El 11S fue orquestado por el gobierno de EEUU, Diana de Gales fue asesinada por orden de la familia real británica, la izquierda ocultó la verdadera autoría del 11M. O Bill y Melinda Gates incluirán microchips y diversos metales tóxicos en su (futurible) vacuna de la COVID-19 para, con ayuda del 5G y la colaboración de gobiernos nacionales como el de Pedro Sánchez, culminar su “plan macabro y supremacista”. Esta última “idea” es solo el último ejemplo de la creciente difusión de teorías de la conspiración.
Todos hemos oído hablar de ellas, pero ¿cuánta gente cree en teorías de la conspiración? Mucha, aunque es difícil dar una cifra exacta. Según Oliver y Wood, autores de Conspiracy Theories and the Paranoid Style(s) of Mass Opinion, al menos la mitad de la población de EEUU cree al menos en una. Respecto a España sabemos, gracias a datos de YouGov que un 14% de los encuestados creen que el Gobierno de EEUU colaboró en los atentados del 11S y un 35% opinan que “independientemente de quien esté oficialmente al mando en el Gobierno y otras organizaciones, hay un grupo de personas que secretamente controlan lo que ocurre y gobiernan el mundo juntos”.
Para creer en una teoría de la conspiración es necesario, en primer lugar, recibir información que apunte a la misma, preferiblemente que la exponga explícitamente. Pero no todas las personas que reciben esa información suscriben la teoría que se les presenta: hay un primer filtro, compuesto fundamentalmente por factores psicológicos, que establece si una persona es receptiva a teorías de la conspiración. Si no lo es, probablemente hará oídos sordos sin mayor consideración.
Este primer filtro tiene mucho que ver con el poder. “Las teorías de la conspiración son para perdedores”, como han condensado los investigadores Uscinski y Parent; es decir, para personas que se sienten sin poder, vulnerables, a menudo por ser parte de una minoría oprimida o por ser votantes de un partido que ha sufrido una derrota electoral. Basta inducir sensación de incertidumbre para que aumente la disposición a creer en ellas. ¿Por qué? Porque las teorías de la conspiración son teorías que permiten a quien se las cree sentir que tiene una información privilegiada y relevante, algo que le da parte del poder que extraña y le permite asirse a una certeza.
Juega también un papel la tendencia a caer en ciertos sesgos cognitivos (tendencias intuitivas en el análisis). El de proporcionalidad remite a pensar que los grandes sucesos deben tener grandes causas (“el COVID-19 ha tenido un gran impacto, por lo que no puede estar causado por una mera casualidad”). El sesgo de proyección hace pensar a las personas que se creen las teorías que, de encontrarse en esos escenarios, con el poder de decisión, participarían en la conspiración (“si yo fuera el gobierno de China, hubiera lanzado el virus en mi beneficio”). Y el de intencionalidad lleva a atribuir a la intención lo que puede ser mera casualidad (“la propagación de la COVID-19 se debe a actos deliberados de los gobernantes con ese fin”).
Pero no todo nos dirige a la senda de las teorías de la conspiración: la alta capacidad analítica y la confianza en uno mismo, en los otros y en las instituciones nos hacen menos susceptibles a ellas.
Muerta y viva al mismo tiempo: ¿por qué creemos en teorías de la conspiración contradictorias?
Los investigadores Wood, Douglas y Sutton se encontraron con una paradoja al estudiar teorías de la conspiración sobre el fallecimiento de Diana de Gales: cuanto mayor grado de acuerdo manifestaban los encuestados con la teoría de que Lady Diana había fingido su propia muerte, más lo hacían también con la teoría de que había sido asesinada. Parece incompatible: no es posible que Diana esté muerta y viva al mismo tiempo.
¿Cómo se concilian estas ideas sin recurrir al gato de Schrödinger? Es sencillo. Aunque son contradictorias entre sí, son coherentes con una creencia superior, más fuerte: que las élites nos ocultan algo. Los detalles de la teoría son secundarios porque la clave está en que la narrativa oficial es falsa y, sea la que sea, hay una conspiración. Las teorías son, entonces, subsidiarias: si Diana de Gales no fue asesinada, fingió su muerte, pero algo huele mal en la versión oficial.
El descubrimiento de esta paradoja, unido a la muy documentada tendencia de las personas que creen en una teoría de la conspiración a creer en otras, ha llevado a hablar de “mentalidad conspirativa”: quien tiene un alto grado de esta “mentalidad” es más proclive a ver conspiraciones. Queda mucho camino por recorrer en este campo de investigación, pero de momento sabemos que la “mentalidad conspirativa” funciona como cualquier otra identificación sociopolítica (por ejemplo, ser de izquierdas o de derechas): es un cristal a través del que miramos el mundo, condicionando nuestra percepción de la realidad.
¿Por qué creemos en unas teorías de la conspiración y no en otras?
No todas las personas que creen en alguna teoría de la conspiración creen en todas las que se les proponen. Hay un segundo filtro: la consonancia de la teoría concreta con las ideas previas de cada uno (orientación política, identidad de partido…) Si la teoría es disonante, no importa que la persona sea propensa a creer en teorías de la conspiración: probablemente hará oídos sordos. En cambio, si apoya sus ideas previas seguramente la incorpore a sus creencias.
Con el fin de evitar la incomodidad que produce creer en ideas contradictorias, a menudo procesamos sesgadamente la información nueva que recibimos, de forma que podamos llegar a conclusiones coherentes con lo que ya creíamos. Y para evitar la disonancia, por ejemplo, rechazamos con más facilidad lo que deja en mal lugar a nuestro partido político (en el caso de las teorías, aquellas que les señala como “conspiradores”) y aceptamos de la misma manera lo que desde éste se nos comunica o lo que encaja con sus principios.
Con todo esto en mente, podríamos decir que es probable que un ciudadano estadounidense crea en la teoría de la conspiración que afirma que Barack Obama no nació en EEUU si (1) tiene tendencia a creer en conspiraciones y (2) es republicano o independiente (pero no demócrata). Cabe resumirlo parafraseando a Walter Lippman: buscamos en las teorías de la conspiración lo mismo que un borracho busca en una farola: más que iluminación, apoyo.
¿Cómo actuar frente a las teorías de la conspiración?
Las teorías de la conspiración no son inherentemente nocivas: al fin y al cabo, es sano estar alerta ante las actuaciones de las personas poderosas porque no es descabellado que algunas conspiren en su propio beneficio y contra el interés general. Pueden incluso moderar la tendencia de los gobiernos al secretismo e impulsar la rendición de cuentas.
No obstante, la difusión masiva de teorías de la conspiración sin ninguna base fáctica es peligrosa porque quienes crean en ellas actuarán en consecuencia; no vacunando a sus hijos si creen que las vacunas son un engaño de la industria farmacéutica (o que contienen microchips) o incumpliendo las normas y recomendaciones sanitarias de control de la COVID-19 si creen que el virus no existe. Es más: basta recibir información sobre una teoría de la conspiración para que disminuya la intención de participar en política. Los daños de la difusión masiva de teorías de la conspiración pueden ser irreparables.
No hay ninguna fórmula mágica para combatir la proliferación de estas teorías. Las redes facilitan enormemente una viralización difícil de controlar, aún más cuando los “teóricos” son personajes con gran capacidad de difusión como Miguel Bosé.
Algunas investigaciones apuntan a que desmentir las teorías puede tener un efecto inoculador; es decir, si a alguien se le presenta la teoría de la conspiración rebatida será más difícil que se la crea si se le presenta en el futuro. Sin embargo, esto no solo no sirve para convencer a quienes ya creen que hay una conspiración, sino que puede reforzar su creencia; por lo que tiene una aplicación práctica limitada: para cuando una teoría ha adquirido un nivel de relevancia tal que justifique desmentirla públicamente, muchas personas ya creen en ella.
Teniendo en cuenta el factor de la percepción de falta de poder, es posible que empoderar a los más vulnerables mediante mayor acceso a la educación y mayor capacidad de decisión sobre su vida y su entorno (mediante, por ejemplo, un mejor acceso a la participación política) pueda reducir el número de personas susceptibles a creer en teorías de la conspiración. Esta vía es más difícil y requerirá más tiempo y esfuerzo, pero no debería ser descartada.
Lo que parece claro es que mientras vivamos en una sociedad en la que muchas personas se sienten (en ocasiones con razón), a la merced de intereses y decisiones fuera de su control, seguirán contándose por millones los creyentes en teorías de la conspiración. Éstas han formado siempre parte de nuestras sociedades y lo seguirán haciendo, sólo podemos tratar que lo hagan en la menor medida posible.
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