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Denigrante
Hace un año, justo antes de que empezara todo esto, nos citaron a cuatro personas trans (un hombre, una persona no binaria, otra mujer y yo) para hablar sobre las realidades trans. Nos convocó un medio de comunicación muy relevante y ya me extrañó a mí que se interesaran por nuestras realidades, luego me iría dando cuenta de que el propósito era llamar la atención sobre un producto para televisión que abordaba la vida de una mujer trans y que tenían algún interés en promocionar. Y ya todo fue alrededor de eso.
Aún recuerdo cómo era la vida entonces. Llegamos a un bar que había propuesto yo, uno en el que trabajaba la compañera de piso de una amiga mía muy querida. Era un sitio amplio. Íbamos sin mascarillas, sin fijarnos a qué distancia estaban las otras personas salvo para no chocarnos con ellas. Nos cogíamos las manos y luego nos frotábamos los ojos, cada quien los suyos, a ver qué te piensas. Nos dábamos a probar nuestras bebidas y comidas sin miedo a contagiarnos nada. Era todo felicidad, armonía y comunión. Hasta que alguien usó el adjetivo “denigrante”. Entonces aparecieron las mascarillas de la indignación, el gel hidroalcohólico del rechazo y la distancia social de la corrección política. El consenso unánime de todo el mundo era que no se podía usar el adjetivo “denigrante” porque era racista, porque venía del latín denigrare, ennegrecer, y el racismo es algo reservado en exclusiva a las personas negras. O de piel más oscura que la de… alguien que no ha venido hoy. Gente como Antonio Banderas, joder.
Efectivamente, denigrar es echar basurita sobre algo blanco que es en principio la reputación de una persona. Y es latín. Si algún defecto no tenía la sociedad romana, este era el racismo. Y si hubo algo así como un desprecio a alguien por su origen étnico, ocurrió con personas celtas o germánicas, gentes bastante más blancas de piel que la romana común: un señor sirio romanizado no denigra a un prisionero vándalo por el color de su piel. ¿Clasismo? A tope con él, sobre todo con la oligarquía arribista hispana. ¿Complejo de inferioridad? Seguro, con las poblaciones griegas a las que subyugaron pero cuya cultura veneraban. ¿Rencillas históricas de carácter étnico? Se me ocurre que la gente de la Tripolitania de origen púnico podía tener algún rencor acumulado, pero lo mismo tampoco, ¿eh? Septimio Severo provenía de Leptis Magna. Y, oye, el hombre llegó a emperador, que no está mal tampoco, no había mucho más a lo que aspirar en aquella parte del mundo entonces.
Mira qué bien me viene Leptis Magna, en la actual Túnez, ahora que caigo. El emperador que a comienzos del siglo II le concedió a la población de Leptis Magna la ciudadanía romana, reconociéndola como colonia, era un señor hispano descendiente de indígenas turdetanos (del actual valle del Guadalquivir) que se llamaba Trajano. Además era gay, pero eso tampoco era motivo de conversación, por lo visto. Por lo menos no en un libro de un señor que se apellidaba Posteguillo que me leí un verano aciago. El libro se llamaba Los asesinos del emperador y lo saqué de la biblioteca del pueblito en el que nos estábamos quedando. Lo elegí porque era muy gordo y yo soy de las que se aburren en la playa, pero no se resisten a coger color de gente (a denigrarse, dirían mis contertulios, supongo). Ahora sé que Posteguillo no viene de “post”. Al lío: cuando Trajano, medio romano medio turdetano, concedió la ciudadanía romana a la población de Leptis Magna, nombró ecuestre, un cargo con competencias en materia fiscal, representativa y militar, a uno de los señores que ejercía de alcalde y que habría de convertirse en abuelo de otro futuro emperador romano: Septimio Severo. (Por cierto, Septimio Severo conquistó la dignidad imperial a gladiazo limpio en una situación de guerra civil abierta en la que uno de sus contrincantes era Cayo Pescenio Niger. ¡Niger! No hay más preguntas, señoría). Pues este muchacho, Severo, también tenía ascendencia amazigh y púnica, no sé si una sociedad racista europea actual habría tolerado un emperador genuinamente norteafricano con tanta alegría. Septimio Severo se casó con una mujer, Julia Domna, de una familia siria árabe. Por cierto, y ya que estamos denigrando, la palabra domna en árabe arcaico significa negro. No hace referencia al color de piel sino a la naturaleza meteorítica del material del que estaría construido el ónfalo que representaría al dios Baal o el que le tocara a su familia por la parroquia, pero significa negro.
Septimio y Julia tuvieron dos hijos, que yo sepa, Lucio Septimio Basiano y Publio Septimio Geta. (No es por ser pesada, pero los getas eran una tribu bárbara tracia a la que combatieron tanto los griegos como los romanos, eran muchos los siglos que habían pasado desde que los getas habían dejado de ser un problema para Roma cuando nuestro Geta nació y puede que el nombre no tenga nada que ver con eso. Pero todavía en el siglo IV gente como Estilicón, que por cierto era medio vándalo, se refería a los visigodos, que nunca me han caído bien y no por eso los denigró, como getas).
Geta no prosperó mucho en la vida, hasta el punto de que suicidó. O lo suicidaron. Depende de a quién le preguntes. En Alejandría estaban seguros de que su hermano, que acabó siendo emperador, no solo lo había matado sino que además lo había hecho por impulsos incestuosos, para ser el único que se acostara con su madre Julia Domna. La gente de Alejandría ya se sabe, con tanta biblioteca y tanto papiro, acababa creyéndose cualquier infundio. A Lucio Septimio Basiano, al que hoy conocemos como Caracalla, aunque dudo que jamás nadie haya tenido el valor de llamarle eso a la cara, le sentó regular el cotilleo y quemó la Biblioteca de Alejandría, continuando con una tradición muy sólidamente asentada y que Irene Vallejo narra muy bien en El infinito en un junco. Y aquí es donde se demuestra la superioridad del cuneiforme sobre el papiro, el papel, el pergamino y la pantalla: cuando arde la biblioteca de Assurbanipal en Nínive lo único que pasa es que las tablillas de arcilla se cuecen un poco más y a otra cosa. ¡Y como son en relieve pueden leerlas las personas invidentes! Si es que vamos para atrás, como los cangrejos. Por eso tenemos más de doscientos cincuenta mil textos, más de quince millones de palabras, de la tradición del oriente cuneiforme, y tantas obras perdidas de la tradición grecolatina, de cuya existencia solo sabemos porque alguien las cita en algún lado, o las clasifica o las menciona. (Todo esto es una broma, prefiero la escritura alfabética a la cuneiforme, la jeroglífica, la china clásica y el rongo rongo por millones de motivos).
Bueno, que quiero acabar ya con esta historia denigrante: este Caracalla se lio un día la manta a la cabeza e hizo extensiva la ciudadanía romana a toda la población del imperio (toda la que no fuera mujer ni esclava, valga la redundancia). Lo que quiero demostrar es que un tipo, a la sazón emperador de Roma, hijo de una árabe siria y de un tipo de ascendencia cartaginesa y amazigh a cuyo abuelo le reconoció la ciudadanía romana un descendiente de tribus turdetanas, que extiende la ciudadanía a gentes egipcias, imazighen, astures, íberas, celtas, galas, germánicas, dacias, tracias, griegas, persas, sirias, árabes, judías, y vaya usted a saber qué más, sin que nadie se opusiera por razones supremacistas romanas, cosa que no existía, nos habla de que el adjetivo denigrante, en origen, cuando sonaba en gargantas romanizadas, no tenía connotación racista ninguna.
Lo que creo es que la colonización cultural a la que Estados Unidos ha sometido al resto del mundo, proyectando junto con su cultura y su propaganda todas las disfuncionalidades de su racismo fundacional, están alterando la forma en la que percibimos las propias palabras que usamos y que existían mucho antes de que se ideara el racismo como programa político para perpetuar un sistema de explotación de un grupo humano concreto sobre el que se basa el crecimiento económico de los estados del sureste del país y la acumulación primitiva del capital de una parte de la oligarquía global que sigue operando hoy en día. Es denigrante.
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