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Cuando la naturaleza es un obstáculo

17 de diciembre de 2020 06:00 h

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Que el hombre sea capaz de domar a la naturaleza es uno de los mantras sobre los que se han construido los paradigmas de desarrollo y de avance, conceptos incuestionables, toda una biblia recogida en un par de palabras. Mientras el crecimiento económico se ha convertido en una variable única del bienestar en los estados y en las economías domésticas, los impactos de este modelo se han ocultado e ignorado, pero ya no cabe más basura bajo las alfombras.

En el año de la pandemia, la pérdida de biodiversidad, cada vez más acelerada, ha demostrado la vulnerabilidad del ser humano. Mientras, la situación de emergencia climática es cada vez más impactante, no solo porque casi cada mes los termómetros marcan récords, sino porque los huracanes, las lluvias torrenciales, el deshielo de los glaciares y las sequías son más habituales y prolongadas. Los informativos de televisión dedican espacio a estos impactos en la sección del tiempo meteorológico, pero tal vez deberían hablar de ellos en las de economía, porque el desarrollo y el crecimiento del PIB tiene estas cosas, que también destruyen. Ahí está el ejemplo de que un incendio forestal es bueno para la economía, porque la movilización para sofocarlo implica recursos económicos gastados, lo mismo que las labores de reforestación y de limpieza forestal; en definitiva, una muestra clara y gráfica las trampas de la economía desarrollista, que también se nutre de la destrucción y de la muerte.

En el año de la pandemia, cuando el concepto de resiliencia está de moda, y lo verde, lo sostenible y la conexión con el medioambiente son los nuevos mantras económicos, la naturaleza sigue siendo un obstáculo que hay que domar. Como si fuera nuestra. Como si quisiéramos empaquetarla para usarla solo cuando quede bonita, como una decoración navideña cualquiera que mostrar en las redes sociales de la felicidad.

Desde hace un año, las obras de una autopista de pago, la Supersur, están rompiendo los montes del sur de Bilbao y destrozando algunos de los entornos míticos de la ciudad, como los alrededores de la cascada de Bolintxu o las faldas del Pagasarri. Esta carretera, cuyo primer tramo empezó a funcionar en 2011, nació con el objetivo de unir la autovía del Cantábrico, la A8, con la salida hacia el sur de Bilbao, de tal forma que se traza una especie de baipás que rodea la ciudad. La plataforma ciudadana Supersur Ez! (¡Supersur no!) contextualiza con datos el resultado de esta infraestructura: de los 24.000 vehículos diarios esperados, la demanda actual no llega a la mitad. “El 90% de los vehículos que vienen desde Santander tiene como objetivo Bilbao”, argumenta David Hoyos. El profesor de Economía en la UPV/EHU y especializado en la valoración económica de recursos naturales indica que “incluso informes de la Diputación [Foral de Bizkaia, la entidad que financia las obras] la desaconsejaban porque era innecesaria”.

Hace unos días, Ekologistak Martxan y Euskal Gune Ekosozialista organizaron una ruta por el Bilbao del colapso, el de los límites, el de la destrucción. Y la Supersur fue una parada de esa ruta y un ejemplo de decisiones políticas que están pensadas para aumentar el PIB al precio que sea. Y es que, a pesar de la oposición vecinal y de que los datos del tráfico son muy inferiores a los inicialmente previstos, está en marcha el segundo tramo de la autopista. En concreto, poco más de cuatro nuevos kilómetros, a razón de unos 200 millones euros; más de 47 millones de euros por kilómetro. Unas cuentas iniciales que los colectivos contrarios temen que se disparen aún más. Ya sucedió con el balance final de la primera fase: los 465 millones de euros estimados de inicio se convirtieron finalmente en los 821, “siendo la autopista más cara de España, con un coste de 49,49 millones de euros por kilómetro. Actualmente pagamos 40 millones anualmente al Banco Europeo de Inversiones por el crédito concedido”, apunta la plataforma ciudadana. “Esas obras sirven para el sector de la construcción, pero no para la ciudadanía. La Diputación garantiza el flujo de dinero a las constructoras”, incide Hoyos.

“Arnotegi ya es un túnel”, titulaba hace un par de días uno de los diarios de mayor tirada en el País Vasco. El Arnotegi es uno de los montes que rodea Bilbao, uno de esos que a diario está lleno de gente paseando, porque en la ciudad vasca, aunque llueva, se va al monte. Pero el Arnotegi, según este periódico, es “el gran obstáculo para la ampliación de la Supersur”, como recogió bien claro en portada. Y “la batalla”, concepto también usado en la información, la ganó, ¡cómo no!, el hombre. Y el PIB.

En el año de la pandemia, seguir viendo a la naturaleza como un obstáculo para el desarrollo demuestra que los paradigmas que nos han llevado a la situación de emergencia climática actual y de pérdida de biodiversidad alarmante están más vigentes que nunca, aunque lo verde y lo sostenible no deja de ser cacareado por diputaciones, administraciones, empresas y medios de comunicación.

Que el hombre sea capaz de domar a la naturaleza es uno de los mantras sobre los que se han construido los paradigmas de desarrollo y de avance, conceptos incuestionables, toda una biblia recogida en un par de palabras. Mientras el crecimiento económico se ha convertido en una variable única del bienestar en los estados y en las economías domésticas, los impactos de este modelo se han ocultado e ignorado, pero ya no cabe más basura bajo las alfombras.

En el año de la pandemia, la pérdida de biodiversidad, cada vez más acelerada, ha demostrado la vulnerabilidad del ser humano. Mientras, la situación de emergencia climática es cada vez más impactante, no solo porque casi cada mes los termómetros marcan récords, sino porque los huracanes, las lluvias torrenciales, el deshielo de los glaciares y las sequías son más habituales y prolongadas. Los informativos de televisión dedican espacio a estos impactos en la sección del tiempo meteorológico, pero tal vez deberían hablar de ellos en las de economía, porque el desarrollo y el crecimiento del PIB tiene estas cosas, que también destruyen. Ahí está el ejemplo de que un incendio forestal es bueno para la economía, porque la movilización para sofocarlo implica recursos económicos gastados, lo mismo que las labores de reforestación y de limpieza forestal; en definitiva, una muestra clara y gráfica las trampas de la economía desarrollista, que también se nutre de la destrucción y de la muerte.