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Reforma de la fiscalidad corporativa: motivos, hitos y retos
Los principios de fiscalidad internacional se establecieron hace un siglo en el contexto de una economía menos globalizada y más analógica
Después de años de ver con impotencia cómo grandes empresas y patrimonios reducían su factura fiscal explotando incoherencias entre códigos tributarios y cobijándose en jurisdicciones de fiscalidad baja, en estas últimas semanas se han producido pasos de gigante de cara a atajar el problema con un gran acuerdo de reforma de la fiscalidad internacional. El acuerdo, firmado el 1 de julio por 130 países del marco inclusivo de la OCDE y ratificado por el G-20 la semana pasada, busca actualizar la noción de nexo fiscal y establecer un mínimo efectivo en el impuesto de sociedades para alcanzar una fiscalidad más justa en un mundo profundamente globalizado, financiarizado y digitalizado. Si hasta ahora la fiscalidad ha sido por principio una competencia nacional y cada jurisdicción decidía su código tributario, las interdependencias que genera la integración económica han propiciado una competencia fiscal a la baja insostenible para hacer frente a la desigualdad y a los retos del Estado del Bienestar.
Una multinacional combina procesos productivos de distintas jurisdicciones para vender potencialmente en todo el mundo y revertir los beneficios a sus accionistas. En este proceso se producen al menos tres hechos imponibles: la producción, el consumo, y la distribución de beneficios. Cuando los flujos económicos cruzan fronteras o se poseen activos en el exterior, los estados han establecido una amalgama de acuerdos bilaterales y multilaterales con el fin de evitar la doble imposición (que un mismo flujo tribute dos veces en dos jurisdicciones diferentes por el mismo concepto). Hasta ahora, los principios de fiscalidad internacional otorgaban derechos tributarios a dos jurisdicciones: en la fuente, donde tiene lugar la producción (y no la venta), tributa el ingreso activo, es decir, los beneficios. La presencia física de factores productivos como el capital y el trabajo son indicativos de que una empresa tiene un establecimiento permanente en una determinada jurisdicción, y por lo tanto está sujeta a imposición en ella. En la jurisdicción de residencia de los propietarios tributa el ingreso pasivo, es decir, el derivado de la propiedad de los activos, como dividendos, intereses, regalías o ganancias de capital.
Los principios de fiscalidad internacional también establecen que las distintas subsidiarias y filiales de una multinacional deben mantener una contabilidad separada, valorando el comercio de bienes y servicios intragrupo bajo las condiciones comerciales que habrían prevalecido si no hubieran estado vinculadas. Este principio de libre concurrencia, o arm’s length principle, es de difícil aplicabilidad práctica y facilita la manipulación de los precios de transferencia, permitiendo a las multinacionales trasladar beneficios exportando a precios exorbitados hacia filiales en jurisdicciones con fiscalidad elevada, erosionando sus bases imponibles. Por un lado, en muchos casos no hay condiciones comerciales comparables para juzgar objetivamente si el valor está bien fijado. Por otro lado, el principio de libre concurrencia tiene poco sentido económico, al ser contradictorio con la naturaleza de las multinacionales, que deberían ser más rentables que la suma de sus partes, precisamente porque la integración vertical se produce buscando ganancias de eficiencia y la horizontal economías de escala. Las diferentes filiales de una multinacional internalizan el impacto que tienen sobre el resto, mancomunan riesgos y explotan su complementariedad.
Además, estos principios de fiscalidad internacional se establecieron hace un siglo en el contexto de una economía menos globalizada y más analógica. La profunda integración económica de las últimas décadas ha separado geográficamente los procesos de producción, distribución y consumo, involucrando múltiples jurisdicciones, facilitando el arbitraje regulador que permite explotar incoherencias en los códigos tributarios a través de los tratados de doble imposición para acabar logrando una doble no imposición. La globalización aumenta la movilidad del capital y la proliferación de instrumentos financieros y entramados corporativos de gestión transfronteriza de activos dificultan la aplicación de la diligencia debida y la verificación de los beneficiarios últimos de las transacciones económicas, generando de facto ingresos sin estado ni propietario. Más del 20% de inversión extranjera directa no es propiedad de una persona física identificable. En países como Luxemburgo, Chipre, Malta, Holanda o Irlanda los stocks de inversión extranjera directa representan varios múltiplos de su PIB, que no corresponden a actividad económica real sino a flujos en tránsito en busca de ahorro fiscal (el caso de Luxemburgo es paradigmático, en 2017 su stock de inversión extranjera directa era 6.749 veces su PIB).
Paralelamente, la digitalización de los procesos productivos ha facilitado la provisión remota de servicios, de manera que empresas con alta presencia comercial en determinadas jurisdicciones pueden evitar la consideración de establecimiento permanente. Para plataformas digitales, cuyos usuarios y sus datos y contenidos suponen una fuente principal de valor, es difícil argumentar que parte de la producción no tiene lugar en las jurisdicciones de mercado. El aumento de la importancia de activos intangibles permite a las empresas ubicarlos estratégicamente en jurisdicciones con baja presión fiscal, además de tratarse de un capital tan específico que dificulta mucho la aplicación del principio de concurrencia, dando lugar a abusos de los precios de transferencia. El uso intensivo de datos y algoritmos en la producción genera fuertes economías de escala y alcance y externalidades de red, y ha propiciado la emergencia de empresas con gran poder de mercado, precisamente esas rentas que querríamos tasar más.
No es de extrañar, pues, que los principios de fiscalidad internacional hayan supuesto un coladero para abusos de ley que permiten a grandes corporaciones multinacionales reducir su factura fiscal a través de una multiplicidad de técnicas, como el abuso de los precios de transferencia, la localización estratégica de capital intangible, el endeudamiento intragrupo, el arbitraje regulador o la elusión del estatus de residencia permanente. Los diferenciales en el tipo impositivo, en la definición de la base imponible y en el estatus de residencia entre países generan fuertes incentivos para intentar trasladar los beneficios allí donde tributen menos. Los estados lo saben y actúan en consecuencia, bajando sus tipos impositivos para atraerlos, erosionando las bases fiscales de sus vecinos, que reaccionan a su vez de igual forma. En los últimos años se ha producido una competencia fiscal a la baja que ha reducido el impuesto de sociedades en todo el mundo. Como muestra el gráfico, en Europa, la media no ponderada del tipo de estatutario de sociedades se ha reducido del 35% en 1995 hasta el 21% en 2021.
En un mundo globalizado los sistemas reguladores son interdependientes y eso pone en entredicho la idea de la soberanía fiscal absoluta, más cuando la falta de coordinación lleva a un equilibrio perjudicial para todos. La competencia fiscal a la baja tiene consecuencias sobre cómo se produce el reparto de las rentas antes de impuestos y la posibilidad de alcanzar un reparto más justo por la acción de nuestro sistema fiscal. En primer lugar, las bases imponibles más móviles consiguen reducir su presión fiscal, tornando el sistema más regresivo, porque el mayor peso de la recaudación tiende a recaer sobre el consumo más que el ingreso, sobre el factor trabajo más que el factor capital, y sobre las PyMEs geográficamente localizadas, más que las multinacionales. Esto distorsiona la competencia leal y neutral entre empresas (más de una vez la Comisaria de la competencia europea Margrethe Vestager ha intentado perseguir concesiones fiscales a grandes empresas en estos términos, con éxito relativo). En el informe país por país publicado por la Agencia Tributaria con datos de 112 multinacionales de matriz española que facturan más de 750 mil millones de euros globalmente, 22 de ellas, que suponen un 18,5% de la facturación y casi un 26,6% del beneficio, apenas aportan el 2,1% de los ingresos fiscales.
El acuerdo alcanzado estas últimas semanas es un intento de romper con estas dinámicas a través de dos pilares. El primero redefine el nexo fiscal atribuyendo derechos tributarios a las jurisdicciones de mercado. Si bien esto reconoce la nueva naturaleza de los procesos productivos digitales, también es cierto que la producción, el consumo y la propiedad globales no se reparten equitativamente entre jurisdicciones. Mientras la producción se sitúa mayoritariamente en países en vías de desarrollo, el consumo se ubica de manera preponderante en los países ricos, y la propiedad está mucho más concentrada. El segundo pilar derriba el mito de la doble imposición proponiendo un mínimo global efectivo en el impuesto de sociedades a través de retenciones en la fuente y subsanando el diferencial impositivo en residencia. Aunque es un primer paso, un mínimo efectivo del 15% es bajo como para que sea restrictivo en muchos casos, y si ciertos países, como Irlanda, se niegan a colaborar, seguirán existiendo rendijas de elusión fiscal para las empresas. La solución definitiva pasa por armonizar la fiscalidad corporativa y apostar por la tributación unitaria de las multinacionales, repartiendo sus beneficios en base a reglas que aseguren un reparto equitativo de los derechos tributarios entre distintas jurisdicciones.
Después de años de ver con impotencia cómo grandes empresas y patrimonios reducían su factura fiscal explotando incoherencias entre códigos tributarios y cobijándose en jurisdicciones de fiscalidad baja, en estas últimas semanas se han producido pasos de gigante de cara a atajar el problema con un gran acuerdo de reforma de la fiscalidad internacional. El acuerdo, firmado el 1 de julio por 130 países del marco inclusivo de la OCDE y ratificado por el G-20 la semana pasada, busca actualizar la noción de nexo fiscal y establecer un mínimo efectivo en el impuesto de sociedades para alcanzar una fiscalidad más justa en un mundo profundamente globalizado, financiarizado y digitalizado. Si hasta ahora la fiscalidad ha sido por principio una competencia nacional y cada jurisdicción decidía su código tributario, las interdependencias que genera la integración económica han propiciado una competencia fiscal a la baja insostenible para hacer frente a la desigualdad y a los retos del Estado del Bienestar.
Una multinacional combina procesos productivos de distintas jurisdicciones para vender potencialmente en todo el mundo y revertir los beneficios a sus accionistas. En este proceso se producen al menos tres hechos imponibles: la producción, el consumo, y la distribución de beneficios. Cuando los flujos económicos cruzan fronteras o se poseen activos en el exterior, los estados han establecido una amalgama de acuerdos bilaterales y multilaterales con el fin de evitar la doble imposición (que un mismo flujo tribute dos veces en dos jurisdicciones diferentes por el mismo concepto). Hasta ahora, los principios de fiscalidad internacional otorgaban derechos tributarios a dos jurisdicciones: en la fuente, donde tiene lugar la producción (y no la venta), tributa el ingreso activo, es decir, los beneficios. La presencia física de factores productivos como el capital y el trabajo son indicativos de que una empresa tiene un establecimiento permanente en una determinada jurisdicción, y por lo tanto está sujeta a imposición en ella. En la jurisdicción de residencia de los propietarios tributa el ingreso pasivo, es decir, el derivado de la propiedad de los activos, como dividendos, intereses, regalías o ganancias de capital.