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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Mis labios están sellados

A los nueve años sentía un fuego arder dentro de mí cada vez que cantaba I'm every woman de Chaka Khan, con sus subidas y bajadas, sujetando un cepillo redondo con los ojos cerrados, los brazos elevados en el aire y la cabeza ondeando de un lado al otro al ritmo de la música. Antes se podía cantar. Cuando yo era pequeña. Cantar lo que quisieras. Y bailar al ritmo de Roberta Flack si era lo que te gustaba, además de otros músicos que escuchaba por primera vez gracias a mi primo, adepto del R&B y mi gurú musical mientras me duraron los dientes de leche. Cantar esa canción era fácil para mí. Y no me sabía la letra. La mía no es una familia artística ni especialmente versada en idiomas, pero a mí I will always love you me salía del cuerpo, casi como si fuera mía.I will always love you

Mi tía me preguntaba que por qué cantaba en inglés. Y yo la miraba desde abajo, dudosa, como si hubiera cuestionado algo que no me concernía en absoluto. Entendí que aquello no era común y aprendí algunas letras de Nino Bravo que escuchaba en el coche de mis padres, cuando íbamos a la playa. Pero nada me hacía vibrar como el góspel y no hubo Dios que se atreviera a mirar mis ojos brillantes, que reflejaban la viveza de Whitney Houston, y pedirme que dejara de imitar a las grandes del espiritual negro. Para entonces no conocía las sutilezas de la corrección.las grandes del espiritual negro Solo sabía, porque me lo habían explicado moviendo las manos de lado a lado, que había cosas que estaban bien y cosas que estaban mal. Punto. Siempre fui muy obediente. Me dejé encarrilar dócilmente hasta convertirme en una de esas niñas obstinadamente disciplinadas.

El otro día le conté a una compañera que hace poco estuve tomando café en Starbucks. Le dije: –El fin de semana pasado fui a... bueno, yo no suelo ir a esos sitios... pero me apetecía leer en un café y acabé en Starbucks. Para mi consuelo, ella se rió y me confesó que tampoco le cuenta a la gente que va a Starbucks. Me sentí un poco menos culpable porque ambas sabíamos de forma intuitiva, que una no se puede permitir ser franca acerca de algunas costumbres en según qué círculos. Consumir café carísimo en una multinacional, que es a la vez joya del neoliberalismo yanqui y punto de encuentro del turismo acomodado está mal visto en nuestro grupo social, poco importa el placer que pueda brindarte.

Desde pequeñas aprendemos qué se dice y qué se calla según el contexto. Nos autocensuramos, incluso ante nuestros amigos más íntimos. Y censuramos a los demás, hasta cuando no les conocemos.censuramos a los demás Les señalamos si hacen algo digno de nuestra desaprobación. Decimos “está bien”, cuando creemos que aquello encaja con nuestra moral o, “está mal”, cuando creemos que un acto es condenable. Ese es el patrón. Así es como leemos el comportamiento humano, así es como entendemos nuestras acciones y como las asimilamos. A menudo nos dejamos llevar por esa necesidad de señalar, de prohibir, de censurar; buscamos la tranquilidad que nos brinda el tener las cosas claras. Y escondemos nuestras contradicciones porque nosotros mismos las juzgamos, engrosando nuestro sentimiento de culpa.

La censura tiene una larga historia y como casi todo, suele dejar huella. La llevamos incorporada en nuestros esquemas y la empleamos casi por defecto, para cubrirnos las espaldas. Desearía que mi profesora de secundaria hubiera respondido con franqueza a las preguntas de sexualidad que le hicimos sus alumnos, habríamos aprendido algo necesario. También preferiría no haber tenido que privarme de opinar libremente sobre temas altamente controvertidos para evitar ser castigada con un alud de etiquetas fulminantes y definitivas. Así podría abrirme a opiniones contrarias, conocer otras informaciones y otras realidades sin pasar por un periodo de acorazamiento defensivo y autofustigamiento encubierto.

Hace unos días soñé que no podía hablar. Retorcía y sacudía el cuerpo para expulsar de ahí aquello que necesitaba ver la luz. De pequeña, a menudo enfermaba de anginas.

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A los nueve años sentía un fuego arder dentro de mí cada vez que cantaba I'm every woman de Chaka Khan, con sus subidas y bajadas, sujetando un cepillo redondo con los ojos cerrados, los brazos elevados en el aire y la cabeza ondeando de un lado al otro al ritmo de la música. Antes se podía cantar. Cuando yo era pequeña. Cantar lo que quisieras. Y bailar al ritmo de Roberta Flack si era lo que te gustaba, además de otros músicos que escuchaba por primera vez gracias a mi primo, adepto del R&B y mi gurú musical mientras me duraron los dientes de leche. Cantar esa canción era fácil para mí. Y no me sabía la letra. La mía no es una familia artística ni especialmente versada en idiomas, pero a mí I will always love you me salía del cuerpo, casi como si fuera mía.I will always love you

Mi tía me preguntaba que por qué cantaba en inglés. Y yo la miraba desde abajo, dudosa, como si hubiera cuestionado algo que no me concernía en absoluto. Entendí que aquello no era común y aprendí algunas letras de Nino Bravo que escuchaba en el coche de mis padres, cuando íbamos a la playa. Pero nada me hacía vibrar como el góspel y no hubo Dios que se atreviera a mirar mis ojos brillantes, que reflejaban la viveza de Whitney Houston, y pedirme que dejara de imitar a las grandes del espiritual negro. Para entonces no conocía las sutilezas de la corrección.las grandes del espiritual negro Solo sabía, porque me lo habían explicado moviendo las manos de lado a lado, que había cosas que estaban bien y cosas que estaban mal. Punto. Siempre fui muy obediente. Me dejé encarrilar dócilmente hasta convertirme en una de esas niñas obstinadamente disciplinadas.