En las últimas semanas miles de padres y madres habrán dedicado gran parte de su tiempo a solicitar una plaza en un centro escolar para sus hijos. Habrán recabado información sobre las características de los distintos centros, habrán valorado la cercanía a su domicilio, el ambiente escolar, el tipo de alumnado, los resultados académicos que se obtienen y habrán incluso desplegado estrategias bastante sofisticadas al ordenar sus preferencias. En un contexto en el que se tienen pocos hijos (y, en consecuencia, se invierte mucho más que en el pasado en la crianza de cada uno de ellos) y en el que existe una gran competición en el mercado laboral por los puestos cualificados, las familias son cada vez más conscientes de la importancia de la formación académica. Tratan de maximizar el éxito escolar y dotar a sus hijos de todas las oportunidades que sus recursos permitan para que este éxito se materialice en el futuro en una buena posición social. De hecho, en los últimos años se ha desarrollado enormemente algo que podríamos denominar “ciencia de la crianza”. Han proliferado los libros divulgativos (1, 2, 3, 4) que, basándose en evidencia científica más o menos refinada según los casos, tratan de enviar a los padres preocupados mensajes sencillos sobre qué pueden hacer para contribuir a que sus hijos logren objetivos tan variopintos como persistir en completar los deberes escolares o en la práctica de un instrumento, desarrollar resiliencia ante la presión social o tomar decisiones con autonomía.
El mensaje parece haber calado. Muchos padres y madres se han convertido en “científicos” expertos en educación y crianza: han leído sobre los beneficios de la estimulación temprana y de la lectura en voz alta a los niños, sobre los pros y contras de la crianza con apego y la lactancia, conocen la importancia de exponer a los niños a una segunda lengua en los primeros años de vida, los peligros de las grasas trans… El mercado, claro, ha reaccionado ofreciendo a las familias gran variedad de opciones para materializar estas inquietudes: cursos de apoyo a la lactancia, talleres de estimulación para bebés, escuelas con prácticas educativas innovadoras, academias con métodos alternativos para el aprendizaje de música o matemáticas…
La investigación en ciencias sociales confirma, sin embargo, que el “kit científico” con el que cuentan distintos tipos de familias para afrontar la crianza depende crucialmente de sus recursos. Y lo hace analizando un buen número de indicadores. Los padres y madres con más formación y/o una posición socioeconómica más acomodada leen con más frecuencia a sus hijos, utilizan un lenguaje más variado y sofisticado y ofrecen juegos con más contenido pedagógico. Se sabe también que inscriben a sus hijos en mayor medida en escuelas infantiles y pasan más horas a lo largo de la infancia cuidando de ellos. Recientemente se ha documentado asimismo una importante y creciente brecha en la participación en actividades extraescolares, clases de refuerzo y campamentos de verano.
Además, la escasa investigación que aún hay al respecto indica que la inversión monetaria que las familias hacen en sus hijos (en los Estados Unidos) no sólo ha aumentado en media y se ha ido concentrando progresivamente en las edades más tempranas, sino que además se ha hecho más desigual a lo largo del tiempo. En otras palabras, la diferencia en el dinero que familias con distintos niveles socioeconómicos invierten en sus hijos ha aumentado. En términos más generales, la evidencia empírica apoya la idea de que las clases medias y altas ejercen un estilo de crianza basado en la estructuración planificada y el acompañamiento de las actividades de los niños, mientras las clases trabajadoras suelen ejercer una crianza basada en mayor medida en el desarrollo natural de sus hijos. Estos hallazgos de Annette Lareau, que en su caso se referían a una zona concreta de los Estados Unidos, han tenido una enorme influencia en la sociología y se han visto confirmados después en otros contextos y periodos.
Que el tiempo y el dinero que las familias pueden dedicar a la crianza de sus hijos varíen según su posición socioeconómica tiene una traslación inmediata en términos de las oportunidades vitales de éstos. Sabemos por la investigación empírica que, incluso desde el momento de acceder a la educación primaria, los niños que proceden de familias con más recursos (educativos o materiales) obtienen puntuaciones mejores en habilidades cognitivas (como prelectura y precálculo), no cognitivas (desarrollo socioemocional) y tienen un mejor estado de salud. Estos hallazgos sugieren que gran parte de las diferencias en el rendimiento educativo que se manifestarán con posterioridad en realidad se generan fuera del ámbito escolar, más concretamente en las familias.
Resulta muy complicado determinar cuánto importan realmente las inversiones en tiempo y dinero que realizan las familias en todo tipo de actividades fuera de la escuela para promover el éxito escolar de sus hijos y, en términos más generales, en la posición social que se obtiene en la edad adulta. Sin embargo, podemos extraer algunas conclusiones a partir de evidencia indirecta, como, por ejemplo, de los trabajos que estudian qué ocurre con las habilidades cognitivas durante las vacaciones escolares. Un resultado recurrente en este tipo de literatura consiste en que la depreciación que sufren estas habilidades es mayor para los niños de familias con pocos recursos que para el resto. La diferencia en lo que aprenden (o en el ritmo al que lo aprenden) existe entre estos grupos durante el curso escolar, pero se intensifica de manera clara en los meses de vacaciones, cuando el elemento homogeneizador de estímulos que representa la escuela desaparece y las oportunidades de los niños quedan en manos de las familias y son, en consecuencia, mucho más heterogéneas. Es claro que mientras algunas familias podrán ofrecer a sus hijos experiencias gratificantes y estimulantes, podrán supervisar sus actividades y organizar sus agendas de manera que lo aprendido durante el año no se resienta o incluso se refuerce, otras se verán abocadas (por limitaciones presupuestarias, organizativas, por falta de información, contactos, ayuda o tiempo) a optar por actividades menos enriquecedoras. Lo mismo ocurre con los estilos de crianza en general y las actividades en particular que, a lo largo del curso, pueden ayudar a mejorar el rendimiento académico, reforzar materias en las que se detectan dificultades o fomentar habilidades que pueden resultar complementarias al currículo escolar.
En definitiva, las familias con más recursos están en mejor posición para activar estrategias que permitan a sus hijos mantener su posición social. Estas estrategias, como hemos visto, son enormemente variadas y suelen ir sofisticándose con el paso del tiempo: a medida que el acceso a una competencia (por ejemplo, el inglés) se universaliza, las familias con más recursos optan por la inversión en otras que logren diferenciar a sus hijos. Este escenario ilustra perfectamente la tensión entre la racionalidad individual que fundamenta el deseo legítimo de que nuestros propios hijos logren el éxito (definido en términos muy amplios, dado que para algunos padres consistirá en que obtengan buenas calificaciones o accedan a una ocupación bien remunerada, mientras para otros puede tratarse de que sean felices, logren vivir como deseen o sean capaces de tomar sus propias decisiones) y la creencia genuina en la igualdad de oportunidades y la justicia social, una tensión que en ocasiones la clase media experta en la “ciencia de la crianza” parece no querer conocer. Las implicaciones concretas de este fenómeno para la movilidad intergeneracional deben aún ser estudiadas con detalle pero podremos ir especulando, en futuros posts, sobre qué intervenciones son efectivas, legítimas y/o deseables para que el último libro de Jane Waldfogel, Too Many Children Left Behind, sea de ficción.
En las últimas semanas miles de padres y madres habrán dedicado gran parte de su tiempo a solicitar una plaza en un centro escolar para sus hijos. Habrán recabado información sobre las características de los distintos centros, habrán valorado la cercanía a su domicilio, el ambiente escolar, el tipo de alumnado, los resultados académicos que se obtienen y habrán incluso desplegado estrategias bastante sofisticadas al ordenar sus preferencias. En un contexto en el que se tienen pocos hijos (y, en consecuencia, se invierte mucho más que en el pasado en la crianza de cada uno de ellos) y en el que existe una gran competición en el mercado laboral por los puestos cualificados, las familias son cada vez más conscientes de la importancia de la formación académica. Tratan de maximizar el éxito escolar y dotar a sus hijos de todas las oportunidades que sus recursos permitan para que este éxito se materialice en el futuro en una buena posición social. De hecho, en los últimos años se ha desarrollado enormemente algo que podríamos denominar “ciencia de la crianza”. Han proliferado los libros divulgativos (1, 2, 3, 4) que, basándose en evidencia científica más o menos refinada según los casos, tratan de enviar a los padres preocupados mensajes sencillos sobre qué pueden hacer para contribuir a que sus hijos logren objetivos tan variopintos como persistir en completar los deberes escolares o en la práctica de un instrumento, desarrollar resiliencia ante la presión social o tomar decisiones con autonomía.
El mensaje parece haber calado. Muchos padres y madres se han convertido en “científicos” expertos en educación y crianza: han leído sobre los beneficios de la estimulación temprana y de la lectura en voz alta a los niños, sobre los pros y contras de la crianza con apego y la lactancia, conocen la importancia de exponer a los niños a una segunda lengua en los primeros años de vida, los peligros de las grasas trans… El mercado, claro, ha reaccionado ofreciendo a las familias gran variedad de opciones para materializar estas inquietudes: cursos de apoyo a la lactancia, talleres de estimulación para bebés, escuelas con prácticas educativas innovadoras, academias con métodos alternativos para el aprendizaje de música o matemáticas…