Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
La mirada gay
La televisión, los móviles, el cine suelen presentarse como ventanas a otros mundos, portales que nos dan la oportunidad de descubrir nuevas realidades. Pero no es cierto, o no del todo. Hemos creado herramientas para ampliar horizontes, pero nos limitamos a usarlas para buscar nuestro reflejo en ellas. Las pantallas no son ni ventanas ni puertas, son espejos. Eso sí, la imagen que nos devuelven está trucada.
Vamos al cine para vivir experiencias que de otra manera jamás conoceríamos, encendemos la televisión para ventilar el interior anodino de nuestro salón, conectamos el móvil para distorsionar deliberadamente nuestra imagen. Todo el mundo proyecta, todo el mundo sueña. Las personas LGTBQ y de cualquier otra minoría somos maestras en este arte, precisamente porque la distancia que nos separa del gran público es abismal, y el sobreesfuerzo, lejos de gastar nuestra imaginación, la ha desarrollado y fortalecido. Antes de que las ficciones abriesen su abanico de posibilidades a otra realidad que no fuera la de la heteronorma, si los hombres cis gais queríamos vivir las historias de amor romántico del cine con la misma emoción que los demás espectadores teníamos que poner bastante más de nuestra parte que nuestros primos, hermanos y compañeros de colegio. Por eso muchos de nosotros tendemos a identificarnos con los personajes femeninos. Hasta no hace mucho, para poder besar a un hombre había que ser mujer.
Este ejercicio de proyección y asimilación no solo lo practican los espectadores gais cuando consumen productos de ficción, sino también los artistas en el proceso creativo. La mirada de estos no está contaminada por el deseo sexual hacia las mujeres, por lo tanto se comete el error de considerar que está más limpia, que es más honesta que la de un director o guionista heterosexual.
En su ensayo «Visual Pleasure and Narrative Cinema» (Screen, 1975), la teórica de cine Laura Mulvey acuñó el término male gaze para referirse a la mirada que los directores de cine proyectan sobre las mujeres, y la representación que de ellas hacen en sus películas orientadas al consumo del espectador masculino. La mujer es un sujeto pasivo —la depositaria de significado, nunca la creadora de este— y el hombre, el sujeto activo, el que observa y, desde esa posición dominante, describe. Un ejemplo paradigmático es el de la película La vida de Adèle, que levantó una gran polémica a causa de la hipersexualización de la relación sexoafectiva entre dos mujeres. Las escenas de sexo entre los personajes interpretados por Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux no muestran a dos mujeres que se desean, sino la fantasía de un hombre —el director heterosexual Abdellatif Kechiche— sobre dos mujeres que se desean. Otro caso mucho más reciente —y polémico— es el de Blonde, película de Netflix basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates que versiona la vida de Marilyn Monroe. El director —hombre heterosexual— Andrew Dominik ha recibido un aluvión de críticas por el modo en que ha representado la vida de la artista a base de una sucesión sistemática de abusos físicos y emocionales, que ha hecho que sea considerada más propia de la categoría de torture porn que de biopic o cinta biográfica. La mirada masculina es evidente a la hora de utilizar el cuerpo de Ana de Armas, la actriz protagonista, para hacer una revisión sesgada de la que fue una mujer real víctima de abusos reales, reproducidos una vez más en escenas de sexo degradantes para la actriz —a quien se cosifica con desnudos constantes e innecesarios— e injustificables desde el punto de vista puramente cinematográfico.
Los directores de cine heterosexuales, sin embargo, no son los únicos que moldean la imagen de las actrices según sus intereses personales y las ideas preconcebidas que tienen de las mujeres. Hay artistas gais que también lo hacen.
Michael Patrick King y Darren Star son los principales responsables creativos de Sexo en Nueva York, tanto la serie como las posteriores películas, todas ellas sobre la vida sexual y sentimental de cuatro amigas en los últimos años del siglo XX y principios del XXI. Laureada por unos como precursora en la representación femenina en televisión, denostada por otros por el retrato frívolo de lo que es ser una mujer en el mundo contemporáneo. Se llegó a decir que las cuatro protagonistas escondían la identidad codificada de cuatro hombres homosexuales, y aún hoy en día grupos de amigos gais siguen jugando a etiquetar cada personalidad con el arquetipo de cada una de ellas. La abogada sarcástica, la soñadora e ingenua, la codependiente emocional, la bomba sexual.
En 2004 Mujeres desesperadas nos proporcionó otros cuatro arquetipos, esta vez de mujeres que rondaban los cuarenta, todas ellas amas de casa casadas y con hijos en una comunidad residencial de ensueño que escondía macabros secretos. Uno de los personajes principales, Bree Van de Kamp, se convirtió en el más popular por ser la típica ama de casa perfecta de revista de decoración que no se permite ni un momento de flaqueza; si tiene que desahogarse llorando porque su marido la engaña, se encierra en el baño y, al cabo de unos minutos, vuelve a salir con una sonrisa radiante. Si leemos entre líneas, no es difícil entender por qué fascinó tanto este personaje a los hombres gais. Más allá del artificio, empatizábamos con la manera en que dejaba que las convenciones sociales la reprimiesen hasta el extremo de llevarla al borde de un ataque de nervios. Su creador, Marc Cherry dijo inspirarse en su propia madre para su personaje más popular. Una forma de homenaje.
El cineasta Pedro Almodóvar también ha tirado de la figura materna para crear muchos de sus personajes femeninos, y se le ha alabado por la sensibilidad y profundidad con que los escribe, como si estos fueran vivos retratos de mujeres de verdad en lugar de interpretaciones basadas en la experiencia masculina, en la mirada del hombre que las observa. Lo cierto es que los estereotipos femeninos más frecuentes han sido implantados en el canon y perfeccionados por creadores gais. El ama de casa desesperada, la señora alcohólica de lengua afilada, la chica mala de instituto, la bruja adolescente. El hombre gay juega con estos arquetipos como si las actrices que dirigen fuesen muñecas y lo hacen desde una posición de autoridad y privilegio. ¿Qué es esto, después de todo, sino una forma de colonizar la definición de lo que son las mujeres y la experiencia femenina? La gay male gaze, la mirada gay, la manera en que el artista homosexual representa a las mujeres en sus obras, está tan condicionada como la mirada del hombre cis heterosexual.
Cuando alguien (público, crítica e incluso los propios artistas al hablar de su proceso creativo) afirma que un hombre gay entiende mejor a las mujeres porque está en contacto con su «mujer interior», o porque tiene más desarrollado su lado femenino, está haciendo una afirmación homófoba —asumir una correlación entre ser hombre homosexual y ser mujer heterosexual por el hecho del deseo compartido— y sexista —simplificar de forma extrema los roles de género—, pero fundamentalmente misógina: estar abierto al lado femenino de uno no tiene nada que ver con asumir como propia la experiencia de ser mujer, mucho menos de estar capacitado para entenderla incluso mejor que las propias mujeres.
Lo que transpira de esta tendencia a privilegiar la mirada del hombre gay con respecto a experiencias femeninas es que la industria audiovisual, predominantemente masculina, todavía se resiste a dejar espacio a las creadoras para que sean ellas las que cuenten sus propias historias, de modo que la masa espectadora tenga acceso a una mirada diferente, esto es, a la del hombre cis independientemente de cual sea su orientación sexual.
La televisión, los móviles, el cine suelen presentarse como ventanas a otros mundos, portales que nos dan la oportunidad de descubrir nuevas realidades. Pero no es cierto, o no del todo. Hemos creado herramientas para ampliar horizontes, pero nos limitamos a usarlas para buscar nuestro reflejo en ellas. Las pantallas no son ni ventanas ni puertas, son espejos. Eso sí, la imagen que nos devuelven está trucada.
Vamos al cine para vivir experiencias que de otra manera jamás conoceríamos, encendemos la televisión para ventilar el interior anodino de nuestro salón, conectamos el móvil para distorsionar deliberadamente nuestra imagen. Todo el mundo proyecta, todo el mundo sueña. Las personas LGTBQ y de cualquier otra minoría somos maestras en este arte, precisamente porque la distancia que nos separa del gran público es abismal, y el sobreesfuerzo, lejos de gastar nuestra imaginación, la ha desarrollado y fortalecido. Antes de que las ficciones abriesen su abanico de posibilidades a otra realidad que no fuera la de la heteronorma, si los hombres cis gais queríamos vivir las historias de amor romántico del cine con la misma emoción que los demás espectadores teníamos que poner bastante más de nuestra parte que nuestros primos, hermanos y compañeros de colegio. Por eso muchos de nosotros tendemos a identificarnos con los personajes femeninos. Hasta no hace mucho, para poder besar a un hombre había que ser mujer.