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Recintos: lo espacial y lo emocional

Iris César

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El martes nos levantamos tranquilas y desayunamos café y berlinas rellenas de frambuesa en el balcón, con una manta haciendo de cortina de privacidad entre el poco espacio entre los viandantes y mi reja de forja de primer piso. Privacidad de barrio y a pie de calle, la mayor contradicción y la mayor falta a nuestro concepto político de comunidad. Mal. Fatal. Cruzamos el centro de la ciudad de punta a punta, de punto a punto, de norte a sur y qué feliz pasear por la mañana. Qué diferentes son las calles, qué olor matutino, qué tranquilidad la gente en su quehacer. Sacar el plano social de horario hace que esté más vivo, que cobre vida, parece que al cambiarlo de sitio se vuelve a disfrutar con más intensidad, como cuando te bebes un vino a mediodía y te emborrachas. Pasear por la mañana es la borrachera de una copa de vino a destiempo.

Primero vivimos en la casa familiar, donde –idealmente– disfrutamos de seguridad, calor, protección, la excusa para el juego y el aprendizaje. Luego quizás vivamos las casas compartidas, que son muchas y son con amigos y desconocidas, nunca hay tenedores, pero sí horarios de limpieza y charlas nocturnas. También platos sucios y sorpresas poco agradecidas, ir al banco, ir a comprar, la burocracia. Es una apertura emocional de inestabilidad y de amistad. Más tarde, mucho más tarde, cuando ya estás casi desesperada, llega -si llega- la casa independizada y con ella la madurez, los muebles, la tranquilidad, el espacio íntimo, privado y gustoso de una misma y de elegir lo que ver en la tele y el salón para ti sola.

No he llegado a ninguna más. Quizás la casa en pareja, la casa en familia propia. Es quizás un futuro, pero no una línea cronológica y pueden mezclarse, intercalarse, sustituirse o eliminarse. El otro día escuché a Benedicta Sánchez, de 87 años y actriz de O que arde; decía que cada edad tiene su etapa y hay que gozarlas todas. Yo voy a hacerle caso, just in case.

En la forma de habitar, reivindico la formación de nuevos lazos familiares. Me dicen que debo elegir: una amiga o una compañera de vida. Me dicen que una compañera puede ser una pareja o una compañera de piso, alguien con quien compartir literalmente la vida. Pero ¿es diferente? ¿No se pueden tener las dos? Entrecejo fruncido. Entrecejo fruncido es mi segundo nombre. Siempre pienso que voy a tener muchas arrugas en la frente, pero cuando me doy cuenta la he vuelto a arrugar.

Yo quiero compartir mi día a día con mi pareja y con mis amigas. Yo quiero romper esa estructura, digo, pensando en cómo le explico que quiero romper la estructura. No quiero ser dos para optar a una casa de habitaciones más grandes, no quiero el deseo de ser dos simplemente para sentirte uno. Uno completo que no necesite de todo eso para vivir con un mínimo, con el mínimo afectivo y espacial. Si lo afectivo y lo espacial es lo mismo, ¿qué significa tener solo una habitación? ¿Qué significa tener una cama de matrimonio para una? Si lo espacial nos define, ¿qué podemos hacer para cambiar lo afectivo? ¿Cambiamos la casa para cambiar el amor? ¿Qué puedo permitirme en mi piso de una habitación, de una cocina en el salón? Pero si cambiamos lo afectivo, cambiamos lo espacial. Eso es un hecho. Entre dos, hay más habitaciones. Entre dos, hay más espacio. Lo doméstico y lo íntimo forman un papel importante en mi vida. Lo domestico lo erotizo, lavarse los dientes uno junto al otro lo erotizo, hablar con el cepillo entre los dientes lo erotizo. Llamo a la puerta, ¿estáis desnudas? Y salto sobre la cama. Yo echo las cortinas, me dices que yo soy más privada, no me gusta una ventana a pie de calle. Dices: “Tú pondrías un biombo”. “Tú sales al balcón”. Compensas el pánico afectivo con lo extremadamente social. Yo compenso la disponibilidad emocional de lo social con mi espacio íntimo, si tiene sentido. El vecino de enfrente de la calle pone la música muy alta y me molesta. Me quejo políticamente mal. Me debato entre lo íntimamente cómodo y lo socialmente revulsivo, quiero ambos, como la izquierda burguesa. Esto no es nada disruptivo, pero lo pongo en pie. Me pongo en pie. Dicen que en el futuro está asegurado el metaverso, yo solo pienso en una mantita en invierno. Quizás esto me quede un poco Remedios Zafra. Nunca había sido tan moderna. Me gustaría vivir en un piso de dos habitaciones y hablar en el desayuno, pero me dicen, esa es tu estructura de vida, no puedes exigírselo a los demás. Buscar nuevas conexiones es cansado. La casa me pega un bocado y luego me mece. La propiedad privada es de la pareja. A mí me toca el alquiler: emocional, espacial. Me gustaría escribir con más conocimiento, pero solo tengo el mío.

El martes nos levantamos tranquilas y desayunamos café y berlinas rellenas de frambuesa en el balcón, con una manta haciendo de cortina de privacidad entre el poco espacio entre los viandantes y mi reja de forja de primer piso. Privacidad de barrio y a pie de calle, la mayor contradicción y la mayor falta a nuestro concepto político de comunidad. Mal. Fatal. Cruzamos el centro de la ciudad de punta a punta, de punto a punto, de norte a sur y qué feliz pasear por la mañana. Qué diferentes son las calles, qué olor matutino, qué tranquilidad la gente en su quehacer. Sacar el plano social de horario hace que esté más vivo, que cobre vida, parece que al cambiarlo de sitio se vuelve a disfrutar con más intensidad, como cuando te bebes un vino a mediodía y te emborrachas. Pasear por la mañana es la borrachera de una copa de vino a destiempo.

Primero vivimos en la casa familiar, donde –idealmente– disfrutamos de seguridad, calor, protección, la excusa para el juego y el aprendizaje. Luego quizás vivamos las casas compartidas, que son muchas y son con amigos y desconocidas, nunca hay tenedores, pero sí horarios de limpieza y charlas nocturnas. También platos sucios y sorpresas poco agradecidas, ir al banco, ir a comprar, la burocracia. Es una apertura emocional de inestabilidad y de amistad. Más tarde, mucho más tarde, cuando ya estás casi desesperada, llega -si llega- la casa independizada y con ella la madurez, los muebles, la tranquilidad, el espacio íntimo, privado y gustoso de una misma y de elegir lo que ver en la tele y el salón para ti sola.