El pasado día 6 de junio, 25 jefes de Estado y de gobierno celebraron el 80 aniversario del desembarco de las tropas aliadas en las playas de Normandía. Fue “el principio del fin del principio del fin” –como decía Robbie Robertson, el líder de The Band, en The last walz (Martin Scorsese, 1978)– de la Alemania nazi. Eché de menos la presencia de Rusia –la extinta Unión Soviética contribuyó a la derrota de Hitler con 23 millones de vidas–, marginada por su agresión a Ucrania, y de España, que no fue invitada a los fastos en Omaha Beach, la principal playa de las cinco de la Operación Overlord. La única representación española fueron dos aviones Piper L-4 del museo de la Fundación Infante de Orleans, para recordar los Grasshopper (“Saltamontes”) o L-Birds (“Pájaros de Enlace”, la L es de liasion) del ejército norteamericano que hacían esas funciones y de observación para las fuerzas de tierra y para corregir el fuego de la artillería.
Es verdad que la España de entonces, sojuzgada por la dictadura de Franco, se alineaba con los ‘malos’, con el nazismo hitleriano y el fascismo mussoliniano, pero en la celebración sí estaban los dirigentes de la actual Alemania e incluso Giorgia Meloni, presidenta del Consejo de Ministros de Italia y heredera directa del fascismo que entonces ensangrentó Europa. Sin embargo, miles de españoles de los 450.000 exiliados de la II República Española vencida por los traidores golpistas del 18 de julio de 1936, estuvieron con los 'buenos' en aquellas memorables fechas. Miles de ellos fueron empleados por los nazis como mano de obra esclava: de 30.000 a 40.000 en la fortificación del Muro Atlántico, más de 15.000 construcciones defensivas a lo largo de 1.500 kilómetros, desde Noruega al canal de la Mancha.
También hubo españoles con las armas en la mano en el 'Día D' del desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944. Entre los tres millones de soldados aliados que intervinieron en la Operación Overlord, estuvo la Spanish Company Number One, 400 españoles enrolados en la Marina británica. Y los 150 de la mítica 9ª compañía –llamada ‘La Nueve’, en castellano–, encuadrada en la 2ª División Blindada de las fuerzas de la Francia Libre, la División Leclerc, que desde Normandía bajaron a París y fueron los primeros que llegaron al ayuntamiento para proclamar liberada la capital francesa el 24 de agosto de 1944. Al día siguiente, con sus vehículos –bautizados Guernica, Madrid, Ebro, Guadalajara, Brunete, Don Quijote– escoltaron el desfile triunfal del general De Gaulle por los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo.
El “ejército de ratas” de exiliados –como lo despreció otro traidor, el mariscal Pétain de la Francia de Vichy entregada a Hitler, amigo de su compinche Franco– izó la bandera tricolor republicana también en los desiertos africanos, combatiendo a Rommel y sus Panzer del Afrika Korps, con la Fuerza L, el Corp Franc d’Afrique y en la 13ª Semibrigada de la Legión Extranjera; en la defensa de Stalingrado, en la tundra de Noruega y en los bosques pirenaicos del sur de Francia.
Incluso entre las fuerzas del ejército estadounidense, como el gallego Manuel Otero Martínez, que fue mecánico naval en la marina republicana y emigrado a Estados Unidos ingresó en las fuerzas norteamericanas para conseguir la nacionalidad. En Omaha, lo mató una mina antipersonal –y no 'antipersona', como ha terminado por aceptar la RAE, ¡como sinónimo!–. Condecorado con el Corazón Púrpura, fue enterrado en el cementerio norteamericano de Normandía y, posteriormente, sus restos fueron repatriados a su tierra natal, Serra de Outes, A Coruña, con honores militares y consulares norteamericanos. Aunque no consiguió la nacionalidad.
Y, en fin, en el lado de los 'buenos', la legendaria figura del espía doble Joan Pujol García –‘Garbo’ para los británicos y ‘Arabel’ para los nazis–, cuya labor fue impagable en el éxito del desembarco en Normandía. Agente doble, ingresó en el M15 británico y creó una falsa red de espías alemanes en Gran Bretaña tan extensa y eficiente que Berlín dejó de mandar espías a las islas británicas desde 1942: informó, por ejemplo, detalladamente de la Operación Antorcha, el desembarco aliado en el norte de África, pero su carta cifrada, con matasellos de dos días antes, no llegó a manos de los alemanes hasta dos días después del desembarco. Su credibilidad era tan grande para el espionaje nazi que no les costó convencerlos de que el gran desembarco aliado se produciría en el estrecho de Calais, el territorio inglés más cercano a las costas francesas, donde el general Patton preparaba un ejército de 150.000 soldados. Hasta tal punto, que Berlín seguía convencido de que el desembarco en Normandía no era más que una maniobra de distracción para enmascarar el gran salto por el canal de la Mancha; tanto, que condecoró a ’Garbo’ con la Cruz de Hierro por sus servicios al Tercer Reich; la corona británica también se lo agradeció y a finales de 1944 le concedió la exclusiva Orden del Mérito del Reino Unido: la única persona en ser reconocida por ambos bandos en guerra...
Muchos méritos españoles, en efecto, pero quizá el más señalado para las fuerzas aliadas fue, paradójicamente, el prestado por la dictadura franquista: restringir las exportaciones de wolframio a Alemania e incrementar las dirigidas a los Estados Unidos y Gran Bretaña.
El patinazo del 'incidente Laurel'
De las materias primas que España exportaba a ambas bandos en combate, desde sus sucesivos estatus de país neutral, no beligerante y de “neutralidad vigilante”, el wolframio era, seguramente, la más ambicionada y la que, por su valor estratégico para la guerra, cada parte deseaba que se privara de ella a la contraria. El valor del wolframio consistía, además de por su escasez, en su capacidad para endurecer el acero de los proyectiles de artillería y de su importancia bélica hablan los datos sobre el inicio de la invasión de la Unión Soviética por Alemania. Hitler, que se enfrentaba con 4.500 tanques a los más de 20.000 a 25.000 soviéticos: en la primera semana de confrontación, el ejército hitleriano destruyó casi la mitad de ellos, pues mientras que los proyectiles alemanes eran perforantes, gracias al wolframio, sólo un 12% de los tanques soviéticos disponía de ese tipo de proyectiles.
Para el mando aliado era, pues, fundamental que la industria bélica germana no dispusiera del wolframio en el primer semestre de 1944, es decir, que no dispusiera de grandes cantidades de munición blindada por lo menos hasta después del día D, el 4 de junio previsto para el desembarco en Normandía.
Un incidente diplomático vino en su ayuda. El generalato español sobornado por Churchill a través del contrabandista mallorquín Juan March, la Iglesia nacionalcatólica y otros grupos de presión antifalangistas habían conseguido el cese del pronazi Ramón Serrano Suñer, concuñado de Franco, del ministerio de Asuntos Exteriores y el nombramiento, el 3 de septiembre de 1942 de Francisco Gómez-Jordana Sousa, que ya lo había ocupado de enero de 1938 a agosto de 1939, que era, relativa y comparativamente, proaliados –a pesar de haber sido el firmante de la adhesión al Pacto Anti-Komintern, en Burgos, el 7 de abril de 1939, con los embajadores del Eje–.
Con motivo de la invasión por las tropas imperiales japonesas de la Birmania ocupada por Gran Bretaña, de otorgar la independencia a las Islas Filipinas ocupadas por el protectorado de los Estados Unidos y poner como jefe del gobierno títere a José Laurel, el gobierno de Hiro Hito invitó al del general Franco a reconocer a ambos países. El dictador ordenó a Jordana ignorar lo relativo a la colonia británica y limitarse a un saludo al gobierno del “fraternal” pueblo filipino. El 18 de octubre de 1943, Jordana cometió el patinazo de dirigir el mensaje al “presidente de la República de Filipinas”, lo que aprovecharon Roosevelt y Churchill para llevar al espíritu de Franco y su gobierno que el ingenuo telegrama de Jordana constituía un reconocimiento 'de facto' del gobierno títere impuesto por Japón en Filipinas y, por tanto, un acto que implicaba a España en la guerra al violar de hecho su estatus de neutralidad –el 'apellido' de “vigilante” quedaba para el consumo interno–.
Ello permitía a los Estados Unidos adoptar medidas de retaliación y proceder a embargar el combustible que exportaba a España, suministro vital para el funcionamiento de la nación –para la continuidad del Nuevo Estado, por tanto– y que el Eje no estaba en condiciones de suplir. El presidente Roosevelt decretó el embargo, de febrero a mayo de 1944, y amenazó con no levantarlo si Franco no procedía al embargo absoluto de las exportaciones de wolframio a Alemania y, además, limpiaba el Protectorado español y Tánger, ocupada y anexionada por Franco el 14 de junio de 1940, de los espías del Eje que, con el consentimiento español, controlaban el estrecho de Gibraltar como si fueran porteros de un establecimiento.
La política de equilibrista del dictador, retirando las tropas de la División Azul el 7 de octubre de 1943 y enviando pequeñas cantidades de wolframio a Gran Bretaña y Estados Unidos, se derrumbó.
Pero el embajador español en Londres, Jacobo Fitz-James Stuart, XVII duque de Alba, transmitió a Madrid una información importante: las diferencias entre Roosevelt y Churchill sobre la política a seguir con España –mano dura contra apaciguamiento– se habían ahondado con la represalia norteamericana, porque las importaciones que hacía Gran Bretaña de piritas y potasas españolas eran vitales para su economía de guerra; de modo que podría estar dispuesta a cambiar tales materias primas por combustible, lo que permitiría a los negociadores españoles resistir las presiones norteamericanas.
La primera oferta del gobierno de Franco a Estados Unidos consistió en reducir las exportaciones de wolframio a Alemania hasta un 10% de lo exportado en 1943, siempre y cuando los aliados se comprometieran a comprar todo el excedente de wolframio a los precios de mercado –que, gracias a la guerra, habían permitido gravar los impuestos hasta con 10.000 dólares por tonelada (en enero de 1943 subió hasta 15.000 dólares la tonelada a causa de las compras “preventivas” de wolframio por los aliados desde 1942, sin necesitarlo, para obligar a Alemania a desembolsar grandes capitales para sus compras)–; además, si los Estados Unidos accedían a exportar a España los bienes que importaba de Alemania –que, lógicamente, represaliaría a España–, muchos de ellos cruciales para la vida económica española, el gobierno estaría en mejor situación de colaborar con los aliados.
El departamento de Estado norteamericano se mostró receptivo, pero exigió que en ese 10% se incluyese lo ya enviado durante enero de 1944, lo que, era el mes de febrero, suponía de hecho no exportar más wolframio a Alemania, lo cual ponía a Franco en una difícil situación con sus amigos y lo exponía a represalias tan graves o peores que aquéllas con que lo amenazaban los aliados.
Un tanto para la dictadura
El saldo de la cuestión del wolframio fue positivo para la dictadura, quizá una de las operaciones más redondas del gobierno de Franco y que contribuyó a consolidar el régimen frente a los aliados, ya previsiblemente vencedores de la conflagración mundial.
En mayo de 1944, Winston Churchill hizo un alegato tan favorable de España en la Cámara de los Comunes que la prensa de Londres lo calificó de “apasionado”. El premier británico subrayó la neutralidad que observaba Franco a pesar de sus simpatías por el Eje; las satisfactorias relaciones comerciales, subrayando el acuerdo sobre el wolframio; el respeto mantenido con los intereses británicos en España; la ausencia de acciones que entorpecieran las operaciones en Gibraltar y en el norte de África... Y si se le oponía el carácter fascista del régimen de Franco, observó Churchill, también lo era el régimen de Oliveira Salazar –aunque la gran diferencia era que Portugal, para su fortuna, era aliadófila– y nadie pedía que Gran Bretaña actuara contra Portugal, país aliado de la corona británica; reiteró su política de no injerencia e incluso su convencimiento de que España tendría “gran influencia para mantener la paz del Mediterráneo después de la guerra” y que, en fin, “consideraba un error injuriar gratuitamente a Franco”.
De modo que lo que comenzó como un desastre amenazante, el “incidente Laurel”, terminó con el reconocimiento agradecido de los aliados y sin que Alemania –favorecida con wolframio de contrabando, mejores precios y en régimen de compensación y trueque– se sintiera agredida. El éxito diplomático estuvo acompañado, además, de un saldo económico muy positivo: gracias a un hábil manejo de la competencia entre los países en guerra, de un mercado tan pequeño como el del wolframio español –225 toneladas en 1939– se obtuvieron beneficios desmesurados: de los 395 millones de pesetas ingresados por exportaciones en 1940 se pasó a los 877 millones en 1943 y los ingresos del estado por impuestos pasaron de 280.000 dólares en 1940 a casi 66 millones en 1944; las reservas de oro se incrementaron notablemente con las compras norteamericanas de pesetas; el ejército se renovó y equipó con material militar alemán, pues al Reich se le permitía cambiar wolframio con otros bienes, al contrario que a los aliados que tenían que hacerlo en pesetas –porque si perdían la guerra, decían en El Pardo, el dólar no tendría valor...–, y, en fin, el grano suministrado de ambos bandos alimentaba a la desfallecida población española.
Aunque Franco no perdía las esperanzas ilusorias que había alimentado de verse sentado en la cúpula dirigente de un nuevo orden mundial encabezado por Alemania del que España obtendría réditos económicos y políticos sin cuento, la recuperación de Gibraltar, los territorios franceses en África que ambicionaba, de Marruecos al Oranesado...
De hecho, hasta cuatro meses antes del estrepitoso derrumbe del Tercer Reich, Franco confiaba en que las armas hitlerianas se impusieran, incluso mágicamente, a sus enemigos. Ramón Serrano Suñer, su concuñado y cómplice de admiraciones por quienes habían sumido a Europa en la mayor tragedia de su historia, relata un episodio patético de esta obcecación: “(...) Estando en pleno curso la operación de desembarco en Normandía, recibió la visita del duque de Alba, quien alarmado por los acontecimientos se atrevía a sugerir algún cambio para dar cara a la nueva situación. Franco le dijo: 'No corra tanto, Alba; el desembarco puede aún resultar una trampa. Conozco los efectivos del Eje –sigo muy de cerca las operaciones– y me faltan [la situación de] alrededor de 80 divisiones que creo veremos aparecer por algún sitio en cualquier momento, junto con el empleo de las armas secretas, el rayo cósmico (?)...'. Y así, en esta convicción, estuvo hasta la contraofensiva de von Rundstedt en las Ardenas” (Memorias. Entre el silencio y la propaganda, Barcelona, 1977).
La batalla en la región franco-belga de las Ardenas fue la última y desesperada ofensiva de Hitler con el propósito de destruir cuatro de los ejércitos norteamericanos desembarcados en Normandía –tenía el convencimiento de que eran peores soldados que los británicos– , a fin de negociar una paz ventajosa para Alemania en el frente occidental y poder dedicar todas las fuerzas a rechazar el imparable avance soviético en el frente oriental. Los combates se iniciaron el 16 de diciembre de 1944 y finalizaron con la derrota alemana el 25 de enero de 1945: el principio del fin.
Dos días después, el 27, la 322 División de Fusileros del 60 Ejército Rojo de Obreros y Campesinos liberó el campo de exterminio de Auschwitz y mostró al mundo las primeras pruebas del Holocausto. A principios de febrero, estaba a 60 kilómetros de Berlín, que se rindió el 2 de mayo. El día 8, 9 de mayo para la Europa Oriental por la diferencia horaria, fue el fin: Alemania de rindió incondicionalmente a las potencias aliadas. Desde 1945 se celebra en ambas fechas el Día de la Victoria sobre el fascismo.
En España se instituyó como Día de la Victoria el 1 de abril, pero de 1939 y para celebrar tabernariamente el botín arrebatado por los ‘malos’ a los ‘buenos’, el aplastamiento de la legalidad constitucional por el fascismo cuartelero.