta en Presidente. Es decir, no basta con que el Parlamento rechace al Presidente, sino que una mayoría de partidos de la oposición, que en el contexto actual es más fragmentada y heterogénea, ha de ponerse también de acuerdo en quién ha de convertirse en el nuevo Presidente del Gobierno. Esto blinda enormemente a los gobiernos. La situación se agrava con la prórroga automática de presupuestos. Si un partido en el gobierno no tiene una mayoría para aprobar presupuestos, puede alargar su período en el poder contando con las cuentas del año anterior.
Estas reglas, obviamente, dotan de mucha estabilidad a los gobiernos, que es lo que la Constitución buscaba. La contrapartida es que ralentizan la formación de los mismos. Si los partidos saben que, una vez invistan a un candidato, no van a poder retirarle el poder con facilidad (no en vano, solo hemos tenido una moción de censura exitosa en cuarenta años) y que, además, ni siquiera serán imprescindibles para los presupuestos, se lo pensarán dos veces antes de otorgarle la confianza (José Fernández-Albertos ahondaba en esta idea hace ya tres años aquí).
Estos son algunos factores institucionales que dificultan la formación de gobierno en un entorno multipartidista. Las reglas no han sido problemáticas en más de tres décadas de democracia, pero el cambio en nuestro panorama político conlleva también repensar el marco institucional Sería buena idea que si en algún momento abrimos el melón de la reforma constitucional, utilicemos la oportunidad para actualizar unas reglas que hoy parecen poner más obstáculos que facilitar la gobernabilidad.
(NOTA: este post fue escrito la semana pasada. Este fin de semana Eduardo Madina ha publicado una columna en El País titulada “Contra la cultura del bloqueo” que, en parte, coincide con los argumentos que aquí se exponen)Contra la cultura del bloqueo